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lunes, 18 de julio de 2016

Edad de oro

   El primer día que los escuchó hablar, doña Clotilde no supo determinar de donde venían las voces. Lo primero que pensó, sin embargo, era que se había vuelto loca. No le dijo a nadie de las voces que escuchaba todas las noches al acostarse a dormir, en las que pensaba durante todo el día siguiente. Todos pensarían que por fin había perdido toda conexión a la realidad y eso no sería nada bueno, en especial en el hogar para adultos mayores en el que vivía. Un rumor de ese tipo entre el personal y la enviaban directo al edificio de tratamiento especial.

 Ella no quería ir allí pues sabía muy bien que a los que enviaban allí no los trataban igual. Eran los que vivían hundidos en una silla de ruedas, todo el día babeando y siendo movidos de un lado al otro, buscando el calor del sol o el abrigo de la sombra. Las enfermeras los cuidaban bien, dándoles la comida hecha puré y le hacían masajes para que no tuviesen la piel lastimada. Clotilde no había llegado a ese punto de su vejez.

 Y sin embargo, seguía escuchando las voces. Incluso, había veces que las escuchaba por la mañana y eso la hacía levantarse más rápido y salir disparada a la ducha, pues el sonido del agua golpeando el suelo de plástico era tan fuerte que no dejaba pasar ningún otro y la hacía sentirse más tranquila. Allí respiraba una vez más y trataba de olvidar aquellos rumores de otro mundo que escuchaba. Eso sí, estaba convencido que lo que oía eran voces de muertos.

 No le contó nada a su familia en el siguiente día de visita y la verdad fue su preocupación la distraía tanto que no les puso mucha atención cuando vinieron. Ni a los niños que buscaban mostrarle sus hazañas y lo que eran capaces de haces, ni a los adultos que la bombardeaban con preguntas acerca del sitio y de sus salud. Si hijo incluso pidió hablar con el doctor del lugar y a ella eso normalmente la hubiese avergonzado pero ese día solo se retiró a su habitación y no dijo más nada.

 Las voces a veces se hacían más claras y otras veces era imposible saber de que era lo que hablaban. No importa cual de los dos fuera el caso, la verdad era que ella no entendía que era lo que decían, incluso siendo en español. Es como si fueran gente de hace mucho… O tal vez eran del futuro,  tal vez tenía algún tipo de conexión con hechos que jamás habían sucedido.

 El asunto de las voces la volvía loca. Tanto así que tuvo una pelea con su vecina de cuarto, doña Clara. Tenía una de esas máquinas para humedecer el aire pero estaba vieja y hacía un ruido horrible que dañaba la conexión de Clotilde con los muertos o quienes fueran. Era gracioso, pero había cambiado de huirles a querer entender porque se contactaban con ella, si lo que querían era transmitir un mensaje.

 Con la primera persona que habló del tema, fue con su sicóloga. Era una mujer joven que movía algunos días de la semana y que se encargaba del bienestar mental de los ancianos. Por supuesto, no era ella quien trataba a los que babeaban. Ellos tenía su propio loquero para ayudarlos. Pero la doctora García no era uno de esos sino una profesional de verdad o al menos eso era lo que parecía ante Clotilde siempre que entraba a su despacho. Era un chica muy inteligente y paciente.

 La primera vez que hablaron de las voces, la doctora propuso escuchar de verdad a las voces, tratar de ver que era lo que querían y así saber como podrían desaparecer de la habitación de Clotilde. También le explicaba a su paciente que, era probable, que las voces en verdad eran una ficción creada por su cerebro para darle un poco de movimiento a su vida, tal vez con alguna cosa que había olvidado hace mucho y que su inconsciente quería recordarle.

 Clotilde hizo la tarea y trató, por horas, de escuchar las voces. Pero su oído, como el de la mayoría de los pacientes, no era muy bueno que digamos así que lo que podía escuchar era muy limitado. Escuchaba nombres que no conocía y parecían hablar de cantidades o algo por el estilo. Era difícil entender pues entre su oído y otros sonidos que contaminaban lo que se escuchaba en su cama, era muy complicado y más para alguien que no confiaba para nada en sus orejas.

 Lo poco que entendió se lo contó a la doctora y ella empezó a trabajar desde ahí. Le explicó a Clotilde que las cifras que escuchaba probablemente hacían parte de un estado muy profundo en su mente en el que tenía almacenados miles y miles de números: todas las facturas que había pagado en su vida, cada préstamo y cada deuda. Tal vez eran todos los números de su vida reunidos de manera confusa para que ella se diera cuenta de todo lo que había hecho en la vida.

 Pero la explicación de la doctora o el gustó a Clotilde porque ella sentía mucho miedo cuando oía las voces. No tenía ningún sentido tener miedo de sí misma, estar atemorizada de su voz y de su pasado. Si era como la doctora decía, sería fácil terminar con ello y volver a tener noches de paz y tranquilidad en su cama pero eso no podía hacerlo pues ya lo había intentado varias veces.

 No, la doctora podía saber mucho de otras cosas, pero de sueños y demás no sabía nada. Por eso decidió no contarle a nadie más y mejor tratar de escuchar lo que decían las sombras. Anotaba en una libreta las palabras que oía y al otro día trataba de analizar que querrían decir.

 La verdad era que tanta investigación la había convertido en alguien más activo, mucho más dispuesta a participar en las actividades que había en el hogar para todas las personajes mayores. Se metió en todo porque pensaba que estando cansado, lo más seguro es que dormiría como un bebé. Y eso era lo que quería seguido porque muchas veces no quería escuchar nada de nada y lo único que deseaba era viajar al a tierra de los sueños sin tener que estar pensando en palabras sin sentido.

 Luego, por un tiempo, ya no hubo más voces y doña Clotilde volvió a su rutina normal en la que no había nada de especial. Se sentaba en la sala de juegos y le gustaba tomar algún libro y leer mientras los demás jugaban alguno de esos muy viejos juegos de mesa o veían programas de televisión que habían sido rodados hace más de diez años. Al fin y al cabo, esos eran los que recordaban años después. Lo muy moderno los distanciaba un poco de todo.

 Alegre de no oír más voces, se lo contó a la doctor García y ella le explicó que eso se debía, seguramente, a que ya había encontrado la raíz del asunto y que no necesitaba más acoso de su mente pues había solucionado el principal problema que tenía. Empezó incluso a socializar un poco con los demás inquilinos del hogar de ancianos y se dio una buena sorpresa al ver que mucho de ellos eran gente amable, que tenían familias como la de ella o que incluso venían menos.

 Y entonces, conversando con más y más personas, un viejito llamado Roberto y una anciana de nombre Ruth, le contaron que durante muchos meses ellos también habían escuchado voces en la cama. Pero el viejito argumentaba que no podía ser nada del cerebro pues eso no lo pueden compartir dos personas así como así. Si fuera algo mental, no se podría escuchar sino dentro de solo uno de los cráneos.

 Lo más sorprendente era que ellos dos eran sus vecinos de habitación y jamás los había visto. A Roberto seguramente era porque se despertaba tan temprano y se acostaba tan a las ocho en punto, que era complicado verlo por ahí. Y Ruth era una de las pocas en el asilo que debía usar silla de ruedas todo el tiempo, a aceptación de la zona “especial” y por eso solo salía poco de su habitación pues no les gustaba la silla.


 Los ancianos se hicieron amigos y hablaron largo y tendido de los sonidos, las voces que habían oído. Jamás se hubiesen imaginado que se trataba de los enfermeros, en el piso de abajo, que negociaban drogas con un tipo que se las compraba sin pedir explicaciones. Las voces subían por la ventilación y creaban el efecto. Pero eso ya era el pasado. Ahora había cosas mucho más importantes para los inquilinos del asilo.