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lunes, 3 de julio de 2017

El monstruo interno

   Durante mucho tiempo había aprendido a mantener la calma. No era nada fácil para él pero había tenido que esforzarse al máximo en ello. Años de experiencia le habían enseñado a que lo mejor que podía hacer era no caer en la tentación de usar lo que tenía dentro de sí. El mundo no podía saber lo que él era, fuese lo que fuese. No tenía una palabra para describirse a si mismo pero sabía muy bien que los demás encontrarían varios adjetivos para calificarlo en poco tiempo.

 Lo llamarían “monstruo” o “bestia”. De pronto algo menos radical pero seguramente una palabra que marcara con letras rojas lo poco natural de su verdadero ser. Y la realidad del caso era que él no podría contradecirlos pues estarían en lo correcto. Hasta donde él tenía conocimiento, era él único ser vivo que pudiese hacer lo que él hacía. Aunque podría haber otros, escondidos como él, viviendo vidas en las que también se estarían esforzando por mantener una fachada.

 Nadie nunca comprendería lo difícil que era. Nadie nunca sabría lo cerca que había estado, una y otra vez, de hacer cosas que luego habría lamentado. Aprender a respirar había sido una de las mejores lecciones en su vida. Sus pulmones no operaban por cuenta de su biología sino de su mente, al igual que su nariz y su boca y todos los demás órganos y apéndices que tuvieran algo que ver con respirar. Porque eso era lo que tenía que hacer y nunca podría hacer menos.

 Algunas veces, a lo largo de su vida, sintió que la gente podía ver a través de su disfraz. Una mirada acusadora o aterrorizada, alguna palabra que encendía las alarmas. Varias cosas habían encendido la alarma que tenía en su mente y que le alertaba que estaba en peligro inminente. No había sido por menos que había cambiado de escuela varias veces en su juventud. Sus padres no sabían sus razones pero siempre lo habían entendido y escuchado, a pensar de no entender sus razones.

 Ellos ahora estaban lejos y eso había sido a propósito. Apenas pudo, se fue de casa y los alejó con palabras y hechos. Y ellos jamás insistieron porque de alguna manera sabían lo que él era sin que una palabra hubiese sido jamás pronunciada. Eran buenas personas e hicieron lo mejor que pudieron o al menos eso pensaban. Él nunca se detuvo mucho en pensar en ello, porque después de adquirir su independencia todo sería por cuenta propia. Eso era precisamente lo que quería pues así sería más fácil dominar lo verdadera de su ser.

 Fue pasando de un trabajo al otro, sin estudiar. Solo cuando tuvo suficiente dinero ahorrado pudo concentrarse en adquirir cosas, algo que la mayoría de seres humanos desean toda su vida. Él no deseaba mucho pero tenía que tener un hogar y cosas propias para no perder las riendas de su vida. Por eso trabajó desde joven y, con esfuerzo y dedicación, pudo comprar un pequeño lugar del mundo para él solo. No era mucho para nadie pero para alguien como él tendría que ser suficiente.

 Era un apartamento en una zona desprotegida de la ciudad. En los alrededores había drogadictos y prostitutas pero si se caminaba un poco se llegaba a uno de los lugares más agradables de toda la urbe. Era una de esas ironías de la vida moderna en las que nadie nunca piensa demasiado, pues hacerlo puede ser perjudicial para la salud mental. Pronto, él se hizo amigo de aquellos moradores de la noche y pronto lo consideraron otro más de ellos, a pesar de que era algo más.

 Sus días giraban alrededor del trabajo. Lo hacía desde que el sol salía, y a veces un poco antes, hasta el anochecer o poco después. Las horas extra no les molestaban en el trabajo, con o sin paga. Si la mente estaba ocupada era más fácil calmar los fuegos que se atormentaban dentro de él. Cuando estaba organizando algo o ocupado en general, su mente solo se dedicaba a esa sola tarea y a ninguna más. Sus jefes siempre admiraban eso de él y se preguntaban como lo lograba. Era un secreto.

 Cuando no estaba en el trabajo, sin embargo, tenía que ir a su miserable hogar. Era propio pero era un hueco escondido del mundo. Esa era la parte que le gustaba de su guarida. En ella vivía con un gato que veía con frecuencia pero que no consideraba exclusivamente suyo. Era como un ocupante que iba y venía, sin importar el alimento o el calor de hogar. Su pelaje era extremadamente blanco, como un copo de nieve, y nunca lo llevaba sucio. El animal tenía secretos propios.

 En ese hogar dormía y comía y cuando no podía hacer ninguna de esas dos cosas se dedicaba a labores que demandaran su completa atención. Así era como había aprendido a bordar, a arreglar instalaciones eléctricas y muchas otras cosas que requerían una precisión impresionante. Además, todo ello lo cansaba y lo enviaba pronto a la cama. Dormir es un premio enorme para alguien que no sabe en que momento puede surgir la tormenta que lleva en su interior. Soñar, por otro lado, es un arma de doble filo que debe usarse con cuidado.

 Pero claro, nadie puede controlar por completo sus sueños. Así fue como una noche, en la que llovía a cantaros, este pobre hombre tuvo una horrible pesadilla. En ella, una criatura con cuerpo de araña pero cara humana se le presentaba de frente, después de perseguirlo por largo tiempo. Cuando lo hizo, él estaba envuelto en su red, apunto de ser convertido en alimento. Pero fue entonces cuando la cosa le dijo algo, al oído. Nunca pudo recordar las palabras pero fueron ellas las que desencadenaron el caos.

 Despertó pero, cuando miró alrededor, todos los objetos de la habitación estaban flotando, al menos medio metro sobre el suelo. Por un momento, se sintió como si estuviese congelado en una fotografía, como si el mundo hubiese sido detenido por alguien. Pero el mundo no se detuvo para siempre. El mundo retomó su velocidad, haciendo que todo lo que había sido levantado cayera de pronto al suelo, causando un alboroto de proporciones inimaginables en toda la ciudad.

 Porque lo que pasó no ocurrió solo en su habitación o solo en su apartamento. Se sintió en todo el mundo. El dolor de cabeza que sentía al poder moverse fue la alarma que le avisó que algo no estaba bien. Sentía que la cabeza se le iba a partir en dos, que todo lo que había tratado de retener por tanto tiempo estaba a punto de salir disparado por una grieta en su cráneo, por sus ojos y por su boca. Se sentía mareado y ahogado. Intentó calmarse pero era demasiado difícil, como si él mismo se resistiera.

 De alguna manera logró oír los gritos del exterior. La luz de la mañana le brindó un sombrío panorama a través de la ventana de la habitación. Afuera, algunas personas parecían fuera de sí. Había automóviles al revés, llamas un poco por todas partes y cuerpos humanos inertes por todas partes. Por eso gritaban las personas. Algunos de los cadáveres estaban en lugares a los que no podrían haber llegado por su propia cuenta. Todo el mundo supo que algo inexplicable había ocurrido.

 Eso ocurrió hace cinco años. Buscaron respuestas por todas partes pero nadie nunca supo dar una que pudiese convencer a los millones de afectados. Familias habían sido destruidas y nadie tenía idea de porqué o de cómo. Hubo ceremonias por doquier y un luto más que doloroso.


 Con el tiempo, la gente olvidó o al menos fingió hacerlo. El único que no pudo hacerlo fue la persona que había causado semejante evento catastrófico. Nunca supo como lo hizo pero sabía que podría pasar de nuevo. Por eso seguía entrenándose, día tras día.

lunes, 15 de mayo de 2017

Hallazgos

   Viajar parecía cada vez más rápido. Era la segunda vez en el año que Roberto tomaba el transbordador que lo llevaría de la ciudad de París hacia Hiparco, la ciudad más poblada de Tritón. El viaje tomaba un día entero pero con la tecnología disponible no parecía ser más que un viaje en taxi. Cuando los pasajeros se despertaban de su sueño causado por un gas especial que soltaban al momento del despegue, sentían como si apenas acabaran de subirse al vehículo y no notaban los miles de millones de kilómetros recorridos.

 Hiparco era una ciudad muy activa. No solo porque era una de las más cercanos al Borde, sino porque se había convertido en el refugio de artistas incomprendidos y científicos que querían probar nuevas teorías. Era una ciudad sumergida en los grandes conceptos y por todo lado se podía ver gente tratando de lograr algo completamente nuevo. No era de sorprender que de allí hubiese salido una de las óperas más famosas jamás compuestas y un tipo de plástico que ahora todo el mundo utilizaba.

 El trabajo de Roberto consistía en algo muy sencillo: vender. Claro, la gente lo podía pedir todo por una computadora y poco después algún robot se lo entregaría casi sin demora. El problema era que muchas veces las personas querían un trato más cercano, con un ser humano mejor dicho. Aparte, Roberto no solo vendía sino compraba y esa era en realidad su actividad primaria. Iba de ciudad en ciudad viendo que podía encontrar, ojalá objetos valiosos de épocas pasadas.

 El negocio era familiar y había sido su abuelo el que lo había fundado hacía unos cien años. Desde ese entonces, por la tienda de la familia habían pasando incontables objetos de diversos usos. Roberto había llegado a Hiparco buscando nuevas adiciones. La mayoría era para vender pero muchos de los verdaderamente valiosos se quedaban con la familia. En parte era por el valor pero también porque adquirían una importancia sentimental fuerte, que parecía ser característica de la familia.

 En Hiparco, Roberto visitó en su primer día a unas diez personas. Estos eran los que querían ver los nuevos avances o necesitaban ayuda con sus compras. Ese primer día era para él siempre sumamente aburrido, pues resultaba algo rutinario y no tenía ningún interés verdadero en mostrarle a nadie como se reparaba su aspiradora de última generación. Los días que disfrutaba de verdad eran el segundo y el tercero. Eso sí, jamás se quedaba más de tres días en una misma ciudad, o sino no terminaría de hacer sus viajes por el sistema solar nunca.

 El segundo día en Hiparco era el emocionante. Roberto se despertó temprano y salió a caminar por los hermosos senderos de la ciudad. Tritón estaba en proceso de terraformación y por eso solo la gran ciudad tenía verde. El resto del satélite estaba completamente muerto, como lo había estado hacía muchos años durante la época del padre del padre de Roberto. Daba un poco de susto pensar en que en ese entonces el lugar donde él estaba parado no era más sino un arrume de piedras y polvo.

 Su primer destino fue el mercado de la ciudad. Allí siempre encontraba aquellos que tenían algo que ofrecer. En efecto, no había estado ni cinco minutos allí cuando empezó a charlar con una mujer que vendía tabletas de ingestión. Al decirle su trabajo, ella saltó y le ofreció mostrarle uno de los mayores secretos de su familia. Roberto tuvo que esperar un buen rato para que la señora buscara su objeto, cosa que no le hizo a él mucha gracia. Perder el tiempo no era algo productivo.

 Cuando volvió, la mujer tenía en las manos una bolsita de cuero. Roberto sabía que era cuero porque lo había tocado varias veces pero era uno de esos materiales que nunca deja de sorprender. Este en particular, era extremadamente suave y oscuro, como si el proceso para fabricarlo hubieses sido dramáticamente distinto al de otros cueros. La señora dejó que el hombre tocara la bolsita un buen rato hasta que decidió tomarla y mostrarle lo más importante: el interior.

 Adentro, había algo que Roberto no esperaba ver. Era algo tan poco común como el mismo cuero. Gracias a sus conocimientos y algunos recuerdos vagos de infancia, supo que lo que veía adentro de la bolsita eran monedas. Sacó una con cuidado y la apretó entre dos dedos. Era sólida como roca pero con una forma redonda muy bonita. Lo más destacable era que estaba muy bien conservada; las dos caras seguían teniendo el relieve original que tenía una imagen diferente en cada lado.

 Al preguntarle a la mujer por el origen de las monedas, ella confesó que había sido su marido el que había guardado esa bolsita por años. Ella la encontré después de él haber muerto, no hacía sino algunos meses. Dijo que las monedas no tenían para ella ningún significado y que preferiría algunos créditos extra en su cuenta y no unos vejestorios por ahí, acumulando polvo en su casa. El obro le pagó de inmediato y salió con su hallazgo del mercado. Tan feliz estaba que decidió no recorrer la ciudad más ni seguir buscando objetos para comprar. Quería volver a su hotel deprisa.

 Allí, revisó individualmente el contenido de la bolsita de cuero. Contó ocho monedas adentro. Pero cuando vacío el contenido sobre el escritorio de la habitación, pudo ver que había algo más allí. Era algún tipo de tecnología antigua, tal vez hecha al mismo tiempo que las monedas. Era un objeto plano, de color brillante. Su tamaño era muy pequeño, más o menos igual que un pulgar humano, y era ligeramente rectangular, casi cuadrado. Roberto lo revisó pero no sabía lo que era.

 Como ya era tarde, decidió acostarse para en la mañana tratar de hacer más compras antes de tener que volver a la Tierra. El transbordador salía a medio día así que debía apurarse con sus compras. Sin embargo, a la mañana siguiente, Roberto no encontró nada que le interesara. Nadie tenía nada más importante que las monedas y eso era lo único que a él le interesaba, pues no hacía sino pensar en ellas. Y también en el misterioso objeto de color brillante, que parecía salido de un sueño.

 Cuando terminó su ronda infructuosa, regresó al hotel a recoger sus cosas. Tomó su maletín de trabajo y salió hacia el transbordador. En lo que pareció poco tiempo llegó de vuelta a casa, donde tuvo la libertad de revisar las monedas a sus anchas. Por su investigación, que duró apenas unas horas, pudo determinar que se trataba de un tipo de dinero utilizado en una zona determinada de la Tierra, muchos años en el pasado, de la época de su bisabuelo.

  Cada moneda tenía un lado único, diferente, lo que las hacía más hermosas. Su meta sería conseguir más, para ver que tan variadas podrían ser. La búsqueda de información sobre el otro objeto no fue tan fácil como con las monedas. Todo lo que tenía que ver con tecnología era difícil de rastrear por culpa de la misma evolución de todo lo relacionado con el tema. No fue sino hasta una semana después cuando un coleccionista le consiguió un libro que explicaba que era el objeto.

 Debió usar guantes para no destruir el libro. El caso es que había una foto de su hallazgo y se le llamaba “Tarjeta de memoria”. Era un dispositivo en el que se transportaba información hacía muchos años. Es decir, que adentro podría tener mucho más de lo que cualquier otro objeto le pudiera proporcionar a Roberto.


 La felicidad le duró poco puesto que los lectores de esa tecnología ya no existían. Ni siquiera los museos tenían algo así y menos aún que sirviera todavía. Así que por mucho tiempo, Roberto se preguntó que secretos guardaría ese pequeño fragmento de plástico en su interior.

lunes, 17 de abril de 2017

Pablo, hoy

   Como muchas veces antes, soñé que mi vida era mucho más emocionante de lo que en verdad es. Tenía amigos y estaba en un lugar diferente y creo que sentía que las cosas estaban en movimiento, que todo cambiaba con frecuencia o al menos con cierta regularidad. Para pensar así a veces no necesito quedarme dormido sino que con soñar despierto es suficiente. Y no tengo que imaginar nada, solo remontarme a un pasado inmediato, cuando todo parecía estar lleno de posibilidades.

 Pero, al parecer, ellas no están ahí. Claro que me dicen que debo ser persistente y que algo saldrá eventualmente. Yo no soy tan optimista y de pronto por eso no consiga nada. ¿Pero que hago? ¿Cambio mi manera de ser para conseguir algo que francamente me aterroriza encontrar? No me enorgullece decir que nunca he trabajado en mi vida para ganarme nada. Mejor dicho, nunca me he ganado nada con el sudor de mi fuerte o el esfuerzo de mi cerebro. Nunca ha ocurrido.

 La vida en sociedad dicta que eso es lo que debo hacer ahora, debo ser productivo a la sociedad, debo servirle de algo a alguien, supuestamente más que todo a mi mismo. Pero la verdad, la clara y honesta verdad, es que yo no siento que necesite hacer nada para comprenderme mejor, Creo que el nivel de entendimiento al que he llegado conmigo mismo es más que suficiente. Y puede que eso suene a excusa barata pero, de nuevo, no puedo fingir que las cosas son diferentes a como son.

 El caso es que se supone que deba trabajar y en esa búsqueda he estado ya varios meses. Los primeros tres meses de vuelta, lo confieso, nunca busqué nada de nada. No hice ningún esfuerzo. Estaba mental y físicamente agotado. No sabría explicar muy bien las razones para esa apatía o cansancio pero así fue y decidí que hasta después de Año Nuevo, no iba a hacer nada de nada. Y así tal cual lo hice. Así que si nos atamos a los hechos, he estado buscando trabajo por casi cuatro meses.

 Y nada. Lo único que he recibido son llamadas de dos lugares, para atender teléfonos en otro idioma y hacer yo no sé que cosas. Al comienzo lo pensé, lo consideré. Pero al final de cuenta me di cuenta que no puedo hacerlo por el tiempo y dinero invertido en una educación de calidad. No puedo terminar haciendo algo por debajo de mi nivel académico y sé que eso puede sonar ofensivo, y tal vez lo sea, pero es la realidad de las cosas, y no la puedo cambiar porque así es. Estudié y estudié y eso no lo puedo tirar a la basura en dos segundos.

 El problema está en que a nadie parece importarle que yo haya estudiado tanto. En el mundo de hoy lo único que se necesita es alguien que se deje utilizar. La única manera de evitarlo es teniendo alguna palanca, alguna amistad metida en algún lado que lo pueda ayudar a uno a obtener un empleo. Ni siquiera tiene que ser una buena amistad, basta con tener que deber un favor que después se cobrará, de una manera o de otra. Pero yo no tengo esas amistades entonces ese camino no existe para mí.

 Debo tomar el camino de intentar e intentar e intentar y ver si en algún momento a alguien le importa mi existencia. Sé que suena fatalista y dramático pero así son las cosas. A la gente se le olvidan las cosas después de que suceden, por eso me miran como si fuera un perro verde, porque no recuerdan cuando ellos mismos estaban en mi lugar. Eso sí, si es que alguna vez estuvieron allí porque puede que sus vidas hayan sido tan diferente que simplemente no entienden mi situación.

 No importa que nadie entienda nada. Por lo menos a mi me da igual. Yo quisiera que solo una persona se fijara en lo que puedo hacer, que no es mucho pero es algo y ahí empezara todo para mí. Porque es bien sabido que el empleo es el que hace a la persona. Sin él, nadie es nada. ¿O porqué será que cuando hablas con alguien por primera vez, lo primero que preguntan es “Y que haces en la vida”? Yo nunca tengo respuesta y por eso no he conocido a nadie desde mi época de la universidad.

 Ese cuento de que a la gente le gustan las historias de esfuerzo y originalidad es exactamente eso, un cuento para niños que no tiene ninguna base real. A la gente lo que le encanta es alguien que tenga un empleo despampanante, así no pague ni para envenenarse. Podrías decir que eres actor o que eres ayudante en alguna compañía. Da igual porque la respuesta sería la misma: las personas quedarían encantadas porque se dan cuenta de que tienes una seguridad como la de todos.

 O casi todos. La gente pierde el interés rápido cuando no tienes para decir lo que quieren oír. No se quedan por las historias que no terminan en dinero. Puedo que eso suene duro pero casi siempre es la verdad, a menos que se trate de una amistad o un amor que se construyó por otro lado. En ese caso las cosas cambian. De resto, dinero. Suena a que culpo a mi falta de empleo de mi falta de vida sentimental y de hecho creo que tiene todo el sentido pero me importa tan poco esto último, que la verdad me tiene muy sin cuidado esa particular consecuencia.

 En este tiempo tampoco es que no haya hecho nada. Como dije antes, me he conocido más a mi mismo y no voy a decir que eso sea bueno o malo, es solo un hecho. Además he podido pasar más tiempo con mi familia y darme cuenta de lo mucho que los quiero. A veces me dan ataques de pánico porque sé que los estoy decepcionando, sé que ellos pensaron en muchas cosas para mí, sé que quieren otra vida para mí. Pero aquí estoy, un fracaso y todos los días trato de remediarlo.

 Solo me interesa que ellos estén bien y contentos. La demás gente no me interesa tanto. De nuevo, puedo parecer cruel pero la verdad no se va por las ramas y prefiero no hacerlo yo. Quisiera tener una vida de esas como las de todos para que ellos no se preocuparan por mi. Ese podría ser mi único deseo de verdad en la vida porque de resto, no me interesa tener nada material o inmaterial. La tranquilidad es lo único que busco y eso incluye el codiciado dinero.

 Porque hay que admitirlo: en este mundo, sin dinero, las personas no son nada. La gente no viene a ver espectáculos patéticos de gente que se esfuerza. Eso es para el cine, donde las cosas tienen una magia especial que interesa a las masas. Pero la realidad dicta que si no estás produciendo nada, ni para ti ni para los demás, simplemente no eres nadie. Y así es. En este momento de mi vida me he dado cuenta que yo, para la sociedad, no existo. Y no me he sorprendido con la noticia.

 Es una de esas cosas que se saben así, sintiéndolas y ya. Yo hago el esfuerzo de enviar hojas de vida todos los días. Debería intentar más con otras cosas, aumentar mi energía. Pero de nuevo, no me engaño. Jamás seré nadie más que yo y yo no soy una persona tremendamente activa y participativa y no lo voy a ser ahora porque no quiero. A estas alturas no voy a engañar a la gente y a mi mismo con una actuación que seguramente no podré mantener por el resto de mis días, y eso es lo que se me pide.

 Seguiré como estoy porque no sé que más hacer. O mejor dicho, sí sé pero no quiero pensar en esos caminos poco frecuentados porque requieren un valor que yo simplemente no tengo. Requieren de mi mucho, demasiado. Y me confunden.


 Llorar a veces, nervios siempre y dolores frecuentes. No soy una persona así que no debería sentir nada de eso. Por eso oculto lo que me ocurre por dentro para poder seguir, hacia donde sea que sea adelante. Tanteo el camino y sigo porque no tengo ninguna otra opción.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Primeras veces

   Toda vez que fuese la primera, me ponía nervioso. Era algo que me pasaba desde que era pequeño y tenía que ir a la escuela, de nuevo, cada año. El primer día de clases era una tortura pues muchas veces era en un lugar nuevo, con personas nuevas. Y cuando no lo era, no estaba seguro de si quedaría con mis amigos o con otros con lo que no simpatizaba mucho que digamos. Era una tortura tener que vivir esa incertidumbre una y otra vez. Esto no era nada diferente.

 Me había mirado la cara varias veces antes de salir, en el espejo del baño y en el que había en el recibidor. Tenía la sensación de que no iba bien vestido pero tampoco sabía como solucionar el problema. Me había puesto ropa formal pero no nada muy exagerado tampoco. No quería que creyeran que estaba teniendo alucinaciones, creyendo que me iban a contratar como el ejecutivo del año en la empresa o algo por el estilo. Solo quería dar a entender que era responsable y ordenado.

 Decidí salir con tiempo por dos razones: eso me daba la posibilidad de tomar el bus que iba directo y era más barato que un taxi pero también me daba la oportunidad de relajarme un poco y no estar tan tenso. Esa era la idea al menos porque la verdad no me calmé en los más mínimo durante todo el recorrido y eso que fue de casi una hora. El efecto había sido el contrario: esperar y esperar aumentaban mi tensión y podía sentir dentro de mi como me circulaba la sangre, haciendo mucha presión.

 El autobús lo tuve que esperar algunos minutos, cosa que no redujo mucho aquella tensión. Iba con tiempo y se suponía que nada de eso me tenía que poner tenso y, sin embargo, estaba moviendo los pies sin descanso y daba vueltas en la parada como si fuera un tigre esperando que lo alimenten. Las personas que estaban en el lugar me miraban bastante pero no parecían interesados de verdad sino solamente curiosos. Al fin y al cabo, para ellos todo el asunto no era nada nuevo.

 Ya en el bus, tuve un momento de indecisión para  elegir la silla en la que iba a sentarme. Tanto me demoré en decidir que las sillas se ocuparon y tuve que mantenerme de pie, con la mano firmemente agarrada a uno de los tubos que pasan por encima de las cabezas de los pasajeros. Mi mano parecía querer pulverizar el tubo y varias veces tuve que recordarme a mi mismo que tenía que respirar y relajarme, no podía seguir así como estaba o simplemente moriría de un infarto. Cerrar los ojos y respirar lentamente fue la clave para no morir allí mismo.

 El viaje en el autobús se sintió mucho más largo de lo que había esperado. Eso sí, me tomó una hora ir de un punto a otro pero como estaba tan desesperado, había vivido el recorrido como si la distancia hubiese sido el triple. Lo peor fue cuando, en un momento dado, sentí que estaba sudando: una gota resbaló desde la línea de mi cabello, por todo el lado de mi cara, hasta el mentón. Allí se había quedado y luego caído al suelo del bus. Obviamente sentía que todos me miraban, pero nadie lo hacía.

 Cuando el autobús paró para recoger pasajeros, aproveché para limpiarme la cara. No estaba tan sudoroso como pensaba pero de todas maneras me limpié y traté de mantener la calma. Tratando de no ser muy evidente, me revisé debajo de las axilas muy sutilmente para saber si había manchado la camisa recién planchada que tenía puesta. Sí se sentía un poco húmedo pero no tanto como yo pensaba. Traté en serio de respirar pero no me sentía muy bien. Sentía que me ahogaba.

 Traté de no hacer escandalo. Respiré como pude por la nariz y apreté el tubo al que estaba garrado con mucha fuerza. Creo que una lágrima me resbaló por la cara pero no lo hice mucho caso. Solo traté de poder respirar un poco más. Cuando sentí que el oxigeno fluía de nuevo, tomé un gran respiro y me limpié la cara. Fue entonces que, como por arte de magia, me di cuenta que por fin había llegado adonde quería estar. Casi destruyo el botón de parada del bus con el dedo.

 Apenas bajé, sentí como si el mundo por fin estuviese lleno de aire para respirar. Estaba temblando un poco y me di cuenta de que casi había tenido una crisis nerviosa. Ya de nada servía seguirme diciendo que me relajara y que no tenía razones para preocuparme. Todo eso no servía para nada puesto que yo siempre vivía las cosas de la misma manera, nada puede cambiar el hecho de que me den nervios al estar tan cerca de algo que me pone en una tensión increíble. Así soy.

 Tenía que caminar un poco para llegar adonde necesitaba. Tenía aún unos cuarenta y cinco minutos para respirar el aire de la ciudad, relajarme cruzando por andenes y un parque pequeño, hasta llegar a un conjunto de torres de oficinas que parecían haber sido construidas hacía muy poco tiempo. Automáticamente, saqué mi celular para revisar la dirección, a pesar de haberla buscado un sinfín de veces antes de salir. Solo quería asegurarme de que todo estuviese bien. Me detuve un momento para tomar aire y entonces me dirigí a uno de los edificios.

  Me revisó un guarda de seguridad y luego pasé a la recepción para decir que venía por una entrevista de trabajo. Se suponía que era una formalidad, pero yo nunca me he creído eso de que las cosas estén ya tan seguras antes de hacerlas. No creo que nada sea seguro hasta que hay contratos o hechos de por medio que lo garanticen. Por eso estaba nervioso y por eso siempre lo estoy cundo se trata de cosas que pueden irse para un lado o para el otro. Nada es cien por ciento seguro, ese es mi punto.

 La joven recepcionista me dijo que tomara el ascensor al séptimo piso. Me dio también una tarjeta para poder pasar por los torniquetes de acceso al edificio. Fue un momento divertido pues era como entrar a una estación de tren pero sin viajar a ningún lado, a menos que se cuente el corto trayecto en ascensor como un viaje. Apenas entré en el aparato, dos personas más lo hicieron conmigo pero se bajaron bastante pronto. Solo estaba yo para ir al séptimo piso. El ascensor no hacía ruido.

 Cuando se abrieron las puertas, tuve que tomar otra bocanada de aire. Me sentí muy nervioso de repente y tuve que caminar despacio hasta una nueva recepción, donde otra joven mujer me miró un poco preocupada pero pareció olvidar su preocupación cuando le dije a lo que venía. Marcó un número en un teléfono, habló por unos pocos segundos y entonces me dijo que esperara sentado a que vinieran por mi. Frente a ella había algunas sillas donde se suponía que debía esperar.

 Pero elegí no sentarme, ya había estado mucho tiempo sentado en el bus. Quería estirar un poco la espalda puesto que el retorno a casa iba a ser del mismo modo. Con la mirada recorrí el lugar y detallé que no había cuadros de ningún tipo en el lugar, ni siquiera afiches o algo por el estilo. Todo era gris, casi tan lúgubre como el espacio de trabajo de un dentista. No había nadie más en la sala de espera. Solo estábamos yo y la señorita recepcionista que parecía estar leyendo una revista.

 El ascensor se abrió en un momento dado y salieron algunas personas, todas evitando mirarme a los ojos. Me pareció algo muy raro, aunque no del todo extraño. Volvían al trabajo de comer y seguro tendrían sueño en unos minutos. Era la parte más difícil del día.


 Por fin, la persona que había venido a ver vino por mi. Sentí que era mis piernas las que me hacían mover y no yo. Nos dirigimos a su oficina y fue muy amable. Tan amable de hecho que su primera pregunta fue: “¿Cuando puedes empezar?”