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miércoles, 10 de octubre de 2018

Mareo


   De un golpe, todavía la habitación dio media vuelta y luego siguió girando despacio, como si el impulso inicial la hubiese dejado con fuerzas para seguir avanzando. Nada dentro de la habitación misma se movió. De hecho, ninguno de los objetos guardados allí parecía haber sido afectado por el violento giro que estaba dejando todo el cuarto casi al revés. Todo se movía pero al mismo tiempo nada lo hacía. Era, más que una acción real, una sensación peligrosa, resultado de la peor comida de su vida.

 La pobre chica tenía la cabeza contra la cama, tratando de ocultarla por completo de todo lo demás que ocurría. Pero no era suficiente con eso, puesto que allí debajo de las cobijas también se le seguía moviendo el mundo. Su cara tenía un tono verdoso nada normal para una chica joven como ella pero muy común en alguien que se ha intoxicado con algo de manera reciente. En este caso, había sido un inocente bizcocho que había tomado de la nevera, puesto que nadie más parecía quererlo.

 Es un poco fastidioso cuando pasa algo así. Cuando tomas algo y piensas que estás siendo muy brillante porque eres tú el que toma la iniciativa. Pero luego se revela que no fuiste nada inteligente sino todo lo contrario. Fuiste otro tonto que cayó en la trampa más profunda de todas y ahora tienes que patalear para poder salir. En el caso de la chica, no había hecho nada para salir del estado en el que estaba. De hecho, apenas había sentido los mareos, se había echado en la cama y ahora pensaba que otra cosa hacer.

 Trató de ponerse de pie de nuevo pero el movimiento de la habitación a su alrededor hizo que se cayera para atrás, quedando sentada sobre la cama. Cerrar los ojos no servía y mantenerlos muy abiertos parecía que tampoco. Pero sabía que no podía dejarse de algo tan extraño como eso. Debía de ponerse de pie y luchar contra sí misma si era necesario. Así que eso hizo: como pudo, se puse de pie y caminó como una niña pequeña hasta la puerta del baño. Abrió la llave de agua fría y se metió poco después.

 Nunca se bañaba con agua a esa temperatura, pero decían que era lo mejor por hacer. Le dolía ahora la cabeza más que nunca y sus brazos y piernas se estaban entumeciendo por lo fría que estaba el agua. De hecho, se sentía casi como si estuvieran cayéndole hielos sobre el cuerpo. Aguantó lo que más pudo y luego salió, secándose con una toalla que se envolvió alrededor del cuerpo. Caminar de vuelta a su habitación fue casi tan difícil como en el sentido inverso. El marea no se había detenido y, peor aún, estaba sintiendo unas ganas incontrolables de vomitar. Lo sentía cerca.

 Pero al final no pasó nada. Había sido una falsa alarma. Pero alarma al fin y al cabo. Tenía que hacer algo para evitar que le afectara más. Ese día tenía que salir y hacer muchas cosas y no podía quedarse en casa solo porque se había envenenado con un pastelillo viejo. Algo tenía que hacer fuera de lamentarse y quedarse sentada en el borde de la cama. Tenía que mover los brazos y las piernas y tratar de usar los ojos para ver algo más que la habitación moviéndose de un lado a otro.

 De golpe cayó en cuenta que tenía algunas hierbas aromáticas en la nevera, pues su madre se las había traído en su última visita. Las había comprado para su hija porque sabía lo mucho que comía cosas que muchas veces no le sentaban muy bien que digamos. En otras palabras, el pastelillo no había sido el único de la culpa, puesto quién se lo había comido tenía fama de comer y comer y comer sin mirar qué era lo que estaba comiendo. Era casi algo que la gente esperaba de ella.

 Por eso hacía ejercicio, para compensar algunos de sus hábitos menos saludables. Y sin embargo, con precauciones y demás, un pequeño pastelillo pasado había sido el que la había hecho sentirse peor. Quiso reírse de la ironía pero no podía ni hacer eso, pues estaba asustada de sentirse peor aún de lo que ya se sentía. De nuevo, se puse de pie como pudo y caminó hacia la cocina. Quedaba más lejos que el baño, así que tuvo que apoyarse ligeramente de la pared para poder llegar hasta allí.

 Con esos, se daba cuenta de que todavía se estaba sintiendo horrible. El pasillo que llevaba a la cocina estaba más oscuro que el resto del lugar, y eso lo sintió ella como un bálsamo para sus sentidos. El mundo allí se le movía menos, por la simple razón de que casi no podía verlo. Se detuvo en seco a la mitad del recorrido para ver si se sentía mejor con esa ausencia de luz. Tal vez era una buena idea sentarse allí un rato o cerrar todas las cortinas de la casa para mantenerse en un estado de penumbra, al menos por unas horas.

 Pero cuando se fue a sentar en realidad no se sentó. Resbaló por el muro, cayendo sin control, hasta que se pegó un sentón en el suelo. Luego el cuerpo se convirtió en algo similar a un espagueti cocinado, cayendo sin gracia en el suelo, con los ojos cerrados y la boca medio abierta. La joven se había desmayado, pues su cuerpo seguramente no había aguantado más todo lo que estaba pasando. Quedó allí, envuelta en su toalla y totalmente estirada a lo largo del pasillo. En un raro el sol que venía de la sala tocó sus pies, y fue entonces cuando por fin volvió en sí.

 Habían pasado varias horas, pues la luz del sol era ya débil. Apenas se despertó, se dio cuenta que le dolía el costado. Al fin y al cabo su cuerpo había caído justo sobre el brazo. Como pudo, se sentó en el suelo y trató de respirar un poco. No fue sorpresa volver a sentir el mareo de más temprano, solo que ahora parecía un poco menos intenso. Quiso ponerse de pie pero sus piernas no parecían responder. Intentó varias veces pero simplemente no podía ponerse de pie por su propia cuenta.

 Fue entonces que empezó a llorar. No era de ese llanto que apenas suena y dura un momento. Era todo lo contrario, como si unas puertas interiores en su mente se hubiesen abierto y todo hubiese salido de golpe por allí, arrasando con todo por su paso. No podía detenerse, pensando sobre todo que no había nadie allí para consolarla o para ayudarla. Estaba completamente sola y no había manera de enmendarlo en ese momento y mucho menos en el tiempo necesario para que la ayudara a pararse del suelo.

 Pensó en quedarse dormida allí, pues lo que necesitaba más que nada era descanso. Pero recordó entonces lo de las hierbas aromáticas y se decidió por ir a la cocina primero. Como las piernas no respondían como debían, la chica casi se arrastró, un poco gateó hasta la cocina. La luz había bajado bastante y, pudo ver por la ventana, que la noche no estaba muy lejos. Había dormido mucho más de lo que había pensado. Todo el día se había ido a la basura por culpa de aquel estúpido pastelillo.

 En el suelo de la cocina, abrió uno de los cajones y sacó una olla pequeñita. Era entonces que debía de ponerse de pie, haciendo el esfuerzo real de querer mejorar. Más lágrimas resbalaron por su rostro, pues su cuerpo no quería responder. Por un momento pensó todo lo malo: que había quedado invalida de alguna manera, que no podría volver a moverse de manera independiente jamás y que ahora necesitaría toda la ayuda posible para desplazarse y poder vivir una vida tranquila y sin complicaciones.

 Pero no. Al final, con persistencia, la joven pudo ponerse de pie. Llenó de agua la pequeña olla y en poco tiempo tuvo agua hirviendo lista. Había echado antes las hierbas aromáticas y ahora el sitio olía muy bien, aunque de manera muy sutil. Sirvió el liquido en una taza y empezó a tomarlo de inmediato.

 Cuando terminó, volvió a su habitación rápidamente. No supo muy bien como había caminado de un lugar al otro. Lo cierto es que cayó rendida en la cama y decidió que lo mejor era dormir un rato y esperar mejoría. Así como estaba no había nada más que hacer. Tenía que hacerlo ella misma.

lunes, 2 de julio de 2018

Mundialista


   De pronto, un gruñido pareció salir de la mismísima tierra, como si algo oculto en las profundidades del planeta se hubiese despertado. Por supuesto, eso no era posible pero era la sensación que semejante sonido causó en quienes no habían estado poniendo mucha atención a los hechos del día. Aquellas personas que no tuviesen un televisor en frente seguramente habían sentido el estruendo colectivo que se expandió como una ola por el aire y la tierra, alcanzando a todos, al menos en las ciudades.

 Sin embargo, había algunas personas mucho más interesadas en la causa del sonido que las demás. En una oficina alejada, Mario miraba la pantalla de su computador que expectativa. Lo que veía era algo muy simple: un partido de fútbol, el deporte más popular en el planeta. Y eso no era algo que se pudiese debatir, era simplemente un hecho. Y por eso todo el país se había detenido durante un instante para ver que pasaba en un estadio en un país lejano, tan lejano que la diferencia horaria alcanzaba los dos dígitos.

 Mario veía el partido pero más que nada buscaba, entre tantas figuras corriendo de un lado a otro,  a una en especial. Miraba con cuidado los números de los jugadores y no descansó hasta por fin encontrar el que estaba buscando. Era el catorce, que resaltaba por su color rojo sobre un fondo negro. Arriba del número, en letras pequeñas, estaba escrito el apellido del jugador. En este caso era Martínez. Mario sonrió y se alegró de haber podido terminar la reunión en la que había estado antes de lo programado.

 No podía haber dicho que quería ver a su amante en la televisión. Primero, porque nadie sabía que a él le gustaran los hombres. Segundo, porque sería un poco increíble alardear por ahí que se está en una relación, cualquiera que sea, con alguien famoso. Y tercero, y tal vez más importante, el jugador número catorce estaba muy públicamente casado con una mujer y tenía dos hijos pequeños. En todas las revistas aparecía con ellos, feliz, con una sonrisa que alcanzaba a ocultar su verdad.

 Por eso Mario no podía forzar la reunión de ninguna manera obvia. Solo tenía que recurrir a los hechos que, afortunadamente, estaban a su favor. La reunión había sido convocada para verificar la cantidad de materiales que tenían y  resultaba apropiado que el cargamento que habían pedido justo había llegado al puerto a primera hora del día. Por eso la reunión solo trató temas más sencillos y pudo terminar mucho más rápido de lo planeado. Mario casi corre a su oficina para ver el final del partido, que afortunadamente el equipo nacional estaba ganando con dos goles a favor y ninguno en contra.

 Cuando dieron el silbatazo final, Mario pudo respirar y casi al mismo tiempo suspirar por el número catorce, que fue el primero en ser entrevistado por la cadena nacional que transmitía el partido. Estaba claramente cansado, sudando bastante y con la mirada algo perdida. Mario trataba de reconocer en él algo que hubiese visto antes, pero la verdad era que hasta ese día había evitado a toda costa ver los partidos en los que su amante participaba. Es más, jamás lo había visto jugar en ninguno de los equipos en los que había estado.

 Para Martínez eso siempre había sido algo gracioso pero en parte le había parecido atractivo acerca de Mario. Se habían conocido en una fiesta privada, de la cual habían salido juntos a una casa mucho más privada donde habían tenido una noche de sexo casual. Para Mario, eso había sido algo pasajero e increíble, algo que podría contar en el futuro a sus amigos o para alardear con ciertas personas. Cosas irreales.

 Sin embargo, durmió toda la noche con Martínez y al otro día se despertó mirando al jugador de futbol que seguía profundo. Solo lo observó un rato, hasta el momento en el que le pareció escuchar gente en alguna parte, cerca, y decidió que no podía arriesgarse. Se vistió de manera apresurada y salió como pudo de la enorme casa, corriendo por el jardín y luego saltando una cerca por su parte más baja. Le dio miedo que lo vinieran a detener algunos agentes de seguridad privada, pero eso no pasó.

 Pasaron semanas hasta que Martínez lo contactó por correo electrónico. Al comienzo tomó el mensaje como una broma, puesto que no tenía ningún sentido que una persona famosa enviara correos así como así, a cualquier persona, sin importar lo que había pasado antes. Mario borró el mensaje y decidió no ponerle atención. Llegaron algunos correos más pero los siguió borrando, cansándose de los bromistas que parecían no tener nada mejor que hacer que elaborar mensajes falsos.

 Fue cuando el futbolista apareció en su edificio un día que se dio cuenta que todo lo que había pasado hacía tantos días, todavía significaba algo. No solo para él sino también para el catorce, que había llegado con un guardaespaldas, convenciendo al portero que lo que venía a hablar con Mario era un tema de negocios muy importante y por eso la privacidad era lo primordial. Para sorpresa de todos, el vigilante cumplió su palabra de no decir nada, a cambio de un par de mercancía relacionada con la selección nacional, autografiada por el futbolista. Todo enviado a la casa del vigilante, casi al instante y con algunas sorpresas más por si eran necesarias.

 Esa vez, Martínez y Mario hablaron por largo rato. El futbolista le confesaba al otro que no había dejado de pensar en él desde esa noche de la fiesta y que se había sentido muy mal por no haber pensado en él cuando lo había llevado a la casa. No había calculado la cantidad de alcohol que había consumido y eso había causado que no se despertara a tiempo para poder ayudarlo a salir de la casa sin ser visto. Eso lo hacía sentir mal y se le notaba por su postura y su lenguaje físico, que hablaba mucho.

 Mario le dijo que no había problema pero la verdad pensaba en cual sería la mejor manera de cortar todo el asunto de una vez. Sí, había sido emocionante y muy placentero lo que había ocurrido, eso no se podía negar. Pero tampoco se podía negar el hecho de que, cada vez que hablaban de él en la televisión, siempre aparecían fotos de su mujer y sus hijos o incluso todos ellos aparecían como tal a su lado, como una gran familia feliz que nunca se aparta el uno del otro. Y para Mario eso era mucho más que incomodo.

 No solo era que no quería destruir una bonita unión familiar pero era más que todo el hecho de que no quería ser él el que causara semejante noticia a nivel nacional. Además, estaba el hecho de que él no había salido del closet ante todo el mundo, solo ante sus padres y algunos amigos, y la verdad no le sonaba muy buena la idea de que todo el país supiese que era homosexual y que, además, supieran que había sido la persona que había destruido una de las relaciones más celebradas por la gente.

 Sin embargo, y como siempre suele pasar, Martínez convenció a Mario para que pudieran seguir adelante con su relación. Aclaró que no era solo sobre el sexo, sino que también le interesaba poder llegar a conocer mucho mejor a Mario y poder hablar de él de cosas varias y compartir un poco de sus vidas, eventualmente. Mario sabía que eso no tenía ningún sentido, que no había ningún futuro en una relación que tenía que ser a escondidas. Pero se dio cuenta de su hipocresía, al no estar cómodo con ser abiertamente homosexual.

 Por eso le dijo a Martínez que sí, por eso tuvieron relaciones sexuales esa tarde y por eso hablaron por internet por mucho rato, a lo largo de todo el tiempo que Martínez tuvo para entrenar y prepararse para el evento más importante de toda su carrera como futbolista. Mario fue parte de todo eso.

 Por eso vio ese primer partido con alegría. Una alegría que le hizo doler el pecho porque sabía que no sería algo permanente. No se trataba de saber si las cosas iban o no a funcionar, sino de cuando dejarían de hacerlo y como sería ese final, para los dos. No podía terminar bien pero de resto, nada se sabía.

lunes, 4 de diciembre de 2017

No hay mal que por bien no venga

   El ruido en la calle era ensordecedor. No se podía pensar correctamente con tantos sonidos alrededor. No solo era la interminable fila de automóviles, cada uno usando el claxon en un momento diferente, sino también las voces de las personas, los motores de las motocicletas, los timbres de la bicicletas y el bramido de todos los vehículos combinados. Además, y como no era poco frecuente en aquella ciudad, se escuchaban también los sonidos de percutores de alta potencia, usados por obreros en la calle.

 El taxi hacía mucho tiempo que no se movía ni un milímetro y Susana empezaba a desesperarse. Normalmente no le importaban mucho los trancones puesto que estaba acostumbrada a ellos. Su solución había sido siempre salir muy temprano y simplemente usar el tiempo en el transporte público haciendo algo más. Pero ya habían pasado quince minutos desde que había terminado su única tarea pendiente y eso la hacía poner atención a su entorno, cosa que no era muy buena.

 Susana era de esa clase de personas que debe vivir en constante movimiento, haciendo algo con la mente o las manos. Si de pronto dejan de moverse o de pensar, simplemente se vuelven locos. No locos en el sentido tradicional sino que pierden el sentido de todo, parecen no saber donde están y se desesperan por cualquier detalle. Por eso no tener nada más que hacer en un lugar como ese era lo peor que le podía pasar a Susana y ella lo sabía muy bien, pues ya le había ocurrido antes.

 Sacó el celular del bolso y empezó a mirar si tenía mensajes o llamadas perdidas. Pero no había nada de eso, lo cual era sorprendentemente inusual. Pensó en llamar a su secretaria para saber que pasaba en la empresa pero recordó que era la hora del almuerzo y seguramente no habría nadie cerca del teléfono que le pudiese ayudar. Su comida ya la había consumido, así que eso era algo menos que podía hacer. Solo había sido una ensalada ya lista de supermercado y una limonada demasiado agria.

 Se inclinó sobre la división de los asientos delanteros y le preguntó al conductor si tenía alguna idea de porqué nada se estaba moviendo en la avenida. El tipo tenía los audífonos puestos y se los quitó al notar a Susana, que tuvo que repetir su pregunta. El hombre se encogió de hombros, y sin más, se puso los audífonos de nuevo. Susana entornó los ojos, hastiada de la gente que no tenía ni idea de cómo hacer su trabajo, y se echó para atrás, recostándose contra la silla. Su cita era en media hora pero quería llegar antes para causar una mejor impresión. Era su manera de hacer las cosas.

 Pasaron otros cinco minutos y Susana sacó de nuevo el celular de su bolso. Lo había guardado cuidadosamente y no sabía porqué, ya que era el único objeto con la capacidad de tranquilizarla un poco, aunque en ese momento no estaba funcionando mucho. Verificó la dirección a la cual se dirigía y luego abrió la aplicación de mapas que venía con el aparato. Su ojos se abrieron al darse cuenta que estaba a solo unas diez calles del sitio. Podía caminar tranquilamente para llegar.

 La mujer abrió el bolso de nuevo y guardó el celular de nuevo pero esta vez sacó su billetera y estiró una mano para tocarle el hombro al conductor. Este se quitó los audífonos y se dio la vuelta. Tenía cara de haber estado durmiendo. Susana ignoró esto y le dije que se bajaba y que le diera la tarifa. El hombre no dijo nada, solo tomó una tabla de plástico con números y le indicó a la mujer cuanto debía pagar. Ella sacó el dinero justo, se lo dio en la mano al hombre y salió del taxi con una sonrisa.

 Ya en la acera, respiró profundamente. Era muy distinto poder respirar un aire algo más puro que el de un automóvil, así la avenida se estuviese llenado lentamente de los gases de los coches. Pensó en que lo mejor sería tomar una calle perpendicular, en pendiente, para llegar adonde necesitaba ir. Llegó a un semáforo y cruzó y fue entonces que escuchó un estruendo más en la vía. Por un momento pensó que había sido alguna especie de máquina pero resultó ser un trueno lejano.

 No se había alejado mucho de la avenida cuando empezó a llover con fuerza. El viento se arreció de repente y Susana empezó a correr sin mucho sentido, pues no se fijaba para donde estaba yendo. Lo importante en ese momento era buscar un lugar para cubrirse. Lamentablemente para ella, la calle era más que todo residencial y tuvo que correr dos cuadras más para llegar a una zona de pastelerías y tiendas de artículos para el hogar. Entró por la primera puerta que vio, asustada por otro trueno, más cercano.

 Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta que había entrado en una especie de casa de té. Estaba un poco oscuro por la tormenta en el exterior pero varias velas alumbraban el entorno. Varias personas comían postre, la mayoría eran personas mayores pero había también otros que parecían estar en alguna reunión de negocios o simplemente comiendo algo con un amigo. Susana caminó al mostrador, con el pelo escurriendo agua. Miraba lo que había disponible para comer aunque en verdad no tenía nada de hambre. La mujer que atendía, más joven que ella, la miraba con curiosidad.

 Susana fue a abrir la boca pero la cerró de nuevo. La verdad no sabía si quería quedarse mucho tiempo en el lugar. Pero al mirar la ventana que daba a la calle, se dio cuenta que ir caminando ya no era una opción. Era increíble la cantidad de agua que caía del cielo. Parecía como si no hubiese llovido nunca. El cielo se había puesto de un color muy oscuro y no se veía ya nada de gente en la calle. Sin embargo, las personas que había en la casa de té no parecían interesadas en el exterior.

 Por fin se decidió por un café y un pastelito pequeño que parecía no saber a nada. La mujer le cobró y Susana le pagó sin mirarla. No era algo consciente, sino algo que siempre hacía cuando interactuaba con la gente en lugares así. Su mirada fija estaba reservada para reuniones como la que pensaba tener en poco tiempo. Apenas pudo, tomó una pequeña mesa en un rincón y trató de arreglarse un poco el cabello. La misma cajera le trajo el café y el pastelito, que Susana dejó sin tocar por un momento.

 Lo primero era ver la hora. Faltaban ahora solo cinco minutos para la cita y el lugar, aunque no era lejos, era ahora inaccesible por la tormenta. Decidió llamar y preguntar por el hombre con el que tenía la cita, para disculparse, pero nadie respondió. La línea funcionaba pero nadie contestaba, ni siquiera el conmutador automático. Colgó y tomó algo de café. Su mirada estaba perdida, puesto que el negocio que iba a concretar hubiese significado algo muy importante para su empresa.

 Suspiró rendida y tomó el pastelito para darle un mordisco. La decepción de repente le había abierto el apetito. Era un pequeño bizcocho blanco con relleno verde y Susana se sorprendió con el sabor. Sonrió por primera vez en mucho tiempo, puesto que el bocado le había provocado un cierto calor en el corazón, o en el pecho. Donde fuera,  había sentido como si se hubiese tragado una barra energética de gran potencia, que no solo daba ganas de moverse sin una alegría bastante particular.

 Era como un optimismo extraño que la invadía y sabía que tenía que hacer algo con ello. Pensó en salir del lugar y enfrentar la tormenta o llamar de nuevo para ver si podía arreglar otra cita con el hombre. Pero la respuesta estaba mucho más cerca de lo que pensaba.


 A su lado, un hombre vestido de traje y corbata la miró, puesto que Susana se había  levantado de la silla y se había quedado quieta. Ella lo miró y soltó una carcajada. Era él con quién tenía la cita y resultaba que estaba allí, tomando algo con otra persona. Se saludaron de mano y empezaron a hablar.

viernes, 27 de octubre de 2017

Sabor a enfermo

   Estar enfermo tiene un sabor. Es algo raro y francamente asqueroso de decir pero así es. Cuando algo raro pasa en el cuerpo, todo reacciona. Incluso se dice que hay gente que puede oler enfermedad en otros pero eso es más mito que nada, puesto que los seres humanos tiene un sistema olfatorio bastante pobre. Sin embargo, nuestro sentido del gusto es de lo más avanzado que hay en la naturaleza y por eso nos sirve tanto en la vida. El caso es que podemos saborear un malestar.

 Ese fue el sabor que tuvo Rafa desde el primer momento del día. Se había despertado bien temprano, como todos los días desde hacía unos veinte años. Se duchó rápidamente y mientras se estaba poniendo la ropa del día fue cuando sintió el sabor en su boca. Fue tal el gusto extraño que decidió cepillarse los dientes antes y después de desayunar, cosa que no hizo ninguna diferencia. El sabor permaneció durante horas, mientras llegaba en bus a su lugar de trabajo y durante toda la mañana.

 Trabajaba en uno de esos centros de recepción de llamadas en los que ayuda con varias cosas a personas al otro lado del mundo. Era un trabajo francamente cansino pero no pagaba mal y era lo único que Rafa había podido conseguir después de salir de la universidad. Era un poco molesto oír las voces de cientos de personas hablar al mismo tiempo. Por eso le gustaba bastante la idea de la compañía de proporcionar auriculares que cancelaran el ruido e hicieran de concentrarse una tarea más fácil.

 Ese día se levantó de su puesto apenas pudo y corrió a la cafetería por uno de esos cafés insípidos de máquina automática. Podía tomar uno más fresco pero había gente haciendo fila y no quería dejar el puesto demasiado tiempo solo. Era bien sabido que los supervisores se la pasaban todo el día rondando por cada piso y si no veían a uno de los trabajadores en su puesto, lo anotaban. Se iban a acumulando algo así como puntos en contra. Después de cierta cantidad de infracciones, la persona era despedida.

 Rafa no tenía ninguna. Siempre había llegado temprano, incluso los días en los que había menos carga, y se iba siempre después de la hora marcada para evitar cualquier problema. Era una vida repetitiva y francamente aburridora pero era la que tenía y no podía quejarse. Podía estar peor y suponía que había que agradecer que las cosas le hubiesen ido mejor que a muchos. Claro que quería mucho más para su vida pero todo eso estaba fuera de su alcance por ahora, muy lejos de donde estaba en ese momento de su vida. Tal vez en algún momento pero no entonces.

 El café de la máquina salió hirviendo pero así se lo tomó el joven, quemándose la lengua mientras subía lo más rápido que podía las escaleras para volver a su puesto de trabajo lo más pronto posible. Sabía que ya casi era una hora en punto y ese era el momento que con frecuencia usaban los supervisores para pasarse por cada piso revisando los puestos y el rendimiento general de los trabajadores. Por eso apuró el paso todo lo que pudo y llegó a su puesto de trabajo en el momento justo.

 Tomó lo último del pequeño vaso de papel y lo tiró en un cesto debajo de su escritorio. Mientras veía a una mujer algo mayor que él acercarse, se dio cuenta de que el gusto en la boca seguía. Peor aún, ahora se sentía más fuerte que antes y fue más fácil determinar que debía estar enfermo. Fue como invocar un demonio o algo por el estilo porque justo en ese momento empezó a sentir la nariz congestionada y un escalofrío que le recorrió la espalda desde la base del cuello hasta bien abajo.

 Su piel se erizó justo cuando la supervisora llegó a su cubículo. La mujer lo miró detenidamente y él le sonrió, pues no supo que más hacer en el momento. Sin embargo, agachó la cabeza rápidamente y contestó uno de las millones de llamadas que ese edificio recibía al día. Así prosiguió la tarde y, a medida que pasaban las horas, se empezó a sentir cada vez peor. La congestión nasal era cada vez peor, tanto que tuvo que sacar una caja de pañuelos que nunca usaba para poder trabajar bien.

 Horas antes de salir hacia su hogar, estornudó con tal fuerza que varios de sus compañeros se levantaron y preguntaron por encima de la separación existente si estaba bien. Era obvio que no porque su cara ahora estaba muy pálida y su semblante parecía haber desmejorado en cuestión de segundos. Por primera vez en su tiempo de trabajo en esa empresa, decidió salir un poco antes. En parte para evitar el montón de personas que salían a la vez, pero también para evitar la congestión en el transporte.

 Salir antes no importó mucho. Tuvo que ir en el bus como si fuera una sardina enlatada. Era horrible puesto que tenía que retener sus estornudos. La boca y la garganta se fueron secando y cuando faltaba poco para su parada, Rafa empezó a toser con mucha fuerza. Se tapó como pudo pero las personas a su alrededor lo miraban como si estuviese loco o algo parecido. Era como si ninguno de ellos jamás hubiese sufrido de un virus contagioso como el que él obviamente tenía adentro. Se bajó antes de lo debido porque estaba cansado de todo, solo quería acostarse en su cama.

 Llegó unos quince minutos después, más cansado de lo normal y sin ganas de hacer nada. Sin embargo, pensó que no sería mala idea comer algo antes de acostarse. Cocinar no era algo que le gustara pero lo hacía porque salía más barato llevar comida hecha en casa al trabajo que ponerse a comprar todos los días en la cafetería de la empresa. Pero no quería esforzarse demasiado, así que solo se hizo un sándwich con papas fritas de un paquete que alguien le había regalado en el supermercado.

 Se sirvió un vaso grande de jugo de naranja y confió que le sirviera de algo. Comió todo en unos minutos, parado en la cocina y luego fue derecho a la cama. Se quitó la ropa, la tiró al piso y tomó la pijama que ya debía de ser lavada. Pero en ese momento eso no le importó. Apagó la luz y se acostó sin más. Cerró los ojos y empezó a caer en el sueño cuando recordó que al otro día tenía que trabajar. El pensamiento le fastidió bastante pero, por suerte, el sueño fue más fuerte.

 Cuando despertó al otro día, el sabor que tenía en la boca era el peor que había sentido en su vida. Era difícil describir el sabor pero lo que sí sabía era que no era nada bueno. Era algo asqueroso. Ese análisis lo hizo todavía en cama, sin mover un solo musculo. La verdad es que todo el cuerpo le dolía bastante y no tenía ganas ni ánimos para moverse. Sin embargo, movió la mano para poder tomar su celular. Era muy temprano, faltaba todavía una hora para levantarse e ir al trabajo.

 El pensamiento le dio mucho fastidio. Había estado haciendo lo mismo por años y la verdad era que todavía no había notado ninguna remuneración de parte de la vida por siempre seguir al pie de la letra las reglas y los horarios y todo lo que había que hacer. Había estudiado como loco y luego había trabajado como nadie antes. Sin embargo, no tenía nada que mostrar de todo ese esfuerzo. Era como si todo lo que hiciese fuera en vano, no importa que acciones tomara.

 El sabor en su boca era cada vez peor. Se levantó algo fastidiado de la cama y caminó a la cocina. Se sirvió más jugo de naranja. Mientras bebía, miró la ventana de su pequeña sala y se dio cuenta que algunas gotas empezaban a caer con fuerza contra el vidrio.


 Sin hacer mucho alboroto, volvió a su cuarto en penumbra. Apagó el celular, dejó el vaso de jugo medio lleno en la mesita de noche y se metió a la cama rápidamente. Su último pensamiento antes de quedarse dormido fue que estar enfermo podía ser lo que necesitara justo en ese momento de su vida.