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miércoles, 8 de junio de 2016

Virus de verano

   El día parecía querer llevarle la contraria a lo que yo estaba sintiendo dentro de mi cuerpo. El sabor extraño en mi boca contrastaba con el sol brillante y la alta temperatura que hacía. Solo sacar la mano por la ventana era suficiente para darse cuenta que el verano había llegado y que no había manera alguna de ignorarlo. Por fin se podía disfrutar el sol, ir a la playa y usar menos ropa, lo que para mí siempre ha significado estar más cómodo.

 Pero el sabor en mi boca se transformó en dolor y entonces me di cuenta que era el ser más miserable que había. Tenía algún virus, alguna de esas estúpidas enfermedades pasajeros que siempre tienen que aterrizar en mi cuerpo, tal vez porque es débil y no tiene como defenderse.

 Como bien y hago ejercicio pero al parecer eso no es suficiente. Al parecer algo estoy haciendo mal porque esto ya ha pasado antes. Este dolor de cuerpo tan horrible, esta sensación de que si me muevo demasiado se me van a romper los huesos. Por eso ese día, apenas abrí los ojos, no me moví casi. Era como si me hubiera pateado varias veces en el suelo, como si hubiera perdido una pelea de esas que, menos mal, ya casi no hoy.

 Ese extraño sabor en la boca y yo nos quedamos en la cama. Ese sabor a enfermedad, a virus, a gérmenes, a todo lo que no sirve para nada en este mundo. Porque a mi, un hombre ya adulto, ¿de qué le sirve tener una gripa a cada rato o un virus de estos cada mes? Si mi cuerpo no aprendió a defenderse cuando era más joven, ahora mucho menos lo va a hacer. No tiene sentido tener que pasar por esto una y otra vez, como si fuera una lección que no he podido aprender.

 Y ahora el calor. ¡Que asco! Solo duermo con un cobertor y tengo que hacerlo a un lado y quitarme la poca ropa con la que duermo. Desnudo me da algo de escalofrío pero me siento mejor, más fresco. Ese pequeño movimiento me ha costado toda una vida y ahora me siento exhausto. Debí estirarme un poco más y así hubiera abierto la ventana. Pero de pronto fue bueno no hacerlo, porque los insectos ya se están alborotando por todas partes.

 Me quedé allí, mirando el techo. Me doy cuenta de algunas manchas y después me acuerdo que no me importa, que de todas maneras estaré fuera de aquí en menos de tres semanas y que alguien más tendrá que preocuparse por eso. Doy la vuelta, para quedar acostado boca abajo. Así es como me gusta dormir y creo que no tiene caso forzarme a levantarme. Es domingo y eso es lo bueno. Puedo quedarme desnudo en la cama todo el día si eso es lo que quiero porque el domingo se hizo para eso, para no hacer nada, para tomarlo con calma y darse un respiro al final de la semana.

 No entiendo como hay gente que hace cosas el domingo. Sean lo que sean esas cosas, no debería pasar. Entiendo querer ir a dar una vuelta o a comprar algo pero no hacer diligencias como tal o estar de un lado para otro como un trompo sin poder disfrutar ni un poco del único día en el que en verdad no hay porqué hacer absolutamente nada. No lo soporto. Aquí boca abajo, me doy cuenta que es lo mejor que puedo hacer para no tener que enfrentarme al hecho de que esto, sea virus o lo que sea, no se va a ir de la noche a la mañana.

 Otra vez paso saliva y otra vez duele, como si estuviera pasando fuego por mi garganta. La siento cerrada, como un embudo que encima se ha apretado más. ¡Y ese maldito sabor a enfermedad! Lo odio y condeno a lo que sea que me dio este virus. ¿Qué o quién sería? Porque puede haber sido cualquiera de las dos opciones. Al fin y al cabo la noche anterior estuve lejos de ser un santo, de ser el modelo perfecto de joven occidental.

 Aunque dudo que eso exista. Cada uno de nosotros tiene sus líos, sus cosas raras en la cabeza, y pues si yo estoy jodido hay otra gente que está peor. Eso creo yo al menos. No se puede uno poner a pensar que algunos están menos desequilibrados o más sanos en lo relativo al cerebro. Todos estamos un poco locos y el que no tenga algún rastro de locura es que hay que tenerle mucho cuidado. Es mejor tener de donde enloquecer.

 Tomo fuerzas para ponerme de pie y voy rápido a abrir la ventana. Estoy de vuelta en la cama en apenas unos segundos pero el viajecito ha sido suficiente para marearme. Siento que todo el mundo me da vueltas y trato de calmarme, de respirar con calma y de sentir ahora la brisa, la poca brisa, que entra por la ventana. ¡Daría yo el dinero que no tengo por una habitación con una ventana y una vista decente! No sé quién les dijo a esta gente que era algo humano hacer ventanas para adentro.

 Pero es lo que hay y me sirve para tratar de calmar lo mal que me siento. Siempre que me enfermo me siento muy mal, mi ánimo baja al piso y soy susceptible a cualquier cosa. Todo me da más duro: suele ponerme más nervioso, las cosas que normalmente me dan rabia me dan aún más rabia y quisiera matar y comer del muerto. También empiezo a mirarme más en el espejo y condeno a mi cuerpo por ser inservible. Se ha dejado meter otro gol.

 Vitaminas. Eso es lo que debería tomar. ¡Pero son tan caras! Para un estudiante no es algo sencillo tener que comprar cosas que se salen de lo normal, cosas que no son lo que uno compra todos los días en el supermercado. Hay que sobrevivir con los nutrientes que tiene la comida que uno compra y yo al menos cocino y trato de variar.

 Nunca compro preparado porque siento que no tiene el mismo sabor. Además, creo que cualquier ser humano que se respete debe saber cocinar medianamente bien. No se trata de si a uno le gusta o no. Se trata de poder sobrevivir una vez se haya salido del nido, una vez no haya nadie que le haga las cosas a uno. Puedo decir entonces que, al menos en ese sentido, no tengo porqué preocuparme. Cocino recetas varias y, a pesar de que puedo mejorar la presentación, siempre son platillos ricos y tan balanceados como me lo permite mi presupuesto.

 ¡Mierda! No quería toser pero lo hice y ahora siento como si un gato se hubiese resbalado por mi garganta, con las uñas bien extendidas. El dolor es horrible y me hace dar ganas de quedarme allí para siempre. Giro la cabeza un poco y caigo en cuenta que tengo una botella de agua no muy lejos. El agua en estos casos sirve de poco de nada pero al menos refresca un poco. Me estiró como puedo, todo el cuerpo en agonía, y tomo la botella. La abro tan hábilmente como puedo y tomo un sorbo.

 Está tibia. Es asqueroso tomarla así pero no hay de otra. Otro sorbo y le pongo la tapa. En la cocina, en la nevera mejor dicho, tengo jugo de naranja. Pero lo que me vendría mejor sería una limonada. No es que tenga una herida abierta en la garganta o algo parecido pero es lo que siempre me ha funcionado mejor para estos malditos casos de virus indeseables. Pero para tener limonada abría que hacer una de dos cosas: o ir a comprar limones a la tienda y hacer el jugo yo mismo o ir al súper, más lejos, y ver si tienen las limonada ya preparada.

 Francamente, no tengo ganas de hacer ninguna de las dos cosas. Prefiero quedarme aquí y ver si puedo sudar el virus. He decidido que hoy voy a estar todo el día desnudo y que además no me voy a bañar. No quiero moverme de mi cama para nada. Creo que hay galletas y otras cosas en el armario. Voy a comer eso y si acaso, si tengo el empuje, iré por agua fría o jugo de naranja a la nevera. Me parece una larga caminata con este dolor de pies, piernas y cintura, pero la opción existe.

 El estomago gruñe pero no sé si es hambre o es que el virus es estomacal. No he comida nada raro. Sí he comido algo que no como normalmente pero no era nada extraño y fue en un restaurante. No tiene cara de ser un lugar donde repartan virus a diestra y siniestra. En fin.


 Aquí me quedaré entonces, en esta cama que no es mía, sintiendo el viento en mi trasero y mi espalda, tratando de controlar la cantidad de saliva que trago y de movimientos del cuerpo. ¡Maldito sabor en la boca! ¡Maldito verano que no viene solo sino mal acompañado!

miércoles, 10 de febrero de 2016

Ver y oír

   La sangre parecía estar viva. Se movía, expandiéndose por el suelo de concreto sin detenerse con nada. Era obvio que el piso había sido construido con un mínimo desnivel y ahora la mancha crecía como un tsunami en miniatura. Era fascinante ver como ese liquido, más aguado en unas partes y más espeso en otras, parecía comportarse como si no fuera más que el agua misma que toma cualquier ser vivo para seguir viviendo. Eso era, claro está, porque era agua con muchos minerales y vitaminas y demás. Ver esa expansión roja era fascinante.

 Los colores también eran un rasgo particular de la mancha. Había partes en los que ya se había empezado a secar entonces el color era muy oscuro, vino tinto, casi negro. Será que la sangre indica algo más profundo en nosotros que solo el contenido de minerales? De pronto ese color tan oscuro quería decir algo a gritos, quería denunciar a su portador por tener una semilla de maldad clavada en lo más profundo del alma o de la garganta o de donde fuera. Tal vez ese otro color rojo algo más brillante, casi invitando a acercarse para sentirlo, denunciaba otra parte de la personalidad de la persona.

 Su textura era una característica más. Hay sangres con más agua que nada y otras espesas, terriblemente espesas como el barro o la melaza. Está era una de esas sangres que se quedaban en todo, manchaba cualquier cosa que tocaba y parecía no detenerse de ningún manera, parecía querer decir aún más con su composición, untándose en todo como una mermelada horrible, oscura y asquerosa. El olor era fuerte, a hierro. Obviamente la dieta del personaje era de pura carne o algo por el estilo. Era increíble como ya empezaba a oler mal.

 La mancha empezaba a detenerse y ya no tenía el mismo impacto visual que antes. Brillaba pero con un brillo triste y vacío, como si ya no le interesara destacar más, como si su vida liquida se hubiese terminado antes de empezar. Había puntos en que se había convertido en una cosa pegajosa, fastidiosa, que alguien tendría que limpiar y que no estaría feliz de limpiar. Y no solo porque era sangre sino porque parecía que no iba a quitar con nada.

Además habían manchitas en los muros, de todos los tamaños. El asesino había salpicado para todas partes y no se había dado cuenta. Una parte del muro, cercana al piso, parecía una de esas pinturas vanguardistas que son un poco de pintura chorreada sobre el lienzo. Pues esto era igual pero sin intención. Si alguien pudiese cortar ese pedazo de muro y llevárselo a su casa o exponerlo en una galería o un museo, seguramente se ganaría un dinero y no sabría como se había creado semejante obra maestra, venida de la cabeza de un miserable.

 Y era la cabeza, que ya había dejado de ser como era cuando estaba vivo,  la que era el aspecto más horrible de la escena pues ya no se veía como había sido sino todo lo contrario. Seguramente sería lo primero que alguien vería al entrar, seguido de la mancha de sangre que seguro pisarían decenas de personas al encontrar el cuerpo, porque obviamente lo terminarían encontrando. Esa pobre cabeza, que no había pensado mucho en su vida, ahora ya nunca iba pensar en nada, ya no reflexionaría sobre si fumar otro cacho de marihuana o tomar una cerveza. Ya no pensaría en el futbol de los fines de semana o en el sexo de las mujeres.

 Las piernas estaban erguidas. Es decir, el cuerpo estaba acostado en el piso, mirando hacia el techo, pero las piernas formaban un triángulo, con los pies bien apoyados sobre el suelo, igual que el trasero. De pronto había querido levantarse, de pronto había pensado que podía huir en algún momento, que iba a poderse levantar y salir corriendo con esas piernas que seguían erguidas pero pronto colapsaría bajo su propio peso. Es feo decirlo, pero esa posición hacía que el cuerpo se viera ridículo, más porque el final de los pantalones quedaba muy arriba y se le veían unas medias que parecían del canasto de los descuentos.

 Era obvio, tan solo por la ropa, que quien sea que fuera el pobre desgraciado, no había sido una persona de dinero ni de buen gusto. La ropa no combinaba en lo más mínimo y aún con el rojo de la sangre, los colores desentonaban demasiado: los zapatos eran deportivos y blancos, ya muy gastados y sucios. Las medias eran azul de escuela, de ese que la gente solo debería usar cuando es menor de dieciocho años. Los pantalones eran de un color naranja enfermizo, no de ese lindo naranja del jugo de las mañanas sino de un color que parecía vomito inducido por mucha cerveza. Tenía una chaqueta deportiva verde que cerraba el atuendo.

 Y allí yacía el cuerpo y el asesino ya se había ido, se había cansado de ver la sangre moverse y no estaba en una película como para quedarse a ver que pasaba con todo. Había limpiado lo que tenía que limpiar, no había cogido nada ni movido nada de su sitio, y simplemente se había ido sin más. El cuerpo estaba allí desde hacía varias horas pero ya los insectos habían comenzado su lenta marcha, los que comían la sangre endurecida y los que empezaban a alimentarse del interior del cuerpo.

 La escena era horrible, eso sin duda, pero también era ridícula y hasta divertida si una sabía verla, pues hay que tener todos los elementos a la mano para comprender. En cierta medida la escena era como una pintura, más gráfica que la de la pared, más figurativa y concisa. Tenía códigos claros por todos lados.

 Por ejemplo, era ya un poco difícil de ver pero se podía con un esfuerzo, el personaje tenía alrededor de su cuello unos audífonos. Ahora bien, no era cualquier tipo de audífonos. Alguien versado en el tema, sabía que precisamente esos tenían un costo bastante elevado entre los que había disponibles en el mercado. La marca era de un músico famoso y la utilizaban más que todo otros músicos, fuese para componer o digitalizar o para hacer mezclas. Y bueno, había uno que otro que los compraba porque tenía el dinero y quería escuchar música en los mejores audífonos disponibles. El muerto era uno de esos.

 Sin embargo, el sangriento cable de los audífonos estaba ya sumergido en el liquido rojo y no iba a ningún lado. Es decir, no estaba conectado. Muchos podrían pensar que simplemente se habían desconectado cuando el asesino tendió al pobre miserable en el suelo pero con la fuerza que la cabeza parecía indicar, el cable se hubiese roto, habría algo partido en dos o en tres o pedazos de alguna parte esencial o algo por el estilo. Pero no había nada. Eso solo indicaba que el mismo muerto había desconectado los audífonos o que, posiblemente, jamás los conectaba.

 Esto puede sonar extraño pero con tanta gente que compra cosas que no usa, sola para lucirse ante nadie en particular, pues no suena tan extraño. Además el tipo en su habitación no tenía mucha música que digamos. El portátil estaba encendido con una lista de canciones y sí eran bastantes, pero todo el mundo tenía una lista parecida. No había nada que indicara que este pobre hombre fuera más fanático de la música que nadie más.

 Lo otro era la cabeza, esa destruida cabeza. Viéndola con detenimiento, y no era fácil hacerlo, se podía notar que la parte más atacada había sido una de las sienes. Lo habían golpeado o pateado en la sien varias veces, cerca al oído. El oído que usaría para escuchar las canciones. Todo tenía una aura de sonido que no se podía negar y que seguramente los detectives ignorarían pues a veces lo más evidente es lo que se deshecha más fácil.

 La prueba más clara era el portátil. Si hubiese alguien para oprimir la tecla que reproduce la música, se hubiese dado cuenta que el volumen era simplemente exagerado para un pobre desgraciado en su pequeña habitación. Más aún cuando el portátil tenía conectados unos altavoces que elevaban el sonido aún más. Y todavía más cuando esos altavoces estaban al lado de una ventana abierta que daba a un patio interior del edificio en donde vivía el muerto y, muy seguramente, su asesino. Así que, de nuevo, no hay sorpresas ni grandes revelaciones para quienes abren un pocos sus ojos, y oídos.


 Podría uno decir que se lo buscó. Podría uno decir que el castigo fue mucho más violento que los cientos de mañanas en las que ese idiota había puesto el volumen hasta el techo, interrumpiendo el sueño de todos. Sin duda fue una acción desmedida para cortar con ese torrente de sonido, con el irrespeto y con la falta de racionalización. Pero sin embargo todo lo que podamos pensar ya no sirve de nada. Porque nadie nunca pensó. Ni el uno ni el otro ni pensarían quienes levantarían ese cuerpo, ni quien limpiase esa sangre ni el próximo miserable que viviese allí y se atreviera a subir el volumen.