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sábado, 28 de febrero de 2015

Historia de un mundo pequeño

   Esta es la historia de un hombrecito pequeño en un mundo gigante. No, no es una metáfora, es simplemente la realidad de la situación. Medía, a lo mucho, unos tres centímetros de altura y vivía entre las paredes o de un edificio de apartamentos. Antes, en la época que vivía con sus padres, vivía en una linda casita en un parque pero ese parque ya no existía y cada persona pequeña había tenido que hacer lo necesario para sobrevivir.

 Su nombre era Drax y ese había sido un nombre elegido por sus padres al vero escrito en una de las muchas botellas que los humanos tiraban en el parque. Drax vivía entre las paredes con su esposa Dasani. No tenían hijos y pensar en ello los ponía tristes. Pero los dos formaban un equipo formidable: tomando comida de los humanos, yendo y viniendo, mejorando su hogar y explorando nuevas posibilidades en el mundo.

 Era peligrosa la vida para unos seres tan pequeños. Podían ser pisados por cualquiera o destruidos por las mil y un máquinas que los seres humanos inventaban para hacer todo por ellos. Un día casi mueren molidos por una podadora pero un perro, esas criaturas peludas y babosas, los salvó justo a tiempo. Normalmente no interactuaban mucho con animales tan grandes pero en esa ocasión le agradecieron al cachorro con una galleta del supermercado.

 Ese era el lugar preferido de Dasani: había de todo para coger y llevar a casa y hacer nuevos tipos de alimentos para su esposo. Esa era otra de sus pasiones, sobre todo cuando no estaba explorando con su marido por el mundo. Si algo hacían bien los seres humanos, era cocinar, o eso pensaba ella. Eran creativos y a veces los olores penetraban tanto en el muro que vivían que era imposible no percibirlos. Y eso que los humanos con los que convivían no eran especialmente hábiles o no lo parecían al menos.

 La pareja no era nada de envidiar: un hombre y una mujer que parecían estar amargados todos los días de su existencia. Iban y venían todos los días pero no pareciera que hiciesen nada fuera de casa porque no traían nada ni comentaban nada nuevo. Drax y Dasani los “acompañaban” de vez en cuando, sobre todo para ver las noticias del mundo humano y una que otra película en la televisión.. Lastimosamente, la gente pequeña no había inventado esos mismos mecanismos para su tamaño por lo que era más sencillo así.

 Al menos una noche por semana, la pareja de seres pequeños se sentaban en la oscuridad de la cocina, adyacente a la sala de estar, y desde allí veían lo que los humanos estuvieran viendo en la televisión. Era entretenido estar sobre la caja de galletas, abrazados, viendo alguna película romántica. Comían algo de queso o algo dulce mientras pasaban las imágenes y luego se iban a dormir. Era para ellos la cita perfecta.

 Lo malo era cuando aparecían los humanos menores, o niños. Tenían dos y eran de los más fastidiosos que hubiesen visto nunca. En la calle, en el mundo exterior, habían visto otros. Incluso habían interactuado con bebés, que no podían decir nada e su existencia, por lo que siempre era entretenido. Además, a Dasani le encantaban los bebés y suponía que un bebé de su tamaño sería aún más hermoso.

Y lo habían intentado. Por mucho tiempo pero nada pasaba. Dasani terminó por creer que algo estaba mal con su cuerpo y simplemente dejaron de pensar en ello. Ayudaba el hecho de que los dos se amaran tanto y que el tener hijos no fuese un requisito fundamental para ser felices o para considerarse una familia. Igual, de vez en cuando, hablaban del tema, como si fuera algo muy lejano, una simple fantasía que supieran que jamás iba a ser realidad.

 Los niños humanos, los de la familia del apartamento cuyo muro habitaban, eran detestables. Eran lo que llaman adolescentes y eran sucios, mal hablados y sorprendentemente tercos. De vez en cuando alguno de los dos iba a las habitaciones de los niños humanos, a tomar prestada una media vieja para usar para fabricar diferentes cosas con su tela o para tomar cosas que solo estaban allí. Era una pesadilla por el desorden, el ruido, los olores,… Y ni la niña se diferenciaba del niño. Eran los dos igual de repulsivos para ellos.

 Ahora bien, hay algo que no se ha contado de esta historia: Drax y Dasani, desde la separación con sus respectivas familias, jamás habían vuelto a ver a ningún otro ser pequeño. Ni uno; ni en los muros, ni en el exterior, ni en los varios lugares que visitaban ocasionalmente para proporcionarse alimento, herramientas y demás. Simplemente no había ninguno o eso era lo que parecía. Era cierto, eso sí, que el mundo parecía crecer sin límites y tal vez por eso no encontraban a nadie. Pero después de tantos años, pensaban que era muy posible que fueran los últimos de sus especie, al menos por esos lados del mundo.

 Por eso exploraban cuanto podían, con cuidado y sin dejarse ver de los seres humanos. Formaban un equipo formidable encontrando nuevos lugares de donde podían proporcionarse comida y demás pero también encontrando aquellos lugares que los humanos no veían pero que seres como ellos podían considerar habitables.

 No fue una sino varias veces las que se salvaron por nada de ser asesinados, sea por animales salvajes o por estructuras viejas o simplemente porque por todos lados había seres humanos y eso siempre iba a ser un problema para gente tan pequeña.

 En un solo año, revisaron todos los muros del edificio de diez pisos en el que convivían con seres humanos. Su muro en especial, solo colindaba con una de las viviendas pero seguido pasaban por otros, fuera para explorar y salir del edificio y jamás habían visto nada más allá de las variadas subespecies de seres humanos que podía haber: gordos, flacos, feos, guapos, de varios tonos de piel, jóvenes, viejos, … Eran tan variados como ellos, o bueno, eso suponían porque ya habían empezado a olvidar como se veían los demás.

 Revisaron todo el edificio y no encontraron ni el más mínimo rastro de la existencia de nadie más en todo el lugar. Era cierto que su especie era muy buena en eso, en no dejar rastros de su particular vida pero incluso los más organizados olvidaban algún articulo o dejaban algún tipo de rastro que para un humano no sería importante pero para ellos sería más que evidente. Pero nunca encontraron nada y, como con lo del bebé, simplemente dejaron de buscar aunque la esperanza de ver más gente como ellos jamás moriría.

 Todo estuvo en calma, como siempre, hasta el día que robaron una cantidad especialmente grande de chocolate negro, cuyo sabor era para ellos lo mejor de este mundo. Casi nunca podían robarlo porque venía en cajas cerradas y hasta los humanos más tontos se darían cuenta con facilidad que algo extraño pasaba con ello. Pero ese día alguno humano tonto dejó caer una caja que se abrió al estrellarse al cielo, volando chocolate por todos lados. Un pedazo grande cayó cerca de donde ellos pasaban y, sin dudarlo, lo tomaron.

 Tenían que cruzar campo abierto para volver a su muro pero cuando lo hicieron se dieron cuenta que, cerca, había alguien que no lo estaba pasando muy bien que digamos. Se oían como gritos, pero no tan fuertes, como si la persona que gritaba ya no tuviera fuerzas para hacerlo. Aunque era un riesgo grande, Drax y Dasani corrieron hacia la voz porque hacía mucho no escuchaban nada así. Y no se trataba de un humano.

 Era un ser pequeño como ellos, una mujer joven. Y en su espalda llevaba un bulto que identificaron rápidamente como un bebe. Estaba siendo atacada por tres gusanos tijera, unas criaturas repulsivas que vivían entre el pasto. Afortunadamente, la pareja ya los conocía bien y sabían que hacer cuando los encontraban. Mientras Dasani protegía a la mujer, Drax atacaba a los bichos con piedras y bombas de olor. Después de un rato, los bichos se retiraron y los cuatro pequeños seres pudieron escapar.

 Ya en el muro, dieron de comer a la mujer y a su bebé, quien les contó su historia: su marido había desaparecido en su viaje en busca de un hogar y ella había quedado sola con el niño. Siguió los caminos humanos hasta ese parque y la habían atacado los bichos.


 Drax y Dasani le ofrecieron refugio y le prometieron encontrar a su marido. La mujer les agradeció pero le pareció extraño que, todo el tiempo, la pareja sonriera. De pronto no sabía que ellos eran la prueba de que ya no estaban solos y eso los hizo hasta llorar de la alegría.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Al borde del abismo

La labor social no era lo que se le daba mejor a Fran. Era un chico que poco o nada se interesaba en los demás. Para él lo más importante era sobrevivir y, a veces, la gente que lo ayudaba con eso. 

Era huérfano y, después de haber estado en el orfanato toda la vida, donde lo habían educado en algunos trabajos, lo dejaron ir para que encontrara algo que hacer de su vida. Lo único que encontró fue a la calle y a su varios habitantes. Drogas, alcohol y tabaco eran su vida desde hacía 5 años y ya no tenía, como antes, esperanzas de cambiar su vida.

Robaba a la gente en los trenes, comida de restaurantes, dinero de supermercados e incluso incendiaba autos por el solo placer. Nadie lo detenía y el no tenía intenciones de empezar a tratar al mundo mejor, después de como este lo había tratado a él.

Un día, en el que llevaba ya cuatro billeteras robadas en el tren, cayó en las manos de un oficial de policía. Normalmente era más astuto y no se dejaba ver de ellos pero ese día el hambre apremiaba y sentía el dolor de la dependencia a las drogas.

El policía lo llevó a la estación. Allí durmió en una celda sucia y húmeda y al otro día le dijeron que por su edad y por haber sido la primera vez que lo cogían, solo tenía que pasar un año en una cárcel de mínima seguridad. Sin embargo, durante todo el año debía hacer trabajo social para remediar sus crímenes. En lo personal, Fran hubiera preferido cincuenta años en una cárcel de máxima seguridad que tener que juntarse más de lo necesario con gente tan distinta a él.

Sus primeros días en la cárcel fueron difíciles. No por la convivencia o el encierro sino porque su cuerpo cada vez más necesitaba las drogas. Fran se consideraba un consumidor ocasional pero eso no fue lo que pensé el doctor de la prisión. Le dio algunos medicamentos para calmar el dolor. En parte funcionaron, en parte lo desesperaban más.

Pasada la primera semana, él y otros dos jóvenes fueron subidos a una camioneta de la prisión y llevados a un lugar bastante extraño para un trío de convictos: el asilo de ancianos del pueblo cercano.

Cuando entraron, el personal del lugar los saludó con amabilidad y les dijeron cual era su tarea en el sitio: entretener a los ancianos y ayudar a todo lo que fuera posible, desde jugar ajedrez con ellos o bailar hasta colaborar en el cambio del pañal y acompañarlos al baño.

Fran se volteó, pensando en volver a la camioneta pero los tres guardias con los que habían venido le cerraron el paso y lo amenazaron. Les dijeron, a los tres convictos, que estarían vigilándolos todo el tiempo y que si trataban de escapar, las consecuencias serían fatales.

No había más alternativa que seguir a una de las enfermeras a un gran salón donde los ancianos hacían actividades, veían televisión o tan solo se sentaban a mirar por la ventana. Les pidieron que fueran por la habitación y escogieran a un anciano para acompañarlo el día de hoy.

Antes de que lo hicieran, uno de los guardias se acercó y les fue quitando las esposas, mientras los otros les apuntaban con pistolas eléctricas. Fran los miró con odio y, apenas le quitaron las esposas, se alejó de ellos lo más que pudo. Se sentó al lado de una mujer en silla de ruedas que parecía ser muda y, por una hora, no hizo más sino pensar en lo que les haría a los guardias si no tuvieran como someterlo.

 - Que hiciste?

Fran salió de su imaginación y volteó a mirar a la anciana. Seguía tan impasible como antes, mirando al exterior, más allá que acá.

Resopló y y apretó los puños, con rabia. Volvió a sus pensamientos, los que le hacían sentir más y más rabia, hacia él, hacia todos.

 - Tomas algo para eso?

De nuevo volteó a ver a la mujer, que seguía mirando al exterior. Pero no era ella quien hablaba. De atrás de Fran se acercó otra mujer, algo más joven que la otra pero también en silla de ruedas. Tenía una expresión de suficiencia en su rostro que le daba un aire de presunción bastante fastidioso.

 - Que?
 - Tu mano, chico tonto.

En efecto, las manos de Fran temblaban todo el tiempo. Era la primera persona, aparte del doctor en la prisión, que lo había notado.

 - Heroína? O algo menos fuerte?
 - Que?

Estaba vez la cara de fastidio fue más evidente.

 - No sabes decir más?

Fran se puso de pie pero apenas lo hizo, vio como uno de los guardias se acercaba al lugar donde estaba. El tipo le apuntó con la pistola. Pero entonces la mujer los dio unas palmaditas en el estomago y el guardia se puso nervioso.

 - Señora, yo me encargo.
 - No sea ridículo. De que se va a encargar?
 - Este hombre... No le hizo nada?
 - Este payaso a mi? - decía señalando a Fran. - Hijo, hace falta mucho más que unos malos tatuajes y  una mirada despectiva para atemorizarme. Váyase mejor allí, parece que lo necesitan

En efecto, al otro lado de la habitación, uno de los reos le daba palmadas a un anciano que parecía no poder respirar. El guardia salió corriendo.

 - Entonces, vas a responder o no? Que haces aquí?

Fran no quería responder. No tenía idea de quien era esa mujer y no le interesaba. Además tenía planeado pasar casi desapercibido durante su estancia en la cárcel y esperaba que se dieran cuenta que esto del "trabajo social" no era algo que él pudiese hacer.

Resentía todo y a todos. Odiaba tener que hablar con la gente, verlos reír y disfrutar de una vida que Fran no sabía porque ellos merecían y él no. Era peor pensar que él los envidiaba y por eso las drogas habían sido ideales para él: lo llevaban a un lugar en el que solo él, Fran, era importante, y nada más era importante o existía si quiera.

Todos los días quería volver a ese lugar pero ya no podía. La estúpida cárcel y ese maldito doctor le estaban quitando todo lo que tenía adentro y, al final, solo sería una concha vacía, solo un cuerpo que se reiría de las mismas idioteces que todos los demás. Y no sabría que, si fuera todavía él, se odiaría con todas las fuerzas del mundo.

 - Prefiero la cocaína y los ácidos y el éxtasis.

La mujer se le quedó mirando, como si lo analizara.

 - No te ves como un chico que pueda pagar esa clase de gustos.
 - Robo gente.
 - Ah... Eso lo explica. Y por eso tiemblas. El dolor, la urgencia.

Fran evitó su mirada, mientras ella lo escudriñaba, centímetro a centímetro.

 - No sabes nada. Crees que conoces el dolor? Trata de vivir con un riñón y un esposos inútil. Con hombres abusivos y mujeres envidiosas. No sabes nada.

La mujer empezó a alejarse en su silla pero se detuvo, dándole la espalda a Fran.

 - Y tus padres? Que dicen?
 - No sé quienes son.
 - Desgraciados crían hijos desgraciados.

La anciana giro en el mismo punto y miró a los ojos a Fran, que por primera ves, no evitó mirarla.

 - Que medicamentos te dieron?
 - Valium y Ativan.
 - Idiotas.

De debajo de la silla, la mujer sacó una cajita de pastillas.

 - Estas son hechas de algas japonesas. Te relajan mejor que cualquiera de esas porquerías. Mi hija  Amanda me las envía, vive allá. Se casó con uno de ellos.

De la cajita, sacó una tabla de 8 pastillas. Se las dio a Fran y luego cambió el tema, evitando que el las devolviera. El chico se las guardó en un zapato y entonces empezaron a hablar de sus vidas, de detalles sin importancia y de lo que menos les gustaba del mundo.

Fran volvió una vez por semana durante toda su sentencia. Y fue esa mujer su única amiga en el mundo porque por fin pudo entender a alguien más y sentirse comprendido.