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lunes, 23 de abril de 2018

Obsesiones


   Desde siempre, había sido un hombre en contacto cercano con su sexualidad. A su más tierna edad recordaba siempre tocarse el pene en público, lo que causaba escenas de molestia y vergüenza en la familia. Sus padres nunca lo castigaron de manera física pero sí de manera sicológica, dejándolo solo por largas horas, a veces con Maxi el perro que le habían comprado, pero otras veces completamente sin ninguna persona que lo mirara. Entonces hacía lo que quería y aprendió a que la vida muchas veces tenía dos caras.

 Supo bien como manejar esas dos facetas de si mismo, como poner ante el mundo una imagen de alguien casi perfecto en todo sentido pero al mismo tiempo ocultar pensamientos que tenía seguido y que no iban con su edad ni con su apariencia social. Su primer encuentro sexual fue a los doce años, cuando apenas y estaba entrando a la pubertad. Tenía afán por ser adulto pero, más que todo, era un afán por ser libre de las ataduras que él mismo y su entorno le habían puesto desde pequeño.

 Había ido al sicólogo en sus años de primaria y había mentido entonces varias veces, siempre de manera exitosa. Ninguno de los sicólogos que tuvo, unos tres, notaron nunca sus mentiras ni su manera de manipular de una manera tan sutil que muchos ni se daban cuenta de lo que ocurría. Fue así como pudo tener esa primera relación sexual sin que nadie lo supiera. Había invitado a un amigo mayor del colegio a su casa, uno de esos días en los que estaba solo, y lo había llevado al sótano en el que tenía su lugar de juegos.

 El sexo era todo lo que él había soñado pero quería más y fue así que sus mentiras debieron volverse más hábiles, pues empezó a explorar más de lo que cualquiera de sus compañeros, a esa edad, experimentaba. Solo cuando tuvo un susto con una de sus citas fue que decidió parar y reevaluar cómo estaba haciendo las cosas y si debería cambiar el enfoque que le daba a algo que le daba demasiado placer. Tal vez mucho más del que jamás se hubiese imaginado. Se dio cuenta que había un problema.

 Tantas visitas cuando chico a sicólogos le hicieron entender que lo que sentía era una obsesión pero no sabía qué hacer. Probó abstenerse por algún tiempo pero siempre recaía. La tecnología, a su alcance por todas partes, hacía que todo fuese mucho más sencillo para él pero agravaba horriblemente su problema. Sentía que en cualquier momento lo podrían atrapar sus padres o que alguien más lo descubriría y les diría. Incluso se imaginaba escenas en las que la policía lo atrapaba en la cama con otra persona y entonces el problema sería para ambos y él sería el culpable.

 Fue un acto de malabarismo el que tuvo que llevar a cabo por varios años, hasta que se graduó del colegio y se matriculó en la universidad. Con el tiempo, sus impulsos eran menos fuertes, menos severos. Pero al empezar la universidad todo empezó de nuevo como si fuese el primer día. No solo el hecho de ser un adulto legalmente era un factor importante, sino que esta vez no tenía nada que lo detuviera. Sus padres habían decidido que lo mejor para él, para no ser tan dependiente de ellos, sería que estudiara en otro país.

 Era hijo único y entendía que sus padres también querían algo de tiempo para ellos, pues habían trabajado toda la vida para darle una educación y todo lo que quisiera, pero ahora que eran mucho mayores querían disfrutar de la vida antes de que no pudieran hacerlo. Siempre que les escribía un correo electrónico o por el teléfono, estaban de vacaciones o planeando una salida a alguna parte. Le alegraba verlos así, tan felices y despreocupados, pero le entristecía que no parecían extrañarlo.

 Fue eso, combinado con esa nueva libertad, que lo empujaron de nuevo al mundo del sexo. Cuando se dio cuenta, estaba haciendo mucho más de lo que jamás había hecho antes. Iba a fiestas privadas casi todos los fines de semanas y algunos días tenía citas con desconocidos en lugares lejanos a su hogar. Su compañero de apartamento a veces le preguntaba acerca de sus llegadas tarde y de su mirada perdida, pero él no respondía nada y pronto se dieron cuenta de que no eran amigos y las preguntas no tenían lugar.

 El momento en el que se dio cuenta de que tenía un problema grande en las manos fue cuando, por dinero, recurrió a un tipo que había conocido en una de las fiestas. Este le había contado que hacía películas para adultos y que le podría conseguir trabajo en alguna de ellas en cualquier momento. Lo llamó sin dudar, sin pensar en sus padres que le hubiesen enviado la cantidad que el necesitase, y acordó que se verían en una hermosa casa en un barrio bastante normal y casual de la ciudad.

 Cuando se vio a si mismo en internet, teniendo sexo con más de una persona a la vez, haciendo escenas fetichistas que nadie nunca hubiese creído de él, se dio cuenta de que el problema que alguna vez había creído tener era ahora más real que nunca. Decidió ir a la sicóloga de la universidad, pero se arrepintió a último momento pues ella podría contarle a otras personas y eso sería más que devastador. Ya estaba el internet para diseminar lo que había hecho, no necesitaba más ayuda. Los juramentos de esas personas tienen limites muy blandos y etéreos.

  Fue entonces que decidió dejar de combatir lo que sentía y se hundió casi de lleno en el sexo y todo lo que había hecho antes y más. Por primera vez se afectó su desempeño académico, pero no se preocupaba porque siempre había sido un alumno estrella y sabía que podría recuperarse en un abrir y cerrar de ojos. Al fin y al cabo, todavía tenía mucho de ese niño que había armado una personalidad perfecta para mostrar al mundo. Ese niño era ahora un hombre con esa misma armadura.

 En una fiesta en una gran casa con una vista impresionante, salió a la terraza para refrescarse un poco. El aire exterior era frío, en duro contraste con el calor intenso que había adentro. No tenía ropa en la que pudiera cargar cigarrillos, que solo fumaba cuando iba a lugares así. Entonces solo pudo contemplar la ciudad y sentirse culpable, como siempre, de lo que hacía. Sabía que estaba mal, sabía que arriesgaba mucho más de lo que creía. Pero no podía detenerse, medirse. No sabía cómo hacerlo.

 Entonces la puerta se abrió y un hombre de cuerpo y cara muy comunes salió del lugar. Tenía el pelo corto y era de estatura baja. Le sorprendió ver como cargaba en la mano una cajetilla de cigarrillos. Se llevó uno a la boca y de la cajetilla sacó un encendedor. Cuando prendió el cigarrillo, él le pidió uno y el hombre se lo dio sin decir nada. Debía tener su edad o incluso ser menor. La verdad era difícil de saber pero no preguntó. Solo fumaron en silencio, mirando los destellos de la ciudad en la distancia.

 Cuando la fiesta acabó, se encontraron en la salida. Tenían que bajar en coche hasta la avenida, que quedaba cruzando un tramo de bosque bastante largo. Él pensaba bajar caminando, para pensar, pero el tipo de los cigarrillos lo siguió y se fueron juntos caminando a un lado de la carretera. Compartieron el último cigarrillo y solo hablaron cuando estuvieron en la avenida. Se dijeron los nombres, compartieron redes sociales con sus teléfonos inteligentes y pronto cada uno estuvo, por separado, camino a casa.

 Meses después se reencontraron, por casualidad, en un centro comercial. Fueron a beber algo y en esa ocasión hablaron de verdad. Más tarde ese día tuvieron relaciones sexuales y al día siguiente compartieron mucho más de lo que nunca jamás hubiesen pensado compartir con alguien salido de esas fiestas.

 Con el tiempo, se conocieron mejor y entendieron que lo que necesitaban era tenerse el uno al otro. No solo para no ceder a sus más bajos instintos sino para darse cuenta que lo que tenían no era una obsesión por el sexo sino por el contacto humano, por sentir que alguien los deseaba cerca, de varias maneras.

domingo, 24 de enero de 2016

Yo sólo me fui

   Yo sólo me fui. No quería saber nada más de la vida perfecta de nadie más, no quería saber si estaban felices porque, en mi concepto, no lo merecían. O tal vez era más bien que yo lo merecía tanto como ellos y no entendía como podían estar allí, tan relajados, tan tranquilos, diciéndome todas esas cosas como si yo fuera un muy bonito mueble al que le gusta escuchar de la vida de los demás. Si así fuese, simplemente preguntaría. No esperaría a que me lo dijeran al oído o que simplemente alguien me lo dijera, como quién lo hace cuando necesita desahogarse y le cuenta un gran secreto a su perro.

 Decidí caminar en la noche, sintiendo el frío en mi rostro. Me puse el gorro de la chaqueta en la cabeza, también con ganas de que nadie me viera la cara. No sé porqué fue eso, pero creo que sentía que en el rostro se veía lo que estaba pasando dentro de mi en el momento. El odio y la confusión y el sentirme, de nuevo, perdido y siempre en desventaja, como si fuera un estúpido juego en el que jamás pudiese estar arriba, de primero, pues siempre que muevo una ficha, las demás ya no están en sus mejores posiciones.

 Y eso era precisamente lo que me sucedía. Había tomado una actitud proactiva con la vida y había decidido que, aunque lo que hacía no era exactamente lo que me hacía más feliz en la vida, intentaría utilizarlo, convertirlo en algo útil para poder hacer esas cosas que sí me quitaban el sueño. Había decidido que este problema o situación simplemente no impidieran mi desarrollo como una persona y que no tuvieran la capacidad de hacerme sentir menos que los demás por el simple hecho de no estar interesado.

 Y ahora, que todo parecía estar estable de nuevo, venía la vida a recordarme lo solo que estaba. No puedo ser injusto y decir que él me echó en cara su vida y su amor y todo lo perfecto que vivía. No puedo porque no sucedió así, aunque debo decir que en algún punto de mi mente sí lo sentí así, de pronto porque había tratado de hablar con él alguna vez y no había ocurrido nada, tal vez porque me había gustado en secreto. El caso es que saber de su vida me produjo simple rabia aunque creo que era más envidia.

 Era lo mismo que ocurría al encender el portátil y pasearme por páginas de fotos y simplemente caer en una fotografía de alguna persona, de algún hombre mejor dicho, con el que alguna vez hubiese salido y encontrarlo allí sonriendo como un idiota de la mano de alguien más. Eso me daba una rabia increíble, a menos que hubiese pasado hacía mucho tiempo. Era algo que me ponía a pensar, pues siempre me preguntaba porque era yo siempre la llanta de repuesto, la que se pone mientras pasa el accidente y ya después se cambia por una que sí corresponda mejor al modelo del vehículo.

 Yo era esa llanta. O bueno, se puede hacer la analogía que quieran, el caso es que era siempre la persona que alguien elige para estar algunos momentos, algún rato, para diversión. Mientras caminaba creo que me reí, porque recordé esas palabras e imágenes de las prostitutas del siglo XIX y extrañamente me identifiqué con ellas. Aunque a ellas les pagaban, a mi solo me dejaban el corazón cada vez más vacío. Pero ambos, ellas y yo, no éramos lo que el mundo prefería, no éramos el ejemplo sino los errores.

 De pronto abrí los ojos de verdad y me di cuenta que no sabía en que calle estaba. Revisé el celular y retomé el buen rumbo. Donde dormía quedaba a unos dos kilómetros y los iba a caminar todos pues no tenía ganas de buses o nada por el estilo. Quería tener tiempo de pensar y no solo en la cama, quería poder despejar mi mente si es que eso era posible, aunque la verdad siempre que deseaba aquello nunca se cumplía. Solo llegaba al mismo punto muerto de siempre y entonces tenía que quedarme dormido con ese sentimiento de fastidio por todo. No era la mejor manera de dormir.

 No podía aplaudir a los demás por sus vidas, en especial si eran como yo. Era como celebrar lo bien que lo habían hecho todo, a diferencia del desastre que tenía yo en mi vida, en mi cabeza. Se iban a vivir juntos, compraban muebles, tenían trabajos, eran artistas y seguramente el sexo era mejor que en cualquier película pornográfica hecha por los seres humanos. Porqué habría de celebrar eso en la vida de alguien más? Porqué habría de enaltecer a alguien y así seguir permitiendo que yo mismo, e incluso los demás, me sometieran a estar siempre en el fondo.

 No es que en el fondo se esté tan mal, porqué no es así. Hay veces que es mejor estar aquí, donde nada duele de verdad. Donde nada parece ser tan en serio y hay posibilidades de error. Donde la gente es de verdad, de carne y hueso. Y sí, todos somos apenas sombras de lo que podríamos ser pero al menos somos algo. Aquí abajo no nos exigimos, aquí abajo no somos todos unos hipócritas, que cuando pasan al otro nivel se hacen los que nunca han bajado, como si yo no los conociera. Los he visto, he visto sus miradas que me atraviesan, he sentido sus manos que en verdad jamás me tocan y saboreado sus besos que son casi imperceptibles.

 A veces cambio la visión de las cosas y me digo a mi mismo que no está mal estar solo y estar siempre al margen de las cosas, no está tan mal ser eternamente la opción número dos. Me trato de convencer que así me divierto más, que así todo se trata del control que soy capaz de ejercer sobre alguien más, porque estoy seguro que tengo todas las de ganar en una relación que se trate sobre el control absoluto. No hay nadie que me pueda contradecir, que me pueda quitar ese convencimiento de mi cabeza.

 Y sin embargo cuando llego a mi casa, que comparto con gente que no me interesa en lo más mínimo, me encierro en la habitación que pago con dinero que no es mío y me quito la ropa imaginándome como lo he hecho cuando he estado con cada uno de ellos. Con los hombres que he conocido, y me doy cuenta de que, a excepción de algunos, siempre he sido yo el que me he quitado la ropa, nunca nadie me ha ayudado ni ha sentido las ganas de compartir ese momento ritual tan privado como es quitarse la ropa.

 Lo tiro todo al piso, pues no tengo ganas de ponerme a ordenar nada. En ropa interior me meto debajo de las cobijas y le pido a mi cerebro que el sueño llegue pronto pues no quiero seguir pensando más, no quiero que siga divagando de un lugar a otro, no quiero seguir sintiendo ese maldito puñal que siendo desde hace años apretándose contra mi pecho. No quiero volver a ese momento en el que todo me falló y tuve que caer para recomponerme. La verdad es que no creo sobrevivir otra caída, simplemente no podría.

 De pronto es la cerveza hablando, de pronto es la rabia que tengo contra todos esos desgraciados que simplemente sonríen y parece que todo les cae del cielo. Todo lo que tienen es perfecto y yo vivo mirándome al espejo y en fotos que me tomo y solo veo una cascara vacía, la sombra de alguien que simplemente no es, y probablemente, jamás será nadie. Y no es pesimismo sino un sentimiento que me sube por la espalda y que se expande en el estomago como una bacteria. Simplemente me hace saber las cosas. Me hace saber que no hago parte de ese grupo de risas y abrazos y felicidad eterna. No me tocó ese billete.

 Doy vueltas. En parte por el imbécil que cree que las cuatro de la mañana es la mejor hora para hablar a viva voz con la ventana abierta pero también porque mis pensamientos me acosan, me acorralan y me hacen sentir culpable, incluso recordándome las ocasiones en las que sé que hice lo mejor posible y que cualquier otra opción simplemente hubiese terminado en algo mucho peor. Ellos seguro no piensan en mi porque, para qué? Pero yo si pienso en ellos y sé que les hice un favor, sé que cuando se terminan esos minutos en los que me necesitan, debo dar la vuelta y volver a las sombras, antes de que caiga ese regalo del cielo que a todos les toca menos a mi.

 Aunque bueno, tengo otros regalos y por eso quejarme se siente tan mal. Tengo a mi familia, que siento cerca todos los días, y tengo estabilidad mental por ahora. Lo primero jamás me fallará y lo segundo… Lo segundo seguramente lo hará en algún momento pero prefiero cerrar los ojos y tratar de vivir un día por vez. Trato de respirar con calma, trato de calmar a los dragones y creo que lo logro porque, al fin y al cabo, tengo experiencia en esto.


 Cuando por fin duermo, mi mente me trata mal, es cruel conmigo. Pues estoy en una pradera y más allá se ve el mar. Camino y estoy al borde de un acantilado y entonces, a lo lejos, veo a alguien. No puedo ver su cara pero me saluda y ese saludo me sacude todo lo que tengo dentro. Ese saludo me destroza y al mismo tiempo me hace sentir real, me hace sentir que existo y que estoy aquí. Entonces corro hacia él pero el sueño se desvanece y pasa a ser todo solo una más de esas nebulosas mentales, de esas que clavan el puñal un poco más dentro de mi carne.