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viernes, 16 de marzo de 2018

Por más lejos que vayas...


   Antes de aterrizar, solo vi un gran parche de selva y montañas a lo lejos. Antes de eso tenía los ojos cerrados, pues el cansancio me había vencido. La nave había tomado un desvío a causa de una explosión estelar imprevista, y el viaje se había alargado un par de días más. Por mucho que se pudiera viajar, a veces parecía no ser suficiente. Cosa que no me importaba puesto que el trabajo me tenía sometido, cansado, con cada musculo gritando en agonía y mi mente pidiendo dormir al menos una hora más.

 El viaje fue lo único que me dio esas horas extra de sueño que tanto necesitaba. Siempre decían que dormir era una excelente idea en esos viajes largos pero nunca lo había probado yo mismo y me alegró confirmar que era exactamente así. La joven asistente de vuelo que me había ayudado a quedar dormido, a través de una mascarilla especial, me saludó con una sonrisa y preguntó si alguien vendría por mi al aeropuerto. Le dije que no estaba seguro pero que encontraría mi camino.

 El planeta todavía no tenía grandes ciudades ni muchos sitios adónde ir, así que el único centro poblado era mi destino. Si mi compañía no había enviado a nadie, no era un problema. Perfectamente podría tomar un transporte local y ojalá llegar a un hotel para ducharme y descansar otro poco. Creo que la gente subestima lo bueno que es no hacer nada y solo echarse en la cama. Caminando por la plataforma, bajo un sol muy brillante, tuve la sensación de haber llegado a la mismísima selva amazónica.

 Pero no, estaba a millones de kilómetros de allí. Mi pensamiento, sin embargo, era completamente válido. Detrás del edificio del aeropuerto, bastante modesto, había una selva enorme, con árboles tan altos como rascacielos. Me pregunté si la zona del aeropuerto siempre había estado sin árboles pero pronto me di cuenta de que la pregunta era un poco inocente, incluso estúpida. En la terminal recogí mi equipaje, una sola maleta, y al cruzar la entrada vi como una mujer más joven que yo saltaba y saludaba con un letrero en la mano.

 En el cartón estaba escrito mi nombre, por lo que me le acerqué lentamente. Me dijo que trabajaba para mi compañía y que había sido enviada para recogerme y llevarme a mi alojamiento. Le agradecí su entusiasmo y caminamos al vehículo, un jeep rojo al que subimos mi maleta y nuestros traseros. En poco tiempo estuvimos recorriendo la carretera que bordeaba la selva, nunca penetrándola por ninguna parte. Le pregunté si de ella no salían animales ni nada parecido y me dijo que desde la construcción del aeropuerto, no se acercaban mucho a la carretera.

 Media hora después, cuando ya el viento cálido había cambiado mi peinado por completo, se vieron las primeras casitas del único asentamiento humano del planeta. Estaba ubicado alrededor de un río, que cruzamos por un puente lleno de vehículos y gente. Me pareció una escena algo triste, pues nunca pensé que después de viajar una distancia tan larga, llegara a ver lo mismo: humanos irrespetando su entorno y haciéndolo todo casi siempre más feo de lo que era con anterioridad.

Mi hotel estaba sobre la margen del río. La arquitectura era mi particular: parecía una de esas pagodas japonesas, en escala real. La recepcionista era japonesa también, así como el chico que llevó mi maleta a la habitación. Una vez allí, me di cuenta de que el hotel era de hecho un “ryokan”, o un hotel de estilo japonés. No pregunté a la chica del jeep la razón de ese alojamiento pero sí cuando debía ir con ella a las oficinas centrales a comenzar mi parte en todo el asunto. Se le medio borró la sonrisa al instante.

 Sentía mucho decirme que solo tenía unos veinte minutos para descansar, puesto que le había encomendado llevarme lo más pronto posible a las oficinas. Ella les había dicho, según ella misma, que eso sería cruel puesto que nadie llega mi descansado de semejante viaje tan largo. Así que los convenció de darme algo más de tiempo, que ella aprovecharía para ir a la oficina de correos por algunos paquetes que tenía que recoger. Cuando volviera, yo iría con ella. Se disculpó pero le dije que no había problema.

 Apenas salió de la habitación, entré al baño y me desnudé. Me miré en el espejo como si jamás me hubiese visto a mi mismo en uno. Estaba sudando, varias gotitas adornaban mi frente. Mi cuerpo se veía diferente, más delgado tal vez. ¿Sería una consecuencia del viaje? Pues no me molestaba si así era. Entré a la ducha y estuve allí diez de los minutos más relajantes que había tenido en memoria reciente. El agua fría calmaba mi cuerpo y mi mente. Podía pensar mejor ahora, con las ideas frescas.

 Tuve el tiempo justo para ponerme otra ropa y mirarme una vez más en el espejo. Apenas bajé a la recepción, vi a la chica del jeep preguntando por mí en la recepción. La mujer japonesa le hizo un reverencia y ella le dijo algo en japonés que yo sabía significaba “gracias”. Nos subimos al vehículo y en muy poco tiempo estuvimos frente a un edificio blando, de unos veinte pisos, que se ubicaba en la margen de la selva. En el aire había un olor muy particular que no había olido en años. No lo veía, pero sabía bien que el mar no podía estar muy lejos de aquél edificio.

 Como siempre, saludé y sonreí más de la cuenta en un lapso de tiempo bastante corto. Agradecí tener a la chica del jeep conmigo todo el tiempo, puesto que ella era la única que me decía quién era quién y qué era lo que hacía. Por alguna razón, todo el mundo parecía demasiado ocupado para hablar más de dos palabras. Eventualmente subimos al último piso y ella me dirigió a una gran oficina toda adornada con objetos blancos y cromados. Me dijo que el gran jefe no demoraría y que lo esperara allí. Ella salió.

 Mientras esperaba, me acerqué a la gran ventana que había a un lado del escritorio del jefe. Se podía ver a la perfección la selva en todo su esplendor. Era fascinante como, a lo lejos, se veían árboles tan altos como el edificio en el que estaba en ese momento. Era una vista hermosa y, irremediablemente, pensé de nuevo en la gran cantidad de árboles que habría que talar para hacer semejante edificio. Y muchos más para construir el pequeño pueblo que, tarde o temprano, crecería para ser una gran ciudad.

 Salí de mis pensamientos cuando vi algo salir de entre la selva. Era parecido a un ave, o eso pensé al comienzo solo porque vi sus alas. Parecía no poder moverse bien y apenas mantenerse a flote. Estaba lejos pero acercándome más al vidrio pudo ver que le gruñía a algo debajo, algo que estaba en la selva. Viéndolo de más cerca me di cuenta de que parecía más un murciélago que un ave común y corriente. Las alas eran delgadas, sin plumas. Su cara era horrible, algo inexplicable. No podría.

 Entonces algo saltó de la selva, algo enorme, y mordió al murciélago gigante. Un momento después, ya no había nada en el cielo, ni en ningún lado. Me di la vuelta, pues sentí justo entonces que alguien me miraba y tenía razón: era el gran jefe de las oficinas locales. Era mi subordinado, un hombre que yo mismo había elegido para este emprendimiento tan complicado. Sin embargo, lo que acababa de ver, cambiaba por completo mi perspectiva de lo que estábamos haciendo allí y la manera en la que lo hacíamos.

“¿Porqué nunca se me informó?”, le pregunté. Él dijo que sabían mantener a las bestias alejadas. Además, ellas no parecían tener interés alguno en los seres humanos o en sus actividades en el planeta. Pero yo no estaba tan seguro, había algo que no me gustaba respecto al “murciélago” y no era su aspecto.

 Le pedí que me entregara los informes más recientes y que convocara una reunión urgente. Él ya había pensado en eso, dijo que ya me esperaban en una sala cercana. Antes de salir de allí miré a la selva y no vi nada. Pero tuve mucho miedo, muchas dudas.

jueves, 12 de febrero de 2015

Soñar salvaje

  En el colegio me lo decían. A veces me lo dicen hoy en día. No entiendo que tiene de malo o cual es el verdadero problema detrás de soñar. Acaso no es solo un verbo, uno que se usa frecuentemente como algo bueno y positivo? Pero cuando me decían “Deja de soñar!” no parecía que me estuvieran alentando sino más bien al revés. En cambio ahora, y creo que siempre, la publicidad y los medios alientan a todo el mundo a soñar más allá. Pero en verdad eso no es lo que quieren.

 Vivo soñando, día y noche. Vivo anhelando cosas que jamás tendré, me imagino a mi mismo en situaciones en las que me gustaría estar o, al menos, en la que creo que me gustaría estar. Es muy extraño. Horas y horas, todos los días, soñando. No hago nada mas﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽o. No hago nada mras y horas, todos los de gustar medios alientan a todo el mundo a soñar mue solo es algo ás, físicamente nada más. Hace años no voy al colegio, y lo agradezco. Mi época universitaria pareció terminar en un abrir y cerrar de ojos y ahora no hay nada.

 Todas las promesas de la vida se resumen en nada. Trabajar y trabajar y seguir trabajando para que? Para no disfrutar nada, para terminar odiando lo que alguna vez se quiso. Matarse haciendo cosas por los demás cuando a los demás no les importa si tu consigues tus sueños porque están muy ocupados persiguiendo los suyos. Y la verdad es que nadie consigue su sueño, tal y como lo imaginó. Eso no existe, son cuentos para niños.

 Yo no quiero un cuento, porque esos son cortos y se acaban con finales que no tienen sentido. Yo quiero una historia, una bien contada y con todos los detalles que sean posibles. Pero una historia bien nutrida, con vida, con chispa. Esta que vivo no es una historia, es apenas un resumen o un documento aburridísimo que nadie quiere leer y, menos mal, nadie quiere tirar a la basura. Es como desperdiciar un papel porque se le ha escrito un poco de un lado. Mejor esperar para poder usarlo de ambos.

 Sí, así pienso de mi vida. Soy ese papel que puede ser usado alguna otra vez, por si a alguien se le da la gana. No soy aquella bella historia encuadernada en el más fino de los cueros, impresa en el más suave de los papeles, con un aroma tan intoxicante como lo es la lectura de la historia entre sus páginas. No, no soy ese libro. A lo mucho, soy uno de esos folletos con más hojas de las necesarias, algunas muy gruesas y otras extrañamente ligeras, atiborradas de imágenes pero sin contenido real.

 Pero no me canso. No me canso de soñar día y noche, con mi mente. Esté caminando por la calle o acostado en mi cama, es como si mi cerebro fuese un joven especialmente intenso que no puede callarse nunca y que no necesita de la atención de nadie. Solo necesita hablar y decir todo lo que piensa o sino podría morir.  Y quien soy yo para no dejarlo hablar? A la larga, es gracias a ese otro yo, ese ser vivo y fantástico, que sigo aquí. Lo tomo de la mano todos los días y paseamos juntos porque necesito de él y él me necesita.

 Algunas veces lo escucho, con gran atención, pero otras prefiero solo sujetar sus dedos sin oír nada de lo que dice. Obviamente, no todo lo que sale de él, de mi, es oro puro. Hay mucha mierda y una que otro pepita brillante, que necesita pulirse con delicadeza. Lamentablemente, no hay paciencia y se requiere de ella para poder pulir todos esos pensamientos que vienen y van.

 Se necesita incluso de una habilidad especial para atrapar esos pensamientos, esos grandes eventos que ocurren en mi mente, para poder usarlos en un momento ulterior. No, no creo que todos valgan la pena. Me conozco bien y sé que muchos son ecos de otros pensamientos, ideas inventadas a partir de sentimientos dolorosos, casi siempre. Es triste, verdad? Que todo lo que eres es solo un montón de sentimientos y eso es lo que te hace especial.

 Porque ser humanos no nos hace especiales. Como seres humanos somos ordinarios, salvajes, sucios, estúpidos y lentos. Si no hubiéramos tenido esos sentimientos, esa cualidad única que tiene el cerebro, estaríamos todavía atascados en los bosques, presa de seres mejor fabricados para la vida en este mundo voraz e incansable. Tan especial es el cerebro, que ha doblegado incluso a la naturaleza. Pero el que manda una vez, siempre manda de nuevo, de una u otra manera. Las cosas cambian pero tienen una ironía especial, volviendo siempre al mismo punto.

 Como yo. Siempre vuelvo a lo mismo. El amor. Maldito sentimiento de mierda. Y lo odio, más que a nada. Y creo que es porque no lo conozco. No sé como es, que hace sentir ni como se ve. Y detesto pensar en lo que no conozco porque me hace sentir temor. Ese sentir es la base de tantas ideas, de tantos pensamientos en ese momento débil en el que estamos a punto de dormir y de pronto todo aparece tan claro como las estrellas en el desierto. Cada estrella es una idea y tan brillante como ellas.

 Pero de pronto todo se apaga y el cerebro se lo traga todo para remplazarlo por nada o por sueños sin sentido que te dan cucharadas de lo que podría ser pero sabes que nunca será. Jamás nadie me va a hacer sentir como esas sombras y seres en mis sueños físicos. Ni siquiera aquellos que viven en mis pensamientos diurnos, seres de mil caras que a veces ni hablan porque ya sé todo lo que quieren decirme.

 Hoy soñar es bueno porque es una meta. Es una meta invisible para perseguir, para esforzarse como una bestia de carga y para escalar montañas invisibles que jamás hubieran sido visitadas de otra manera. Pero soñar hoy es, antes que nada, una gran mentira. Nadie quiere que nadie más alcance sus sueños ya que la base de la actividad humana es la competencia. Nadie hace nada porque sea necesario sino porque necesita ser mejor que alguien más, tiene que vencerlo, doblegarlo.

 Y ahí yace nuestra naturaleza animal, destructiva y desgraciada. Todos los días, en todos los países del mundo, alguien está pasando por encima de otro. Está soñando, dicen unos. Está cumpliendo sus sueños, dicen otros. Y sí, nadie nunca ha hablado de los sueños buenos y los malos porque simplemente no existen. Hay sueños. El contexto en el que viven fluye constantemente y solo se puede esperar sentado y ver que sucede.

 Lo peor de todo es la mentira, lo patético que es ver a gente estúpidamente optimista, pensando que todo va a ser mejor y que sus sueños están a la vuelta de la esquina. Ellos solo quieren lo mejor, o eso creen. Y eso no tiene nada de malo. Si a algo deberíamos tener todos derecho es a conseguir ser felices pero lo que nunca pensamos es que esa felicidad es diferente para cada uno. No se trata de tener todos una linda casa, un lindo esposo o esposa, lindos y brillantes hijos y todos los objetos que el dinero y la belleza física puedan comprar. No, la vida no es así.

 Pero así alguien no tenga nada de eso, seguirá pensando tontamente que lo puede conseguir. Porque la mayoría de personas no pueden mirar al futuro,  la verdad a la cara. No solo somos animales débiles sino que también somos cobardes y por eso tememos a nuestro reflejo en el espejo. La mayoría de la gente no está interesada en la verdad, en los sueños que sí se pueden cumplir. Lo que quieren es ser lo que todos quieren ser, lo que los demás aceptan como el ideal. Y como nadie se atreve a decir nada, pues nunca nada cambia.

 Y que pasa con nosotros, aquellos que soñamos de manera tan salvaje que nos acercamos tanto a la naturaleza que nos igualamos a ella? Pues nada. Nada de nada porque no somos parte del gran grupo, no somos parte del núcleo de la sociedad porque ellos quieren estar lejos de la naturaleza, por brutales que sean. Quieren alejarse de lo que los hace criaturas vivas, quieren ser más. Sueñan con llegar al límite de la riqueza, la belleza y la realización. Cosas que mueren, igual que nuestro cuerpo.


 Pero estamos los otros, los que soñamos con la permanencia, con dejar algo para que alguien en un futuro lo vea y piense que puede soñar de otra manera.  Para que sepa que hay algunos que, aunque frustrados por la sociedad que simplemente no nos quiere, seguimos aquí y nos dedicamos a soñar sin concesiones. Salvajemente y sin importarnos nada. Porque no queremos nada a cambio, solo queremos sentir y así sentirnos vivos.

lunes, 27 de octubre de 2014

Teko y el bosque

Era curioso por naturaleza. Así había nacido, uno entre diez hermanos y hermanas, y sus padres no lo querían menos por ello. Teko amaba explorar el bosque y, sobre todo, le gustaba observar a los humanos.

Siendo una comadreja, esto era aún más extraño. Teko muchas veces, mientras buscaba alimento con sus hermanos, pensaba en el mundo más allá del bosque. Conocían muy bien todos sus caminos, los árboles e incluso la inclinación de la montaña, pero no más allá de eso. Sus límites eran los caminos de los hombres, que pocas veces cruzaban.

Los padres de Teko habían construido una madriguera en lo más profundo del bosque para ocultarla de sus enemigos. Paradójicamente, muchas veces cazaban otros animales. Nada grande como los felinos que a veces merodeaban ni las grandes aves que los miraban con ganas sino roedores pequeños y demás animales de bosque.

Pero como se dijo antes, Teko era curioso, incluso se podía decir que aventurero. Muchas veces se alejaba más de la cuenta para buscar comida y cuando no buscaban ni se acicalaban, Teko recorría el bosque, subiéndose a los árboles más altos e incluso haciendo algunos amigos.

Los conejos y roedores les tenían miedo a su familia por obvias razones, por lo que el mejor amigo de Teko, fuera de su familia, era un topo negro que vivía bastante cerca. El topo era una conocedor del mundo, había ido a lugares que Teko jamás había imaginado.

Aunque su visión no era la mejor, el topo le había contado que más abajo, en bosques más densos y calurosos, había conocido criaturas más grandes y feroces. Tanto que se había devuelto a su hogar rápidamente. A diferencia de Teko, el topo no gustaba de las aventuras pero por su costumbre de excavar y excavar, muchas veces terminaba en ellas sin proponérselo.

Teko le preguntaba frecuentemente sobre los humanos y el topo le decía que no valía la pena esforzarse con ellos. No eran seres muy inteligentes aunque sí recursivos. El topo le decía que por todas partes había cosas hechas por ellos. Con frecuencia el se estrellaba bajo tierra con túneles duros, lo que lastimaba su nariz. Estaba seguro de que ellos eran responsables.

Un día Teko y su familia salieron a cazar, como siempre lo hacían, pero algo fue diferente y no para bien: un incendio tenía lugar en el bosque y toda criatura huía atemorizada de las llamas. La familia corrió, pasando su madriguera, colina abajo, hasta que dejaron de sentir el calor de las llamas. Todavía se sentía el olor a humo pero creían que podría haberse detenido allí.

Los más fuertes fueron por comida y los demás por una fuente de agua. Se encontraron tras varias horas y las noticias seguían siendo malas: el alimento había huido aún más abajo y los riachuelos que conocían ya no estaban, solo piedras y musgo. Sin más remedio, chuparon del musgo la poca agua que todavía tenían y siguieran colina abajo.

La situación se prolongó por días hasta que, después de regresar de patrullar, el padre les contó que las llamas habían desaparecido pero que el bosque había sido casi completamente destruido. Tanto así que su madriguera, antes en el medio del bosque, ahora estaba en el borde del mismo.

La familia tuvo que discutir que hacer: la primera opción era quedarse en la franja de bosque que quedaba y hacer una nueva madriguera. La otra era cruzar los caminos humanos en busca de otro bosque. Y además estaba el problema del agua que parecía haber desaparecido.

En un momento libre Teko buscó a su amigo el topo pero no lo encontró. Recordaba que él le había contado alguna vez de un gran charco de agua cerca del bosque y era necesario encontrarlo. Tal vez allí era el mejor lugar para hacer la nueva madriguera.

Pero el topo no llegó y tuvieron que decidir: lo mejor era arriesgarse. Era tremendamente peligro pero no había más que hacer. Así que todos juntos, los doce, esperaron a la noche y cruzaron los caminos humanos. Afortunadamente no se cruzaron con ninguno pero escucharon ruido extraños durante la travesía que parecía durar años.

Al día siguiente tuvieron que resguardarse en una granja humana y tuvieron que huir cuando uno de ellos trató de matarlos. Padre mordió al atacante, posibilitando que huyera la familia. Él fue herido en una pata pero por lo demás estaba bien.

Esa noche durmieron en un conjunto de árboles, donde crecía pasto alto. Teko vigiló el sueño de los demás y mientras lo hacía vio un pájaro negro revoloteando cerca, donde crecían plantas de humanos. Teko se le acercó y el pájaro casi lo ataca pero la comadreja le explicó la situación. El pájaro sentía mucho que ellos no tuvieran comida ni agua. Decía que robaba gusanos de las granjas para llevárselos a su familia, en un árbol cercano. Se hicieron amigos y conversaron hasta que Teko, cansado, se despidió para dormir un poco.

El día siguiente fue igual o peor. Casi los pisa una máquina humana, una niña los vio y gritó y el sol parecía tener más fuerza que nunca. Teko sabía que iban colina abajo y se preguntaba cuan lejos estarían de su antiguo hogar.

Llegaron por fin a una zona de pastos altos, con pequeños canales de agua. En el momento estaban inundados y la familia aprovechó para bañarse y saciar su sed. Además un par de ellos capturaron tres ratones, que fueron la comida del día.

Teko no podía dejar de pensar que había algo raro acerca del sitio. Mientras su familia terminaba de comer, él exploró en las cercanía y se dio cuenta que los pastos estaban en fila, como los canales. Y que sí había humanos pero no entraban en el lugar. Más raro aún, descubrió que el agua venía de muy cerca y fue allí cuando vio a su amigo el topo.

Estaba con la señora topo y parecían perdidos. Se alegraron de ver a Teko y le explicaron que habían huido del incendio hacia el gran charco pero que ese ya no estaba. Ahora había un hilo de agua que apenas ayudaba a todas las criaturas que habían venido hacía él.

En ese momento llegó el pájaro negro de la noche anterior y agregó algo importante a la conversación: él conocía el gran charco pero decía que había uno nuevo, hecho por los humanos.

Y fue así como los topos, el pájaro y la familia de Teko viajaron un día más hacia el nuevo charco. Era un lugar enorme y fue el topo el único que lo reconoció. Dijo que ese lugar era una montaña alta antes, con varias criaturas peligrosas viviendo en el valle. Era un sitio de calor y un poco menos cubierto de árboles.

La familia se decidió por asentarse allí y hacer una nueva madriguera. Mientras lo hacían, Teko exploró las cercanías con el topo y su nuevo amigo pájaro. Descubrieron que a un lado del gran charco había una pared pero no de tierra sino de algo más fuerte. Y esa pared parecía sostener el agua allí. Y parados sobre la pared vieron a lo lejos un sitio familiar: el gran charco anterior, ya seco y varios hombres con máquinas tumbando los árboles.

Desde ese día la familia se mudó más hacia adentro de el nuevo bosque y aprendió que los humanos jamás podrían ser considerados criaturas del bosque como ellos.