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sábado, 24 de septiembre de 2016

Reír en un funeral

   No pude contener la risa que se acumulaba dentro de mi cuerpo. Fue como cuando se agita mucho una bebida gaseosa y está estalla porque tiene que haber una manera de liberar toda la presión generada. Así me sentía yo excepto que lo que había generado mi carcajada no era presión sino un recuerdo de lo más privado que había surgido en el peor momento posible. Estaba en un entierro, en el entierro de la persona con la que había compartido ese recuerdo. Más de una persona me miró como si yo mismo lo hubiese matado o algo peor.

 Lo habían matado sus ganas de aventura, su afán por estar en todas partes haciendo un poco de todo lo que hacían los demás. Él no podía quedarse atrás, no soportaba vivir una vida sin emociones ni nada que lo sacudiera de su asiento. El día que lo conocí me di cuenta de ello pues había acabado de llegar de un viaje de varias semanas por el Amazonas. Le contaba a todo el que quisiera sus aventuras por el río y por la selva. El contaba todo como si fuera muy gracioso pero había muchas anécdotas que no tenían nada de eso. Y sin embargo él se reía de sus propias vivencias.

 Le parecía muy chistoso que se hubiese cortado con una rama y que varias pirañas le hubiera mordido los pies antes de que lo hubiesen podido sacar del agua. Igual que casi haber pisado una anaconda y encontrarse con varias criaturas excesivamente venenosas. Él lo veía todo como una verdadera aventura y parecía ignorar el peligro en cada una de las situaciones. Cuando lo conocí mejor me di cuenta de que se preocupaba pero sus ganas de vivir eran mucho más grandes que eso. Quería estar y hacer todo lo que se pudiera y eso fue lo que me enamoró de él.

 Yo nunca fui ni parecido a como era él, tan lleno de vida y arriesgado en todas sus decisiones. De hecho, yo siempre he ido a lo seguro en mi vida. Por eso me sorprende recordar que fue él quién me llamó después de ese primer encuentro. Fue él quien quiso conocerme a mi y creo que ese es uno de los misterios más grande que jamás podré resolver. No me explico como alguien como él se interesó en alguien como yo. Y sin embargo empezamos a salir y nos divertimos mucho. Nuestras personalidades se complementaban bien, para mi sorpresa.

 Cada vez que se iba de viaje a algún lado o  cuando practicaba algún deporte peligroso, yo le pedía que solo me contara al respecto después de haberlo hecho todo. No quería que me dijera los detalles antes, no quería preocuparme por él. Pero cuando no lo veía igual me preocupaba así que todo daba lo mismo. Fue después de que se fracturara una pierna que me pidió que viviésemos juntos. Fue la mejor decisión que tomé y tuve la fortuna de poder compartir con él varios momentos en nuestro lugar común. Fue lo mejor para ambos.

 Y ahora esto aquí, tratando de reír todo lo que puedo en un cubículo del baño para no seguir riendo en mitad de la misa que su familia ha ofrecido. A él no le hubiese gustado para nada, pues no creía en lo mismo que ellos pero al parecer eso a su familia le daba lo mismo. Yo protesté pero mis derechos no eran los mismos, ni para ellos ni para la gente de la funeraria. Así que mi deseo de algo privado se fue un poco por la borda y tuve que aceptar lo que viniera con tal de poder asistir.

 Lo que me había hecho reír era su sonrisa. Normalmente nunca hubiese mirado el cadáver porque no creo que ese sea él. Tal vez fue el envase en el que venía pero la persona que adoré y sigo adorando ha dejado ese cuerpo hace tiempo y simplemente no está ahí. Sin embargo, me acerqué de nuevo porque me sentí obligado por las miradas acusadoras de su familia y amigos, que parecían desafiarme en todo. Nunca les había gustado porque en vez de atar a su hijo a un solo lugar, lo había dejado ser quien era. Creo que me culpaban de su muerte.

 Cuando vi su cara, maquillada y ligeramente sonriente, recordé cuando había visto esa sonrisa pícara antes. Por eso se me salió una carcajada y no pude parar ni estando en el baño. Nadie entendía mis razones y no tenían porque hacerlo ya que lo que yo recordaba nunca nadie lo iba a saber o al menos no era muy posible. Esa sonrisa era la misma que me había dirigido muchas veces cuando hacíamos el amor. Podíamos estar en el proceso durante varias horas y, en los momentos de descanso, él me dirigía esa misma sonrisa.

 Mi carcajada fue producida por el recuerdo particular de un día lluvioso, en el que él me dirigió esa sonrisa y traté de acercarse a mi como si fuera alguna especie de gran felino de la selva. Pero puso una de sus manos muy cerca del borde de la cama y se resbaló, golpeando su mentón en la cama y luego resbalando todo hacia el suelo, cayendo de la manera más graciosa que nadie hubiese caído antes. Esa vez también reí, mientras lo ayudaba a levantarse. Reí más cuando vi que tenía un ojo morado y varios cortes en la cara, como si hubiese estado en una pelea.

 La gracia del momento duró por mucho tiempo pues a cada rato tenía que inventar razones para el morado y todas ellas me hacían reír con ganas. Solo una vez dijo la verdad y la gente pensó que estaba bromeando, lo que me hizo reír aún más. Algo que me gustaba mucho era que él siempre me decía que le encantaba mi manera de reír. Me molestaba siempre preguntando si era una geisha, pues tengo la costumbre de cubrirme la boca al reír. Eso me causaba más gracia y nos acercaba siempre cada vez más. Creo que dormimos abrazados todo el tiempo que estuvimos juntos.

En el baño del cementerio, pude calmarme al fin. Me eché algo de agua fría en la frente y traté de relajarme lo que más pude. Uno de los lavabos goteaba y se oían los ruidos sordos de las voces de la gente al otro lado de la pared. Me di cuenta de repente que no quería estar con ellos, no estaba listo para volver. Y no porque me fueran a mirar como un alienígena de nuevo, sino porque necesitaba estar solo. Algo me hacía sentí vacío de pronto, como si me faltara algo.

 Obviamente, así era. Fue cuando empecé a llorar y dejé que mis lágrimas recorrieran mi rostro sin detenerlas. Me sequé los ojos después de un buen rato, cuando sentía que no podía llorar más, que ya estaba demasiado débil para seguir drenándome de esa manera. Igual antes ya había llorado mucho: en el momento en el que me avisaron de su muerte, cuando tuve que reconocer el cadáver, cuando llegué a casa y sus cosas por todas partes… No creo que la gente entienda en lo más mínimo como me sentí en aquel momento y ahora que lo vi de nuevo.

 Creo que a él le hubiese gustado que riera en su funeral. Estoy seguro de que hubiese reído primero y me hubiera besado con intensidad por hacerlo. Le encanta todo lo que era fuera de lo común, lo que se salía de las normas de la sociedad. Esa era su razón por haber decidido estar conmigo. Decía que, aunque yo no lo veía, era la persona más especial que existía en el mundo porque no era nada común. Decía que mi sonrisa me hacía un ser único e irrepetible y que no hubiese podido dejar pasar la oportunidad de estar conmigo.

 Yo siempre me reía cuando me decía todo eso. No le creía ni media palabra pero lo que sí creía era que me quería y yo ciertamente lo quería a él. Teníamos algunos planes para el futuro. De hecho el día que iba a regresar de su viaje, íbamos a empezar a buscar opciones para poder formalizar legalmente nuestra relación. No lo habíamos hecho porque era muy complicado pero de repente nos dimos cuenta que valía la pena afrontar todas esas barreras. Con tal de que lo hiciésemos juntos, no había nada que nos pudiese detener.


 Pero él nunca llegó. Y ahora me tengo que enfrentar a las miradas frías de sus familiares y amigos, de gente a la que nunca vi en nuestros momentos más felices. Nunca lo vi cuando él me contaba con emoción todas sus locas vivencias, nunca los vi cuando compartimos nuestras preocupaciones y vivimos momentos difíciles que superamos juntos. Así que la verdad no me importa. Que me miren todo lo que quieran pues ellos nunca sabrán que hacer el amor con la persona que más he querido podía ser otra más de sus grandes aventuras.

lunes, 25 de abril de 2016

El hogar

   Martha tenía una voz muy suave y siempre una sonrisa en su rostro. La conocía muy bien, desde que había podido obtener los puntos suficientes para obtener la tarjeta diamante. Luis no entendía porqué le llamaban así, seguro para que se oyera mejor o diera un cierto prestigio al portador. La tarjeta como tal era negra y con solo un toque en una consola al lado de la puerta, los paneles de vidrio se apartaban para dejarlo entrar al que consideraba uno de sus hogares.

 Esta vez acababa de llegar exhausto de un viaje de más de diez horas y sabía muy bien lo que necesita. Se dirigió directamente a la zona de baño y entró a recinto muy parecido al de los gimnasios que solía visitar en los hoteles en los que se quedaba. Todo era de madera y de metal. Daba una sensación del lujo solo estar de pie en ese pequeño salón. Había una banca en el centro y a los lados varios lavamanos. Luis siguió a un cuarto contiguo donde se quitó la ropa, se envolvió con una toalla que le habían ofrecido a la entrada y guardó todo en un casillero que se cerraba también con su tarjeta. La llevó en la mano hasta la ducha y al dejó en un recipiente especial.

 Se tomó varios minutos duchándose, sintiendo el agua rodar por su cuerpo y usando varios de los productos que había dentro. Casi ninguno parecía haber sido usado. Al salir, olía a una mezcla entre sándalo, sandía y algún tipo de madera. Se secó frente a un espejo, aprovechando que nadie podía verlo pues una puerta bloqueaba la mirada de cualquier intruso.

 Se miró el cuerpo desnudo y descubrió que, a pesar de haber comido bastante en los últimos días a razón de sus varias citas de negocios, no había subido casi nada de peso y los resultados que había conseguido haciendo ejercicio diario seguían allí. Ver como se empezaban a perfilar los músculos abdominales le sacó una sonrisa que le duró todo el día.

Después de cambiarse, se dirigió a la zona de comidas donde lo trataron como a un rey. En este espacio también estaba solo, así que el mesero aprovechó para hacerle recomendaciones y darle degustaciones de algunos platillos que tenían preparados como entradas para los miembros diamante, como Luis.

 Había muchos mariscos y pescado y verduras al vapor y hechas de muchas otras maneras. Todo sabía delicioso. Y después de comer un estofado sabroso, el mesero le dio a probar pedacitos de todos los postres. Satisfecho, le agradeció al mesero y al mismo chef por la atención y les aseguró que en ningún lado había comido tan bien como en el aeropuerto. El chef le dijo que su esposa se enojaría al oír eso pero Luis no contestó nada. O mejor, fingió no haber oído nada.

 Antes de ese comentario, había pensado en descansar un rato en una de las camas que ofrecían en el segundo nivel. Pero al pensar en los postres y toda la comida, no tuvo más remedio en su mente que ir directo al espacio para ejercicio, donde estuvo casi todo el tiempo hasta que su vuelo de conexión empezó el abordaje. Apenas tuvo tiempo de una ducha rápida y de una última sonrisa de Martha.

 En el avión, descansó casi todo el tiempo y solo comió las opciones más ligeras como ensaladas y pescado. Rehusó los postres y subió el tono de la voz cuando la auxiliar de vuelo le guiñó el ojo, y le insistió para que probara unas trufas que eran de las mejores en el mundo. La mujer se ofendió mucho y no volvió a atenderlo por el resto del vuelo.

 Al cabo de seis horas, Luis por fin llegó a su destino y su humor estaba peor que nunca. Se enojó con el personal de la aerolínea porque sus maletas no salieron primero y luego con el conductor del taxi que debía llevarlo a casa porque no tenía agua mineral dentro del vehículo. No habló en todo el recorrido. Luis no quería darse cuenta que volver a casa le ponía de ese animo.

Todavía estaba enojado cuando se bajó del taxi. No recibió el cambio ni dejó que lo ayudara el hombre con la maleta. Tan solo caminó apesadumbrado hasta la puerta de su casa y timbró. No tenía las llaves porque no le gusta cargar ese recordatorio para todos lados. El primer sonido que escuchó el de unos pasos y luego los ladridos del perro. Oía ruido, cada vez más ruido, pero nadie venía a abrir. Timbró una y dos veces más hasta que la rabia le hizo casi pegarse al timbre.

 Cuando se abrió la puerta estaba allí su esposa. Le sonría a pesar del escandalo que había armado con el timbre. Le dio un beso en la mejilla, que él hubiese querido evitar, y parecía más concentrada en alejar al perro de la puerta que en su esposo. El solo dijo las palabras mágicas: “Estoy muy cansado” y subió a su cuarto a descansar. Subió ágilmente la maleta por las escaleras, pero antes de llegar al umbral de la puerta de su habitación, se le cruzó un niño de unos doce años.

 Empezó a hablar muy deprisa, una palabra tras otra y otra y otra. Luis siguió caminando a su cuarto y el niño lo siguió, totalmente ignorando el hecho evidente: a su padre no le interesaba en lo más mínimo todo eso que estaba diciendo. Es más: su padre no sabía ni de lo que le estaba hablando. Solo busco el rincón de siempre detrás de la puerta del clóset para dejar la maleta y sacó su cepillo de dientes. Mientras se limpiaba la boca su hijo seguía hablando y él solo asentía. Nunca le había gustado ese niño.

 Al rato el niño se retiró. La esposa de Luis lo había llamado. Luis se acostó a dormir y casi no descansó. Su cama era dura y su mujer había cambiado las sabanas. Las que había eran correosas, de mala calidad. Su sueño fue malo pues se despertó varias veces por el ruido y por las pesadillas que volvían cada vez que estaba en esa casa.

 El día siguiente, su día libre, lo utilizó para comprar algo de ropa. Su mujer se encargaba de tener siempre en casa todo lo demás que pudiese necesitar, como crema de afeitar y esas cosas que no podían faltar nunca en su maleta. Trató de evitar pasar un rato de calidad con sus familia pero en la noche tuvo que soportar una película que no entendió y más conversaciones cruzadas de su hijo y esposa y luego de su suegra y suegro que los sorprendieron con una visita.

 El día después de ese era domingo. Aprovecharon el clima para comer fuera de la casa. Se encontraron a varios amigos en el lugar y tuvieron que hablar con ellos y contar varias anécdotas pasadas. A Luis todo eso simplemente no le iba, para nada. A él no le interesaba si uno se había caído y tenía muletas o si a la otra se le habían muerto sus padres. A él eso le daba lo mismo. Solo quería estar en paz y algún lugar donde no hubiese tanto ruido y cosas sin sentido.

 Por eso al día siguiente, a primera hora, ya tenía lista su maleta con la ropa nueva, zapatos nuevos y algunos indispensables reemplazados.  No se despidió de su esposa pues ella dormía y simplemente no pensó en hacerlo. Sin embargo, su hijo estaba en la planta baja desayunando frente al televisor. Tenía un bol lleno de cereal con leche y miraba dibujos animados.

La imagen le dio curiosidad a Luis. No entendía muy bien como lo sabía, pero tenía la sensación de que eso no podía ser normal. Al fin y al cabo eran las cinco de la mañana de un lunes. Su servicio al aeropuerto estaba por llegar. Miró el reloj un par de veces hasta que se animó a acercarse a la sala de estar y ponerse de pie junto al sofá. Estuvo allí unos minutos hasta que su celular vibró y tuvo que irse.

 Nunca supo si su hijo se había dado cuenta de que él había estado allí, observándolo. Se lo preguntó de camino al aeropuerto pero el pensamiento desapareció de su mente apenas llegó a la fila de clase ejecutiva  y lo recibieron como si fuera miembro de la realeza. En el vuelo estuvo contento, riendo con las auxiliares y compartiendo con ellas sus opiniones del menú que habían servido el Año Nuevo pasado.


 Cuando aterrizó, volvió al salón VIP. Allí sacó su tarjeta diamante y le sonrió, como siempre, a la adorable Martha. Estaba de nuevo en casa.

viernes, 22 de enero de 2016

Para la eternidad

   La última parte de la casa que consumió el fuego fue el ático. Aquel lugar mágico que durante tanto tiempo había sido el refugio del artista y sus modelos. Porque no fue uno sino muchos pero el último fue el más importante, sin duda. Las llamas avanzaron lentamente, consumiendo casi con placer cada una de las pinturas terminadas que se encontraba enrollada en algún lado o enmarcada y contra la pared, sin nunca haber intentado siquiera ser colgada como debería serlo una obra de arte.

 De pronto era porque estas imágenes eran de carácter privado y solo habían sido exhibidas una vez y con esa vez había sido suficiente para ellas y para su artista. Él ya no existía y su modelo estaba lejos. Cuando se enteró del incendio, solo sintió y siguió con su vida porque no había nada más que hacer. Lo que habían vivido en ese lugar era algo de ellos, algo que no quería compartir con nadie más así que simplemente se alejó.

 La verdad es que solo una de las pinturas sobrevivió intacta. Por alguna razón el artista había sido muy cuidadoso con esa pieza en particular y la había guardado en uno de esos tubos que sirven para guardar planos de arquitectura y demás obras de gran tamaño. El tubo no estaba hecho de cartón ni de nada parecido, así que para cuando el incendio fue apagado por los bomberos, todavía resistía el calor abrasador de las llamas. Fue, de hecho, uno de los investigadores de la policía el que sacó el tubo de entre las cenizas y contempló la pintura. Fue la primera vez que alguien lo hizo, después de muchos años.

 Al policía le encantó la imagen: era un hombre completamente desnudo en lo que parecía una pose de gran felicidad, tenía los brazos en el aire y una sonrisa enorme en la cara. El estilo era bastante particular, no fiel a la realidad pero lo suficiente como para sonreír al mismo tiempo que se veía la sonrisa en la cara del modelo.

El policía no sabía nada de arte pero sabía que le gustaba mucho la obra y quiso quedársela pero eso no pasaría a menos que alguien reclamara las posesiones de la casa, cosa que parecía que no iba a pasar pues pronto pasaron los días, un par de semanas, y nadie aparecía para decir nada del lugar. Lo único que el policía hizo en ese tiempo fue llevar la imagen a un experto en arte y preguntarle si conocía la obra o al menos el estilo.

 El critico dijo que estaba fascinado con la técnica y ese extraño sentimiento que daba la pintura pero lamentablemente no sabía quién era el artista. Revisó cada milímetro de la pintura y encontró, en la parte trasera, un código que normalmente se usaba para clasificar obras en galerías así que lo más posible es que había sido expuesta en algún lado. Encontrar al artista era posible.

 El detective era un hombre casado hacía poco y con poca experiencia en el mundo policial. Por ser “el nuevo” lo alejaban de los grandes casos como eran los que tenían que ver con secuestros u homicidios o cualquier cosa que pudiera ser un verdadero reto para un detective. Así que la mayoría de las veces se dedicada a hacer el papeleo de los demás o a casos que para él no significaban un avance significativo en su carrera como la pérdida de una mascota o de algún bolso en una estación de metro.

 El caso de la incendio y de la pintura misteriosa era suyo porque a nadie le interesaban los incendios en que solo se quemaban las cosas y no moría nadie. Así que no había ni un solo interesado en quitarle el control de la investigación. Se puso entonces a buscar en internet el código que había detrás de la pintura, además de investigar quién era el dueño de la casa, aunque eso había probado ser un callejón sin salida pues era una empresa la dueña y no una persona.

 La empresa se llama Daisy y lo que hacía era exportar flores a todo el mundo. El gerente general ni siquiera sabía que la empresa poseía esa propiedad e incluso dudó que fuera cierto, tal vez un error en los archivos de la policía. Esto el detective se lo tomó mal pues habiendo estado sumergido por tanto tiempo en los bajos fondos de la policía, sabía que eso de los errores no pasaba tan seguido como la gente creía. Pasaba más que los archivos estuviesen incompletos, eso era ya otra cosa.

 Acto seguido, se dirigió a la dueña de la empresa. Vivía en una casa de campo y fue allí que encontró la primera pista. La mujer tenía unos setenta años pero se encontraba muy bien de salud y de hecho le pidió al detective que no la demorara pues tenía una fiesta de beneficencia a la que debía llegar y no podía dejar de ir. Al mencionar la casa, el detective se dio cuenta que había despertaba un recuerdo en la mujer, pues su apuro se desvaneció y se tuvo que sentar. Uno de sus empleados le trajo un vaso de agua y el detective tuvo que esperar hasta que la mujer hubo tomado mejor color.

 Resultaba que esa era la casa donde ella había crecido. El barrio donde estaban ahora las ruinas era uno de los más tradicionales de la ciudad y en su época había sido el centro de la vida de élite pero ahora era un barrio de estudiantes y artistas. A ella le cayó muy mal el hecho de saber que su casa de infancia ya no existía y no entendió nada de la pintura o del artista. Le aseguró al detective que no sabía nada de nadie que viviese allí pues ella recurría a una agencia inmobiliaria para que manejara sus bienes raíces. De hecho, ella ni recordaba que la casa seguía bajo su posesión. El detective la dejó entonces, todavía afectada por la noticia.

 Se dirigió entonces a la agencia inmobiliaria y allí fue casi imposible recibir una respuesta directa. Primero porque todo el mundo parecía inmerso en sus asuntos, en su trabajo y en todo lo que tenía que ver con lo que hacían allí. Incluso parecía que ni habían visto que el detective estaba allí de pie, como una lámpara. Cuando por fin detuvo a alguien para preguntar lo que necesitaba preguntar, le dijeron que esa información era confidencial. Él mismo tuvo que llamar a la dueña de la casa para aprobar que abrieran el archivo pero no sirvió de mucho: el lugar parecía estar subarrendado pues la persona que en teoría vivía allí era otra mujer mayor que ahora estaba en un hogar para gente mayor.

 Frustrado, el policía solo tenía a su esposa para explicarle lo mucho que quería solucionar todo eso. Sentía que la sonrisa del hombre era como la de la Mona Lisa, guardando un gran misterio que quién sabe si sería posible conocer alguna vez. Ella lo consolaba y le dijo que de pronto el fuego había consumido todo menos ese cuadro precisamente para perpetuar esa imagen tan poderosa que nadie nunca podría descifrar. Pero entonces el detective tuvo una idea. Besó a su mujer y le dijo que volvería en un rato.

 Cuando llegó al edificio donde trabajaba, no se dirigió a su oficina sino al archivo, donde se guardaban todos los objetos que encontraban en las escenas de los muchos crímenes que había en la ciudad. Pidió la llave de siempre y se dirigió a una caja donde estaba el tubo pero también otros objetos. Su mujer le había hecho caer en cuenta que el tubo no había sido el único sobreviviente del incendio. Había objetos pequeños que también habían sido recogidos por la limpieza de la escena, nada muy importante. Lo revisó todo con cuidado pero no encontraba lo que quería hasta que dio con un celular quemado.

 Pidió herramientas para sacar de él una memoria que no estaba dañada y allí encontró unas cien imágenes. La mayoría eran de sitios, de paisajes y demás. Pero había una en la que un hombre devolvía la mirada. No era el del cuadro pero era, tal vez, otro misterio resuelto. Era el artista, con manchas de pintura y sus pinceles, sentado en un taburete y sonriendo.

 Al día siguiente, por fin pudo el detective determinar que el nombre del artista era Jonás Hegel. Parecía un nombre extranjero pero no lo era. Era sobrino de la mujer que debía vivir en la incendiada, ella misma terminó recordando que lo dejó vivir con ella y que a veces invitaba a sus modelos para pintar en el ático. Pero recordaba también que al final era solo uno y por eso decidió irse, pues sabía que Jonás se había enamorado y pensaba que necesitaría todo el lugar para formar una familia. Lamentablemente, eso nunca pasó. Jonás murió después de esa exposición de arte, que había sido su primera y la única.


 Del modelo nunca se supo nada. La vieja mujer no recordaba su nombre y por mucho que el detective revisó fotos, archivos y demás, no pudo encontrar ni su imagen ni su nombre por ningún lado. Era como si la vida no quisiera que se supiera nunca quién había sido. Lo único que quedaba de él era esa pintura, ese cuerpo danzarín y esa sonrisa que duraría para toda la eternidad.

sábado, 9 de enero de 2016

Bolsa de clima

   La comida del avión había estado deliciosa. Era increíble lo que cambiaba la calidad de todo cuando se viajaba en primera clase. Era un poco chocante que todavía se dividiera así a la gente pero era todo un negocio y el dinero era lo más importante, sin importar lo que dijeran unos u otros. Llego la hora de dormir, justo cuando el avión se preparaba para cruzar el Ártico. Afuera todo estaba oscuro pero era increíble imaginar el terreno blanco y azul que se desplegaba bajo los cientos de personas que en ese momento estaban en el aparato.

 Míster Long cerró la ventanilla y le pidió una manta extra a la azafata más cercana. Se acomodó en su cama y trató de cerrar los ojos lo mejor que pudo. Pero era difícil pues de todas maneras estaba en un avión y su reloj biológico sabía que había cosas que no encajaban muy bien que digamos. Lo primero era que la hora no era precisamente la de dormir sino la de despertarse. Y el cuerpo no hacía caso a pesar de que la cabina estaba a oscuras, a excepción de las luces de colores que había en el techo, que se suponía ayudaban a dormir.

 Miró las luces, que cambiaban ligeramente, por al menos media hora hasta que se dio cuenta que un dolor de cabeza se estaba formando y que debía tratar de dormir como fuera. Se acomodó como lo haría en casa y se puso a contar números y a concentrarse profundamente para poder dormirse. Esto le agravó un poco el dolor de cabeza pero logró al menos sentirse algo soñoliento después de un rato.

 Justo en ese momento, oyó un susurro que le hizo abrir los ojos. La cabina seguía oscura pero sabía que el sonido había venido de la cortina que separaba esa sección de clase ejecutiva. Susurraron otra vez y después siguió otro sonido, como el de algo que rueda por el suelo. Después un sonido metálico, un tosido forzado y nada más. El señor Long no sabía si todo eso se lo estaba imaginando, pues su mente estaba cansada del día pero también de tratar de dormir. Decidió ignorar los sonidos y cerró bien sus ojos, tapándose bien con las mantas.

 Al quedarse dormido, se sumió en un sueño bastante superficial. Soñó ese clásico en el que uno siente que cae por entre un agujero que se convierte en otro y así infinitamente. Los colores en el sueño eran los mismos que los del techo de la cabina. Después siguió otro sueño, relacionado con su trabajo como asegurador en el que estaba desnudo en una conferencia y se tapaba avergonzado pero nadie parecía haberse dado cuenta de que no llevaba nada de ropa. Después hubo un sueño más, en el que todo era oscuro como en una película de los años treinta. Allí alguien le disparaba y él sentía caerse de espaldas, de nuevo sin detenerse nunca.

 Cuando despertó, se dio cuenta de que el avión estaba sufriendo turbulencias. Todo temblaba ligeramente pero entonces un sacudón asustó a más de uno y las luces se encendieron. Confundido, el señor Long tuvo que arreglar su silla y apretarse el cinturón lo más posible. La turbulencia seguía y cada vez se ponía peor. El capitán anunciaba que había encontrado algo así como una “bolsa de clima” adverso y que la atravesarían en algunos minutos. Aconsejaba no levantarse de las sillas y abstenerse de hacer nada más sino quedarse quietos.

 Lamentablemente, mucha gente apenas se despertaba con la ayuda de las azafatas que a cada rato caían al suelo productos de las terribles sacudidas. Hubo un momento que una de las mujeres que trabajaba en clase turista vino a pedir ayuda pues había muchas personas presas del pánico. Solo una de ellas la acompañó pues se suponía que tenían puestos fijos y no se podía dejar ninguna sección sin atender.

 La aeronave temblaba de forma que cada hueso del cuerpo se sacudía ligeramente. Era como esas vibraciones que vienen de las computadoras y otros aparatos pero aumentadas a un nivel seriamente molesto y que asustaba a cualquier persona. Long miró a los pasajeros que tenía más cerca y ambos estaban lívidos y parecían estar muy cerca de vomitar. No era difícil culparlos, en especial cuando la nave de pronto pareció quedarse sin fuerzas y empezó a caer.

 Las mascarillas cayeron del techo pero nadie en verdad se estiró para tomarlas. Todo el mundo estaba pensando lo mismo: eran sus últimos momentos en el mundo y no iban a gastar esos preciosos segundos poniéndose una mascarilla sobre la cara que no iba a servir para nada. No hubo gritos ni nada parecido, solo gente más blanca de lo normal y la sensación general de que todo iba a salir muy mal.

 Pero se equivocaron, pues el piloto de alguna forma logró estabilizar la aeronave y salir de la zona de clima difícil. La gente que tenía una ventana cerca se acerco a ver el exterior. Pero todavía no se veía nada. Eso sí, había la sensación general de saber que la nieve y el suelo frágil de la banquisa ártica estaba mucho más cerca que hacía algunos momentos.

 El capitán se pronuncio unos quince minutos después de la caída libre y explicó lo que había sucedido. Algo relacionado con bolsas de aire y las turbulencias y no sé que más. Poca gente entendió lo que dijo y la verdad era que a todo el mundo le daba un poco lo mismo. La gente estaba agradecida de estar viva, de poder contar la historia. Ya habría tiempo para darle un nombre científico a lo que había pasado.

 Sin embargo, todos escucharon la parte del anuncio del capitán en la se anunciaba que no podrían llegar a destino pues uno de los motores estaba seriamente dañado y sin él no había manera de llegar a salvo a ningún lado. El capitán anunció que él y su equipo estaban haciendo el mejor trabajo posible para encontrar un aeropuerto civil donde poder aterrizar y donde hubiese facilidades para que los pasajeros pudiesen continuar con su viaje. Prometió anunciarlo lo más pronto posible.

 El señor Long respiró por fin y se quitó el cinturón de seguridad. Ya todo parecía en calma y no quería sentirse amarrado por un segundo más. Decidió que lo mejor era ponerse de pie y caminar un poco o al menos estirarse para mitigar el dolor de espalda que ahora era descomunal. Mientras movía el cuello de un lado a otro y giraba la cintura, se dio cuenta de que la mujer sentada al lado de la cortina que separaba las secciones estaba sonriendo. Parecía, de hecho, que estaba a punto de soltar una gran carcajada pero lo estaba controlando.

 La mujer tenía un mano sobre su boca, sus dedos apenas rozando sus labios. La otra mano estaba sobre el cinturón, como sintiendo su textura. No había cojines ni mantas ni nada con ella, estaba claro que no había sido de las personas que habían querido dormir un poco hace un rato. El señor Long la miró tanto como pudo pero después decidió que seguramente eran los nervios los que la hacían reír y por eso parecía sospechosa. No era algo nuevo que alguien riera en una situación tan complicada.

 Pasó un buen rato hasta que el capitán anunció por fin que aterrizarían en una ciudad rusa pequeña a la que habría de llegar un avión de la misma empresa para recoger a los pasajeros y llevarlos a su destino final. Estarían allí en una hora y el avión que los recogería ya había salido de Japón así que la espera no sería muy larga.

 Mucha gente pareció aliviarse con la noticia pero no el señor Long, que no podía creer que tendría que bajar en el medio de la nada para subirse en otro aparato de esos. Y así fue: lentamente todos fueron bajados por escalerillas y dirigidos a una terminal pequeña en la que se les ofreció un café muy cargado.  Estuvieron allí apenas un par de horas hasta que el nuevo aeroplano llegó y se les dijo que todos tendrían las mismas sillas.

 Mientras la gente se acomodaba y afuera cargaban el equipaje, el señor Long se dio cuenta que la mujer de la sonrisa no estaba en su asiento y ya no había nadie subiendo por la escalerilla. Fue cuando cerraron la puerta que decidió dirigirse a una azafata y le recordó que había una pasajera que faltaba y que seguramente se sentiría muy mal si perdía el avión. Debía estar en el baño, dijo, como defendiéndola.


 La azafata sin embargo no se preocupó en lo más mínimo. Dijo que algunos pasajeros habían decidido quedarse y viajar desde allí a otras ciudades que eran su destino final. El hombre se dejó caer en el asiento, incrédulo de las palabras de la azafata. No pensaba que nada de eso fuese cierto pero pronto eso no importó más pues recordó que su familia lo esperaba y eso era más fuerte que cualquier misterio que él nunca podría resolver.