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miércoles, 13 de febrero de 2019

Recogiendo laurel


   El trabajo de verano era bastante sencillo: había que recoger las hojas de laurel con mucho cuidado e irlos depositando en un cesto de mimbre. Al final de la tarde cada persona debía escribir en un gran tablero la cantidad de cestos que había logrado llenar a lo largo del día. Lo normal era que pudieran llenar al menos una quincena de cestos, sino es que mucho más. El pago era dado cada semana y se hacía en efectivo, en una pequeña ventanilla que había a la entrada de la casa principal. Según se decía, era una tradición de hacía muchos años.

 Pero para la mayoría de los que estaban allí, era solo un trabajo de verano, el trabajo pasajero que terminar y al cabo de tres meses. La cosa era que para la mayoría también, aquel era un lugar totalmente nuevo y desconocido. Algunos lo habían elegido por estar más cerca del campo y, al mismo tiempo, de las playas Y algunos de los centros nocturnos veraniegos las populares de toda la región. Algunos otros deberían hacer grandes exploraciones de la metrópoli cercana que tenía todo lo que ellos pudieran desear.

 Estaba claro que para muchos de los trabajadores permanentes no era nada atractivo ir pueblo, y mucho menos a la ciudad. Para ellos esos lugares eran sólo sitios atiborrados de automóviles, de gente y de comida que sabía más a plástico que a cualquier otra cosa. La primera gran experiencia que les dieron a los nuevos trabajadores fue la de cocinar una cena especial el primer día de su llegada al trabajo. Era una cena comunitaria en la que todos ayudaron a cocinar a partir de los alimentos recogidos en las granjas cercanas.

 La idea era que se relacionarán de una manera más cercana con todos los alimentos que iban ayudar a recolectar. Al fin y al cabo, quiénes habían pedido la ayuda de jóvenes extranjeros eran los miembros de un colectivo creado por varios granjeros de la zona. Algunos cultivaban pimientos, otros tomates y algunos otros laurel y un mucho su otras especias usadas en la cocina. Lukas, por ejemplo, estaba más que todo interesado en el cultivo del azafrán Y había querido trabajar en una de las plantaciones que había visto en fotografías.

 Sin embargo, ese año los cupos para la plantación de azafrán estaban llenos y no hubo lugar para que Lukas participara. Fue así como llegó a la plantación de laurel en la que empezó a trabajar con gran entusiasmo. Envidió a aquellos que habían elegido sus plantaciones desde hacía mucho antes, pero la verdad era que Lukas no había sabido nada del programa sino hasta hacía muy poco. Su madre le había insistido desde el invierno en planear algo para el verano pues la familia no tendría dinero para irse de vacaciones, pero tal vez sí podrían reunir algún dinero para enviarlo a un lugar no muy lejano, donde pudiera hacer algo útil.

 Lukas no tuvo problema alguno en adaptarse rápidamente a su nuevo sitio de vivienda. De alguna manera, las personas le recordaron mucho a sus abuelos que vivían en una comunidad rural no muy lejos de su ciudad natal. A veces, cuando eran jóvenes él y su hermana, sus padres los llevaban allí para que pasaran algunos días con sus abuelos disfrutaran de los beneficios del campo, como eran el aire limpio, el contacto con los animales y el hecho de poder aprender muchas cosas que tal vez le servirían en algún momento de sus vidas.

 Pero tras algunas semanas, de hecho sólo dos, Lukas se dio cuenta de que todo no podía tratarse del campo y de los alimentos que esté proporcionaba. Al fin y al cabo, era un chico bastante joven, en edad de divertirse con otras personas de su misma edad. Apenas iba en tercer semestre en la universidad, no sabía mucho de nada y esperaba que, con viajes como ese, sumados a su educación, le brindaran todo lo necesario paren verdad saber quién era y para donde se suponía que debía ir en la vida. Ciertamente, no era algo fácil de concluir.

 Por eso decidió visitar el pueblo en uno de los más calurosos días desde que había llegado. Hasta ese día se dio cuenta de que el pueblo era un gran imán de turistas de toda la región incluso de otros países. Resultaba que el mar no sólo proporcionaba grandes cantidades de peces y mariscos para los muchos restaurantes, Sino que también había kilómetros y kilómetros de playas, alguna cerca del casco urbano y otras alejadas del todo por campos de piedras filosas. Incluso sendero de una playa nudista muy particular.

 Ese primer día, Lukas decidió comportarse como todo un turista: visitó todo lo que se suponía que tenía que ver, después trató de perderse entre las callejuelas apretadas del pueblo y al final compró algunos recuerdos para llevar a casa, a su madre, a su hermana e incluso un par de tonterías para su abuela. Sabía que todos estarían muy felices de recibirlas, puesto que no era algo muy común en su familia salir del país y conocer culturas diferentes. Y fue entonces cuando se dio cuenta de qué debía ser más que un simple turista.

 El fin de semana siguiente decidió hacer algo que jamás haría con su familia o, de hecho, con ninguno de sus amigos o conocidos. Compró un mapa y emprendió camino hacia la playa nudista. Llevaba en su espalda un maletín con todo lo que creía necesario para esa aventura. Sabía que iba a tener que caminar bastante por lo que tenía una gran botella de agua helada y algunas cosas para comer que había comprado en el pueblo. En el camino vio a muchos turistas y también algunos lugareños que pescaban al borde del mar. Pero imposible no quedarse viento de vez en cuando a las solas que se movían, a veces gentiles y otras veces no tanto.

 El camino debidamente cuidado desapareció un momento otro para darle paso a un gran campo de piedras que parecían dispararse de un lado al otro. Entre ellos pasaban cangrejos y otros pequeños animalitos. Lukas no podía evitar tomarle fotos a todo. Para él era algo tan diferente creía que muchas personas no entenderían su emoción. Pero algo lo sacó de ese momento para llevarlo a otro lugar, uno que nunca se había atrevido a explorar. De entre unos matorrales secos provenía el inigualable sonido de los gemidos humanos.

 Por un momento tuvo miedo de ver quiénes serán las personas que producían aquellos distintivos sonidos de placer. Se acercó poco y pudo distinguir claramente que se trataba de dos hombres Y uno más que el otro era quien hacía tremendo ruido. Fue cuando se le resbaló una de sus sandalias que decidió retomar el camino hacia la playa, tratando de no mirar hacia atrás por miedo de ver a uno de los dos hombres, incluso los dos, tratando de ver quién era la persona que había interrumpido su apasionado encuentro.

 Cuando llegó a la playa, el primero que vio fue un pequeño puesto de madera en el camino una tabla con todas las reglas del lugar. Se disponía a leerlas cuando un tipo salió de detrás del mostrador y le sonrió, mostrando una gran cantidad de dientes supremamente blancos que contrastaban con su piel morena. El hombre fue muy amable en explicarle todo a Lukas. Le dijo que las reglas más importantes era no vestir nada y simplemente divertirse en el que, según él, era el mejor sitio en miles de kilómetros. Lukas no pudo sino sonreír.

 Aunque él comienzo sintió algo de vergüenza, terminó quitándose la ropa completamente sin ningún tipo de problema. Busco un lugar cerca de la orilla Y se echó ahí a leer un libro que había traído. Antes de hacerlo miró a un lado y el otro: la playa no estaba muy llena las únicas personas que había allí era hombres, todos completamente desnudos. Aunque algo lo había hecho imaginar que serían todos modelos de revista u hombres viejos, no era así para nada. La diversidad en cuanto a tipos de cuerpo era francamente fascinante.

 Esa tarde, Lukas se dedicó a leer, a comer lo que había llevado y a hacer algunas amistades al meterse al mar, por primera vez, completamente desnudo. Conoció a otros chicos que también trabajaban en plantaciones y se prometieron salir a beber algo una de aquellas noches calurosas en las que una cerveza era necesaria.

 La mejor parte llego al atardecer, cuando todos se reunieron alrededor de una fogata y bailaron y rieron y bebieron, brindando por la felicidad de todos. Caminando de vuelta, habló más con otro chico que había conocido y, por ironías de la vida, terminó siendo él otra de las personas que gemía de placer entre los arbustos secos cercanos a la playa, lo que le sacó una gran sonrisa a la mañana siguiente, recogiendo laurel.

lunes, 29 de octubre de 2018

Allá


   Escondido debajo del vehículo, Juan trataba de controlar su respiración. Era una tarea casi imposible, un reto demasiado grande en semejante situación. Seguía escuchando disparos a un lado y al otro, los gritos se habían apagado hacía tiempo. Parecía que todos se alejaban, pero él no podía moverse de allí. No porque no quisiera, sino porque sus piernas y sus brazos no parecían querer responder. Era el miedo que lo tenía allí, contra el suelo, temblando ligeramente, con sudor frío mojando su ropa.

 Estuvo allí durante varios minutos más, hasta que de verdad se sintió lo suficientemente a salvo como para luchar contra su cuerpo y moverse. No fue fácil, el dolor parecía querer romperle el alma. Sus huesos y cada uno de los ligamentos que los unía lo hacían gemir de dolor. Pero se tragó ese trago amargo y se arrastró de donde estaba hacia la débil luz de la tarde.  No se había dado cuenta de que pronto caería la noche y con ella regresarían los peligros. En ese lugar no era saludable pasear a la luz de la Luna.

 Se recostó un momento en el carro e iba a empezar a alejarse cuando recordó que tenía su chaqueta adentro y, en ella, su billetera con todos los papeles para identificarse. Se volteó a abrir y a coger la chaqueta. Cuando la tuvo en la mano giró la cabeza a un lado y el instinto de vomitar lo asaltó sin que tuviese tiempo de pensar. Lo hizo allí en el coche y luego afuera. Su conductor, con el que había hablado durante un buen tramo del viaje, yacía muerto en su asiento, parte de su cabeza esparcida por el asiento del copiloto.

 No era una imagen fácil de quitarse de la mente y tal vez por eso Juan se alejó con más rapidez de la que hubiese pensado. Sabía que había más cuerpos por allí, de pronto los de las otras personas que habían estado a su lado durante el viaje desde la capital del departamentos hasta el sector donde iban a tener unas charlas de convivencia. Es raro, pero sonrió al pensar en esa palabra porque parecía ser la más inconveniente después de lo sucedido. Solo caminó, sin mirar atrás o a sus pies sino solo de frente.

 Pronto le dolieron los pies. A pesar de tener un calzado apropiado para caminar sobre una carretera sin pavimentar, el estrés durante el tiroteo lo había dejado demasiado cansado. Quiso descansar pero sabía que debía caminar hasta llegar a un lugar seguro. No podía dejarse liquidar tanto tiempo después, de una manera tan estúpida. Caminó como pudo, dando traspiés, con sudor marcado por todas partes y con lágrimas secas en su rostro. Olía el vómito y sabía que probablemente estaba también manchado de sangre. Pero todo eso podía esperar hasta que llegara a alguna parte.

 Tal vez fue dos horas después, o tal vez más, cuando dio una vuelta la carretera y pudo divisar algunas luces a lo lejos. Era un pueblo pequeño, un caserío, pero eso era mejor que nada. Incluso si estaba bajo control de quienes los habían atacado, podría tener tiempo de llamar por teléfono o contactar con su oficina de alguna manera. El celular no lo tenía, pues se lo había dado a una de sus compañeros justo antes del ataque. Ella quería ver si en realidad no había señal y él le había dado el aparato para que se diera cuenta por ella misma.

 Fueron otros quince minutos hasta que se acercó a las casas más cercanas. Pero no golpeó en ninguna de ellas. Tenía que saber elegir, no podía simplemente tocar en cualquier parte pues de pronto podía caer de vuelta en las garras de quienes habían querido matarlo o llevárselo al monte. Caminó hasta escuchar el sonido de gente, en la plaza principal. Era un pueblo horrible, de esos que aparecen de la nada sin razón aparente. Allí no llegaba la civilización y tampoco parecía que les hiciera mucha falta.

 Trató de pasar desapercibido pero la gente de pueblo siempre se fija en los que no pertenecen al lugar. Lo vieron moverse como fantasma y adentrarse en la tienda del lugar. Por suerte, tenía algunas monedas en la billetera y tenían allí un teléfono, de esos viejos, que podía usar para contactarse con su gente. Las monedas apenas alcanzaron para que su secretaria contestara. La había llamado a su casa, porque sabría que no estaría ya en la oficina. Acababa de llegar del trabajo y se mostró asustada de oír la voz de su jefe.

 Sin embargo, puso atención a lo que él pudo decirle en el par de minutos que duró la llamada antes de cortarse. Le preguntó a la mujer de la tienda el nombre del pueblo y ella se lo dio: Pueblo Nuevo. Típico nombre de un moridero. La secretaria tuvo todo anotado y la llamada terminó justo cuando tenía que terminarse. El hombre agradeció a la mujer de la tienda y preguntó que si tenía un baño para que él usara. La mujer lo miró raro pero lo hizo pasar a la trastienda. Al fondo de un largo pasillo había un baño sucio y brillante

   Juan se lavó la cara y tomó un poco de agua. Seguramente no era potable pero eso no podía importar en semejante momento. Enfrentar un mal de estomago parecía algo mínimo después de todo lo que había vivido. Se revisó el cuerpo, mirando si estaba herido de alguna manera, pero no tenía más que raspones y morados por todos lados. La ropa olía horrible pero no tenía con que cambiársela, así que la dejó como estaba, después de tratar de limpiar las manchas más grandes con un poco de agua de la llave. Era inútil pero hacerlo lo hacía sentirse menos mal.

 Como tendría que esperar, salió de la tienda, no sin antes agradecerle a la mujer. Cuando él estuvo en el marco de la puerta, la mujer le ofreció una cerveza, sin costo alguno, para que pudiera recuperar algo de energía. Él sonrió y agradeció el gesto. Se sentó frente a una mesita de metal barato y tomó más de la mitad de su cerveza de un solo golpe. No se había dado cuenta de cuanta sed tenía. Una bebida fría se sentía como un pequeño pedazo de salvación convertido en liquido. Era maravilloso.

 Miró a la gente en el parque, hablando casi a oscuras, a los niños que corrían por un lado y otro, y a la señora de la tienda que limpiaba una y otra vez el mostrador al lado de la caja registradora. Era uno de esos pueblos, en los que la vida parece enfrascada en un eterno repetir, en un rito rutinario que solo se ve interrumpido cuando se les recuerda en qué parte del mundo viven. Porque seguramente muchas de esas personas conocían a los bandidos que habían matado a unos y secuestrado a otros, unas horas antes.

 De pronto eran sus esposos e hijos, sobrinos y tíos. De pronto eran madres o abuelas, o incluso huérfanos. El caso es que todos se conocían o se habían conocido en algún momento de sus vidas. Y ahora vivían en ese mundo que no era sostenible, un mundo en el que no existe la ley y el orden sino que se confía en que las cosas estén bien solo por el hecho de que deben de estarlo. Sí, es gente simple pero eso no significa que sus vidas lo sean. Solo significa que es su manera de enfrentar sus circunstancias.

 Ellos sabían, en el fondo, que vivían en un pueblo condenado con personas que serían su fin. Pero pensar en eso en cada momento de sus días sería un desperdicio de tiempo y de energía. En sus mentes, no había nada que pudiesen hacer para remediar el caos en el que vivían y por eso era que preferían esa existencia pausada, como suspendida en el aire, casi como si quisieran que el tiempo se moviera de una manera distinta. Eran gente extraordinaria pues eran simples y esa era su fortaleza.

 El sonido de un helicóptero se empezó a escuchar a lo lejos y luego se sintió sobre las cabezas de todos. Juan tomó la botella de cerveza y tomó lo último que había en ella de un sorbo. Se puso de pie y salió al parque, viendo como el aparato sacudía los arbolitos que había por todos lados.

 Se posó como si nada en un sitio sin cables ni plantas. Juan se acercó y lo identificaron al instante. Sin cruzar más palabras, el hombre se subió y pronto el aparato volvió al oscuro cielo del fin del mundo, para encaminarse de vuelta a una realidad que estaba tan lejos, que parecía imposible entenderla.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

El viaje de Diana

   Era precisamente por el sonido del mar que había viajado tantos kilómetros. Las ciudades con sus coches y bocinas y ruidos incesantes había sido suficiente para ella. Diana quería descansar de todo eso y alejarse, retraerse a un lugar en el que se sintiese más cómoda. Fue cuando pensó en su pueblo, en el que había nacido hacía muchos años y que había dejado atrás cuando era una niña pequeña. La idea se le había ocurrido en un momento y no la había dejado hasta que tomó la decisión.

 En principio, estaría fuera de casa por una semana pero la verdad, muy adentro de sí misma, sabía que estaría mucho más tiempo afuera. El trabajo la tenía cansada y le debían tantas vacaciones que no tenían opción de negarse a lo que ella dijera. La ley la protegía. Había estado trabajando como loca desde que había ingresado a ese puesto de trabajo y no había descansado sino los fines de semanas y eso que a veces también debía de trabajar esos días. Era un cambio sustancial a su rutina.

 Tomar el avión fue extrañamente liberador. Sabía que antes de llegar a cualquier lado, debía de viajar varios kilómetros y usar varios tipos de transporte. El lugar de su nacimiento, y el de sus padres, era un sitio remoto al que ellos jamás quisieron volver. Ella nunca preguntó mucho pero lo que entendió desde joven es que habían sufrido mucho, y el esfuerzo que habían hecho para salir adelante no podía deshacerse volviendo y siendo sentimentales después de tanto tiempo.

 Diana habló con ellos antes de salir de viaje, pero no quisieron hablar mucho del tema. Solo mencionar que iba a ir al pueblo, era como si fuese de nuevo una niña pequeña y no tuviese permitido hablar de ciertos temas. Su madre la cortó, recordándole que debía comer mejor pues estaba muy delgada. Con su padre fue lo mismo, aunque su manera de interrumpir fue un tosido extraño y luego un silencio muy tenso que parecía poderse cortar con un cuchillo. Era extraño pero decidió respetar la situación.

 El vuelo duró unas dos horas. Cuando bajó del aparato, por aquellas escalerillas que solo ponen en los aeropuertos pequeños, Diana fue golpeada por un calor sofocante y una humedad relativa que en pocos minutos la tuvo sudando la gota gorda. Sentía que respirar se le hacía un poco más difícil de lo normal pero tuvo que proseguir, yendo a buscar su maleta y luego buscando un taxi, que sería el encargado de llevarla a la ciudad más cercana. El corto viaje fue peor que en el avión, pues el hombre no tenía aire acondicionado y había un olor extraño pegado al cuero del automóvil.

 Cuando se bajó en la plaza principal de la pequeña ciudad, Diana miró a un lado y otro. Se aseguró de tener su maleta bien cogida de la manija y empezó a caminar por todo la plaza, por donde niños corrían de un lado a otro y había algunos puestos vendiendo comidas típicas de la región. Los hombres y las mujeres mayores sentados en las bancas de la plaza, típicos de las ciudades como esa, la miraban detenidamente pero sin preguntar nada ni ayudarla, porque era evidente que estaba un poco perdida.

Sabía que debía tomar otro transporte, una especie de taxi pero compartido, que era lo único que podía llevarla hasta su pueblo. Era un lugar muy pequeño, metido entre manglares y marismas. Por el olor del aire, sabía que el mar estaba muy cerca pero la ciudad por la que pasaba estaba encerrada en medio de la tierra y por eso el calor se sentía como si se lo echaran encima por baldadas. Era tan insoportable, que Diana tuvo que interrumpir su búsqueda un segundo para comprar un raspado de limón.

 Cuando lo terminó, pidió otro más y emprendió su búsqueda, que fue corta porque ya estaba al otro lado de la plaza, donde pequeños vehículos estaban estacionados. Tenían letreros encima de ellos, con el destino que servían. Eran un cruce entre una moto, una bicicleta y uno de esos automóviles que solo sirven para una persona. Normalmente Diana no se hubiese subido a algo tan obviamente peligroso pero la verdad era que el calor hacía que las cosas importaran un poquito menos.

 En minutos, estuvo sentada en la única silla con su maleta entre las piernas y tres personas más a su lado. Eligió uno de los bordes para no tener que sentirse como un emparedado entre dos personas, cada una con sus olores particulares. De verdad que no quería comportarse como una esnob, pero es que no estaba acostumbrada a que sus sentidos estuviesen tan alerta como durante ese viaje. El gusto, el tacto, el oído y el olfato estaban todos en constante alerta, como si no supieran que percibir primero.

 La vista, sin embargo, iba y venía. Empezaba a sentirse cansada. En el trayecto al pueblo cabeceó casi todo el camino y solo vio la carretera por momentos. No era pavimentada y estaba cubierta, en tramos, por árboles altos que hacían una sombra bastante agradable. Cuando por fin llegaron, tras casi dos horas más de travesía, Diana tuvo que abrir bien los ojos y quedó fascinada con lo que se encontró. Era el mar, tan azul y tan perfecto como muchos lo habían soñado, y nubes blancas como algodón flotando pesadamente sobre él. Todo era increíble y hermoso.

 Estuvo un buen rato mirando para arriba, parada en el mismo lugar donde se había bajado del vehículo que la había traído. Ya no había nadie alrededor y fue el sonido de una gaviota lo que la despertó de su trance y le recordó que debía buscar el sitio donde había reservado su habitación. Según tenía entendido, era el único hotel o similar que había en todo el pueblo. Había intentado llamar varias veces para reservar hasta que un día por fin pudo hacerlo con buena señal, por el tiempo suficiente.

 Caminando por la calle hecha de tierra, miraba a un lado y al otro. Había casitas modestas al comienzo y después unas más bonitas, con colores varios y de mejor construcción. Como en el otro pueblo, había también una placita pero esta era más pequeña y no tenía sino dos bancos algo desvencijados y muy poca gente alrededor, aunque seguramente serían muchos para la cantidad de personas que vivían en el pueblo. El hotel estaba justo en el marco de la placita, era una casa de dos pisos de color azul con rojo.

 La mujer que atendía era grande y un poco atemorizante. No decía más que un par de palabras pero con el pasar de los días Diana entendió que era solo su manera de ser. Así pasaba cuando se estaba mucho tiempo detrás de un mostrador, esperando a ver si alguien se aparecía. Ella le mostró la habitación a la joven, que lo primero que hizo fue desempacar, ponerse el traje de baño y salir directamente a la playa, sin pensar en mucho más. La orilla no estaba muy lejos de las casas.

 La arena era muy blanca, como si fuera falsa pero no lo era. Y el agua no estaba ni caliente ni fría, sino perfecta. Todo era ideal, por lo que se echó sobre una toalla que había traído y cerró los ojos durante un buen rato. Pero no durmió sino que pensó y pensó en lo que hacía, en sus padres y en su vida hasta ahora. Después, de manera inevitable, pensó en las personas que la rodeaban, en los habitantes de ese pueblo que tal vez recordaran a sus padres o tal vez quisieran conocerla a ella.

 Caminó mucho ese día y habló con vendedores de pescado, de mariscos, otro vendedor de raspados y la enérgica mujer que atendía la tienda del pueblo. Así como ellos preguntaban de su vida, ella preguntaba de la de ellos. Los días pasaron y la semana se convirtió en dos y luego en tres.


 Regresó a casa, casi un mes después de haber partido con conocimiento nuevo, sintiendo que era una persona distinta por atreverse a dar el paso de tener una aventura por sí sola, una travesía que la ayudaría a encontrarse a sí misma, para así saber cual sería el siguiente gran paso.