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lunes, 24 de diciembre de 2018

Estábamos muertos


   Eran cómo triángulos, solo que volaban en silencio muy alto en el aire, como viendo que había debajo pero sin acercarse demasiado. Ramón no pudo sacar sus binoculares a tiempo para verlos más de cerca. La espesura del bosque nos protegía, así que no había caso en preocuparse por nada. Además, parecían ser naves de búsqueda y no bombarderos ni nada por el estilo. Sin embargo, había que ser cuidadoso. Nos quedamos quietos mientras los tres aviones triangulares surcaron el cielo. Desaparecieron de un momento a otro.

 Ramón me contó que el ejercito probaba desde hace años con tecnología de otros países, algo así como lo que les daban por regalar pedacitos del país a diestra y siniestra. Ya había varios campos fracturados por las máquinas para buscar gas y petróleo en áreas dónde nadie nunca había buscado antes. Me dijo que incluso era posible que los aviones estuviesen vigilando las zonas donde estaban esos puntos de extracción, y que nada tenía que ver con nosotros. Al fin y al cabo, puede que ni supieran de nosotros.

 Lo único que habíamos hecho era fingir nuestra desaparición, planeada por completo con todas las personas que conocíamos, las más cercanas en todo caso. Nos había llegado la noticia de que íbamos a ser arrestados, llevados a la cárcel sin juicio alguno. Era lo que ocurría en esos tiempos, sobre todo cuando se trataba de defender aquellas cosas por las que la gente ya ni peleaba. La mayoría quería ignorar todo lo que pasaba a su alrededor, pero nosotros estábamos hartos y queríamos hacer algo para hacerlos reaccionar.

 Se nos ocurrió perdernos. Pero no solo eso, sino perdernos con una ruta determinada, buscando los lugares que nadie quería que viéramos. Ya habíamos tomado fotos de las maquinarias en varios lugares y de los cráteres y fisuras en el suelo, que habían ya hecho un daño irreparable a los bosques y las demás áreas vírgenes del país. La idea era seguir así, con un perfil bajo, puesto que ninguno de ellos sabía que nosotros estábamos allí. No tenían porqué encontrarnos, puesto que no nos estaban buscando.

 Mi madre fue la que tuvo la idea de fingir nuestra muerte. Al comienzo, tengo que admitirlo, me pareció que la idea era un poco exagerada y que no era para tanto. Pero después ella empezó a explicar su plan, basado en algo que había visto en la televisión. Eso no fue lo que más me impactó, sino su pasión por lo que nosotros queríamos hacer. Estaba claro que solo seríamos Ramón y yo pero ella se encargó de que todos tuviesen esa misma pasión por nuestro proyecto y por eso terminamos ejecutando su idea. Y, hay que decirlo, fue un éxito rotundo. Para el resto del mundo, estábamos muertos.

 Ramón se dejó crecer la barba y se me hacía raro verlo así todos los días, pues no estaba acostumbrado. Incluso él se quejó mucho los primeros días, puesto que le picaba mucho y no podía cortar los pelitos que le molestaban. No habíamos echado en las mochilas nada para el cuidado del vello facial. Pero con el pasar de los días se fue acostumbrando, tanto que luego no le importaba mojarse la barba o que se untara de comida. Su sonrisa ocasional era la que me recordaba que las cosas estaban bien.

 Claro que no todo estaba bien porque allí estábamos, durmiendo en suelos húmedos o ni siquiera cerrando los ojos porqué no había donde hacerlo de manera segura. Habíamos cruzado montañas, bosques y pantanos y pronto tendríamos que llegar a las zonas más calurosas, que presentaban problemas particulares. El clima era diferente, claro está, pero eso requería cambios de ropa, cosa que podía ser un problema pues teníamos un surtido limitado de cosas que ponernos y donde guardar las prendas.

 Lo otro, era que antes de llegar a las selvas habría planicies de pastos bajos y pocos poblados. Eso quería decir que nuestra detección podía ser extremadamente sencilla, si es que alguien se molestaba en pensar un poco más de la cuenta. Por eso tuvimos que idear otra mentira que pudiésemos actuar a cabalidad, para poder llegar a nuestro destino real. Me alegré un poco cuando dejamos el frío atrás, tal vez porque sentía que no estaba muy lejos de resfriarme. Ramón en cambio, era el hombre más resistente del mundo.

 Cruzamos el primer tramo de planicie y llegamos a un pequeño poblado, poniendo así en marcha nuestro plan para llegar a la selva. Dijimos que éramos estudiantes investigando para nuestra tesis. Que viajábamos por la región investigando una muy particular especie de pájaro que pasaba por allí durante su migración. Era una historia simple e inocente, que estaba más que todo recargada en el conocimiento que tenía Ramón de la biología del país y de todo lo que tenía que ver con el mundo natural.

 Él era un artista, un actor de teatro que yo había conocido por pura casualidad. Fue en una fiesta antes de Navidad, hace muchos años. Creo que bebí un poco más de lo que debí y él hizo lo mismo. Hablamos como tres horas seguidas en un balcón, mientras bebíamos aún más y comíamos cualquier cosa que pudiésemos encontrar en la casa de una amiga en común. Al otro día, todavía no recuerdo muy bien cómo, amanecimos en la misma cama, abrazados el uno al otro. A veces todavía pasa lo mismo en las mañanas. Sonrío siempre que recuerdo lo graciosa que puede ser la vida, cuando quiere.

 Nuestra mentira pareció funcionar. Nos quedamos dos días en ese poblado, argumentando que nos documentábamos de la mejor forma posible y luego seguimos a otro poblado y luego a otro más, hasta que por fin dimos con una ciudad de tamaño medio, en la que había un aeropuerto con vuelos comerciales a la ciudad más grande de la selva. Ese era nuestro destino, puesto que entrar a la selva por cualquier otra parte sería suicidio. Lo bueno era que no necesitábamos ningún tipo de identificación, siendo un vuelo domestico.

 En un momento pensamos que nos iban a pedir algo, pero Ramón sacó el actor que tenía adentro y le dijo a la mujer que vendía los boletos que debíamos estar allí pronto porque nos esperaba nuestro grupo, después de que perdiéramos varias maletas con equipo muy importante. La mujer se creyó todo lo que dijo, sin siquiera verificar si algo así había pasado de manera reciente. Nos dio los boletos con los nombres falsos que le dimos, pagamos en efectivo y a la media hora estábamos adentro del aparato.

 Mientras volábamos sobre el verde tapete que parece ser la selva impenetrable, tomé la mano de Ramón y la apreté algo fuerte. Él no se quejó ni dijo nada, porque sabía qué era lo que yo quería decir. Estaba contento con el avance que habíamos tenido, pero a la vez estaba nervioso de que todo estuviese saliendo tan bien. En algún momento tendríamos que estrellarnos contra un muro, contra algún obstáculo que no pudiésemos franquear o que al menos pareciera imposible de superar. Tuve razón.

 Cuando llegamos al aeropuerto, el ejercito revisaba los boletos y los documentos de los pasajeros que se bajaban del avión. Éramos unas cincuenta personas y tarde o temprano llegarían a nosotros. Yo miraba de un lado al otro, esperando que apareciera alguien que nos salvara la vida. Pero mientras la fila avanzaba, me daba cuenta de que no iba a pasar nada. Ellos verían que no teníamos identificaciones, nos llevarían a la estación de policía y allí se darían cuenta que no estábamos tan muertos como se creía.

 Sin embargo, las cosas de nuevo se dieron a nuestro favor. Un trío de aviones triangulo apareció en el cielo. Nadie los hubiese visto sino fuera porque uno de ellos explotó causando un estruendo tremendo, los pedazos cayendo en llamas entre los altos árboles de la espesa selva.

 Los policías corrieron, no sé si a ayudar o solo a mirar, y nosotros aprovechamos para correr con los demás pasajeros a la terminal. Allí nos escabullimos y penetramos la selva sin mayor contemplación. Estábamos allí, gracias a algo que parecía casual, pero era todo menos eso.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Madres


   Elisa bebió una botella entera de agua en pocos segundos. Después tomó otra, pero solo consumió la mitad de su contenido. Después solo se sentó y trató de recuperar su respiración, pero le era difícil. Desde donde estaba, podía ver como pasaban los demás concursantes de la carrera, cada uno con su número en el pecho y con cara de no poder moverse nunca más a tal velocidad. Todos se agolpaban alrededor de la gente que daba las botellas de agua y ver eso hizo que Elisa se tomará lo que quedaba en la suya.

 Tocó sus piernas con una mano y se dio cuenta que estaban algo entumecidas, casi no podía ni sentirlas. Empezó a moverlas arriba y abajo, haciendo girar los tobillos ligeramente. Uno de los organizadores la vio haciendo esto y se le acercó para preguntar si estaba bien. Elisa trató de sonreír lo mejor que pudo y le dijo que todo estaba bien. El chico respondió también con una sonrisa y le dijo que en pocos minutos habrían llegado todos los concursantes y entonces podrían entregar las medallas y los premios a los tres primeros corredores.

 A Elisa se le había olvidado por un momento ese detalle. Como había gastado sus últimas energías en el último segundo, no se había fijado cuantas mujeres más había en su cercanía. Cuando corría de esa manera no tenía tiempo ni la intención de estar mirando a un lado o al otro. Tenía que poner toda su concentración en poder llegar a la meta, sin importar cuanto lo que costara o que le doliera. El caso es que podría haber ganado su categoría pero no tenía ni idea si eso de verdad fuese posible.

 Cuando los últimos concursantes llegaron, la gente explotó en aplausos y vítores. Elisa se puso de pie y se dio cuenta que sus piernas estaban casi dormidas, por lo que tenia que caminar para no quedarse allí sentada más rato del necesario. Además, ya todos se estaban acercando a la tarima central para escuchar lo que los organizadores tenían para decir. Algunos sabían que no iban a ganar nada pero otros estaban expectantes pues creían tener la posibilidad de al menos ganar una de las brillantes medallas.

 Elisa se sostuvo como pudo, apoyándose ligeramente contra un poste de luz que en ese momento no estaba sirviendo aunque pronto lo haría. Al mirar al cielo, notó que gruesas nubes oscuras se acercaban y el viento parecía decidido a traerlas encima del parque donde estaban reunidos. En ese momento, Elisa solo quiso estar en casa, con su pequeño hijo y su perro labrador. Eran los tipos de tardes que le gustaba tener, sin importar si afuera estaba lloviendo o haciendo sol. Esos eran sus dos tesoros más grandes, y aquellos seres a los que debía proteger a toda costa.

 Uno de los organizadores empezó a hablar por un micrófono, visiblemente preocupado por el clima. Su voz sonaba apuraba y parecía decidido a terminar con todo el proceso en minutos, incluso cuando tenía que entregar unas cuarenta medallas, además de cheques a los tres primeros lugares de cada categoría. Mientras hablaba, Elisa miró a un lado y al otro, esperando ver a Nicolás y a Bruno por algún lado. Su hermana los estaba cuidando mientras ella concursaba pero no sabía si ya estaban allí o venían de camino.

 Fue entonces cuando se escuchó el estruendo y todo se hizo silencio en un segundo. Una luz potente aclaró el cielo sobre los concursantes de la carrera. Por un momento, todos lo vieron fascinados, algo asustados también. Pero segundos después empezaron a correr y a gritar. El rayo cayó justo encima de la tarima, electrocutando al presentador de la ceremonia de medallas. Elisa pudo oírlo gritar y, al salir corriendo, el olor a carne quemada inundaba ya todo el lugar. El caos subsecuente era apenas de esperar.

 Otros rayos cayeron pero un poco más lejos, a pesar de que todavía lo hiciesen en el parque. Elisa cayó entonces en cuenta que su hermana, su hijo y su perro podían estar esperándola en el estacionamiento, cosa que la asustó y la hizo correr como pudo. Su cuerpo entero le dolía pero un afán sin medida se apoderó de ella. Los rayos podían haber caído en cualquier lado y su familia podía estar herida o aún peor. Corrió como pudo hacia la salida más cercana, cerca de donde debía estar su familia.

 El problema era que había demasiada gente en el parque, tanto concursantes como público. Eso sin contar a aquellos que simplemente habían ido al parque a disfrutar el día, antes de que se convirtiera en algo tan horrible. Elisa tuvo que detenerse cerca del cerco del parque para mirar a su alrededor. No podía estar corriendo como loca, sin fijarse para donde iba o como lo hacía. Debía tener sangre fría para pensar bien e ir al lugar donde fuese más probable encontrar a sus seres queridos. Esperó entonces allí, por un rato más.

 Cuando vio el fuego a lo lejos, tuvo que moverse. En la salida del parque se agolpaba la gente, mucha que estaba cerca de casa y otra que había corrido sin pensar y ahora se daba cuenta de que su automóvil estaba lejos de allí. Elisa miró hacia un lado, donde había algunos vehículos, pero no vio a nadie conocido. Ella no llevaba encima su celular, pues precisamente se lo había dado a su hermana para que se lo guardara. Esos aparatos eran un estorbo completo mientras se corría y no habría tenido sentido quedárselo durante la competencia. Otros dos rayos cayeron en el parque.

 Y la lluvia por fin comenzó, con fuerza. Todas las personas allí se lavaron por completo, asustadas y sin saber que hacer. Elisa decidió moverse en vez de quedarse allí. Recordó donde quedaba el estacionamiento más grande y se apresuró hacia esa dirección. Sus piernas, de nuevo, no parecían responder muy bien al hecho de que las estuviese haciendo correr de nuevo, pero no tenía ninguna opción. Ignoró el dolor que le causaba hacer ese esfuerzo y trató de correr más rápido, para llegar más pronto.

 En el estacionamiento había enormes cantidades de gente. Se había formado un atasco enorme por culpa de la cantidad de vehículos que habían querido salir al mismo tiempo. Además, el sistema eléctrico estaba fallando y los que manejaban el estacionamiento no querían dejar salir a la gente sin pagar, así que se ponían a calcular su cuenta a mano, lo que se demoraba el triple de lo normal y causaba problemas graves bajo la tupida lluvia que estaba cayendo. A lo lejos se escuchó una sirena de bomberos. Muy tarde.

 Elisa miró uno por uno los vehículos pero no reconoció ninguna cara en ninguno de ellos. Golpeó ventanas y gritó, pero nadie corría hacia ella ni ella veía a nadie, ni a su hermana, ni a su hijo, ni siquiera al perro. Trató de recordar la marca y el aspecto del automóvil de su hermana, que los había traído en la mañana, pero siempre había sido pésima identificando automóviles. Estuvo un buen rato mojándose, tratando de encontrar el vehículo hasta que lo encontró, un poco alejado del caos que había saliendo del estacionamiento.

 El coche, sin embargo, estaba casi completamente quemado de un solo lado. Un rayo parecía haber caído encima del automóvil de al lado, que había quedado inutilizado. Miró por la ventana y pudo ver un par de juguetes de su hijo y la correa de Bruno. En ese momento se asustó y varias cosas le cruzaron por la mente en cuestión de segundos. La puerta del lado de su hijo estaba calcinada, por lo que tal vez habían tenido que salir de urgencia hacia algún hospital. Podrían haberse quemado todos y ella no tenía idea.

 Trató de buscar quién la ayudara, pero nadie parecía interesado en otra cosa que no fuese irse de ese lugar lo más pronto posible. El fuego había desaparecido y no había más rayos, pero la gente estaba asustada y ese es el estado más peligroso en el que puede estar una persona.

 Elisa se salió de allí y se acercó a la tienda más cercana a pedir un teléfono, para llamar a su madre. Ella podría saber algo. Entonces fue cuando le volvió el alma al cuerpo pues su familia estaba allí, sentados alrededor de una mesa, comiendo. Al parecer, su hijo no había aguantado las ganas de comer algo.

viernes, 25 de mayo de 2018

El gato de mi casa


   Me serví una taza de café negro, como todas las mañanas, sin poner mucha atención a lo que pasaba a mi alrededor. La luz del sol de la mañana entraba suavemente por la ventana, haciendo brillar sutilmente todos los objetos que había en el área, sobre todo aquellos hechos de vidrio o metal. Había un sonido suave, producido por el aire que soplaba afuera y hacía mover las ramas más altas de los árboles. Solo yo rompía el silencio, vertiendo el liquido negro en mi taza favorita, tomando un sorbo profundo y sabroso.

 Desperté por fin, puesto que había caminado desde mi cuarto sin darme cuenta de lo que estaba haciendo y eso que dormía en el piso de arriba. La casa de mis padres, en la que había vivido mi infancia, era ahora mía. Obviamente no había pasado nada bueno para que así fueran las cosas, pero pensar en eso me hacía sentir demasiado triste, así que empecé a caminar, esperando que la mañana trajera algo nuevo a mi vida, algo diferente e inesperado que cambiara por completo mi visión de las cosas en ese momento.

 Me acerqué a la puerta que daba al pequeño patio. Se podía ver por entre el vidrio que el sol estaba calentando el pasto. Iba a ser un día hermoso, sin duda. Tomé un sorbo grande y traté de sentir con cada receptor nervioso el sabor del café y lo que causaba en mi cuerpo. Lo sentí llenar cada rincón de mi ser, casi como si fuera una poción capaz de curar hasta los cuerpos más trajinados. Se sentía como si de mi interior naciera un poder extraordinario que provenía de lo más profundo de mi mente, de un rincón desconocido.

 De repente, algo saltó en el pasto afuera. Era un gato, que se me había estado camuflando perfectamente en el pasto algo quemado del exterior. Además, no había sido cortado en un tiempo y eso le daba un sitio de escondite a muchas criaturas. Cuando saltó, no solo me eché para atrás regando algo de café en el suelo de madera, sino que vi como otro animal saltaba asustado y se encaramaba en el árbol más cercano, escapando del depredador a toda velocidad. La ardilla se había salvado por un pelo.

 Tuve que devolverme a la cocina a buscar un trapo para limpiar el desastre que había hecho. Limpié con cuidado para que el liquido no se filtrara por entre las tablas del suelo. Sabía que en algún momento la casa iba a tener problemas pues ya estaba vieja y seguramente necesitaría arreglos y reparaciones. Pero yo no tenía ni un solo centavo, eso sin contar el dinero que me habían dejado mis padres. Ese dinero estaba destinado a algo diferente, así que no podía disponer de él para la casa, así ella hubiese sido el tesoro más apreciado por mis padres, que tanto la habían cuidado a lo largo de sus vidas.

 Me quedé allí en el suelo, con el trapo húmedo en la mano, pensando en ellos. Recordé sus rostros y sus cuerpos yendo de un lado a otro de la casa, en tiempos en los que no había tenido nada porqué preocuparme. Los veía hacer sus cosas, mientras mis hermanos y yo jugábamos o hacíamos la tarea. Eran seres extraños para mí en ese tiempo y creo que lo siguen siendo ahora, pues me doy cuenta que jamás traté de conocerlos como gente, sino que siempre los traté como algo más allá de cualquier comprensión racional.

 Supongo que así es como todos los niños ven a sus padres, como seres que están en un lugar muy distinto, que hablan y piensan cosas que muchas veces no tienen nada de sentido. Salen con cosas de la nada, como vacaciones y citas al odontólogo, y después sorprenden con fiestas de cumpleaños y mascotas. Todo eso lo había tenido pero sentía que nunca podría saber quienes eran en realidad, que pensaban y que querían de la vida. Nunca serían seres humanos completos para mí, por mucho que intentara saberlo todo de ellos.

 Cuando me di cuenta, había estado en el suelo unos quince minutos. Tan distraído había estado, que no había notado que el gato que me había asustado estaba allí, adentro de la casa, mirándome de frente como si quisiera entender lo que estaba pensando. Le dije que estaba bien y me puse de pie. Luego me di cuenta que le había hablado a un gato y esperé que todo estuviese bien con mi mente. A ratos me parecía que podía estar a punto de perder la razón o al menos todo sentido de la realidad.

 Lavé el trapo con el que había limpiado el suelo, terminé mi café sobre el lavaplatos y me encaminé al baño. Necesitaba darme una ducha y hacer algo, lo que fuera. Afortunadamente era sábado y no tendría ninguna responsabilidad verdadera. No quería ir al trabajo para que la gente tuviese lástima de mi, ni quería tener que buscar papeles y ponerles sellos, cosas que me recordaban de la manera más brusca y horrible los últimos sucesos de mi vida. Abrí la llave de la ducha y esperé a que el agua se calentara.

 Estuve bajo el agua por unos cinco o seis minutos, hasta que escuché el sonido del gato. Pensé que estaría en mi cuarto rasguñando la cama o en la de mis padres… Asustado, corrí la cortina de un golpe y casi resbalo al ver que el gato estaba allí mismo. Como yo no había cerrado la puerta del baño, el animal me había seguido hasta allí sin problema. Estaba sentado al lado del montoncito que había hecho con mi ropa y me miraba de nuevo con esos ojos enormes, como preguntándose algo. Era francamente inquietante, así que cerré el agua, me envolví con una toalla y tomé al gato sin dudarlo.

  Para mi sorpresa, no me rasguñó ni hizo nada más sino mirarme directamente a los ojos. Era terriblemente incomodo, sobre todo al bajar las escaleras pues no podía mirar para otra parte. Cuando llegué a la puerta trasera, casi tuve que hacer malabares para poder abrirla y así echar al gato afuera. Cayó en sus cuatro patas sin mayor problema y se volteó a mirarme una vez más. Sus ojos enormes eran como dagas en mi  corazón. Por alguna razón, sentía que ese gato me juzgaba o al menos que esperaba algo de mi y yo no sabía qué era.

 Fue entonces que oí el grito de una mujer. Miré a un lado y al otro para ver de donde había venido y no tuve que esforzarme mucho: la casa que estaba detrás de la mía tenía un segundo piso que sobrepasaba el nivel de la copa de los árboles. Una mujer de avanzada edad me miraba asustada desde una de las ventanas. La miré confundido y decidí ignorarla. Miré entonces al gato y le advertí que no entrara de nuevo a mi casa pues no era su hogar y él no podía estarse paseando por un lugar al que no pertenecía.

 Por primera vez, el gato maulló, como preguntándome por mis palabras. Decidí no responderle, solo dedicarle una mirada severa y nada más. Entré a la casa, me aseguré de cerrar la puerta trasera con el seguro que tenía y dirigí mis pasos hacia el piso superior, pensando el la insistencia del gato en entrar a casa. Tal vez mis padres habían cuidado de él y se había acostumbrado a venir a jugar e incluso a pedir comida. Ellos jamás habían sido personas amantes de los gatos pero nunca se sabe. No los conocía…

 En la escalera, pisé algo mojado y, por un momento, pensé que de nuevo había tirado algún liquido al piso, tal vez había mojado toda la casa al salir de la ducha en semejante apuro. Pero no era un charco de agua sino mi toalla, completamente húmeda, hecha un ovillo en uno de los escalones. Fue solo hasta entonces que me di cuenta que estaba completamente desnudo y que había sido esa la razón para que la vecino hubiese pegado semejante grito. Solté una carcajada, que pareció invadir la casa.

 No paré de reír sino hasta varios minutos después, cuando recogí la toalla y subí con ella en la mano. Ya estaba seco, gracias a que el sol estaba calentando todos los rincones de la zona, así que no la necesitaba. Subí a mi habitación, y me puse algo fresco y relajado para disfrutar el bonito día.

 Cuando volví a bajar para ver que necesitaba del supermercado, vi que el gato estaba de nuevo dentro de la casa, parado en el mesón de la cocina. Tal vez mi madre lo alimentaba allí y luego se iba con mi padre, a calentar su pelaje frente al televisor. Lo acaricié y le dije que era bienvenido, cuando quisiera.

lunes, 6 de febrero de 2017

Casi, el silencio

   Cuando entró en la habitación rosa, la mujer se tomaba de las manos y sus tobillos temblaban ligeramente. La verdad era que no se sentía muy cómoda para caminar pero no tenía opción de detenerse a mirar el tiempo pasar, no podía analizar lo sucedido. Tenía que actuar y hacer lo que era su trabajo para que todo estuviera a punto por si había que actuar más rápidamente o de improviso. Nunca se sabía con personas como ellos, siempre había que estar un paso delante de todo.

 La niña, Alejandra, estaba en el suelo jugando con un par de carritos. Los hacía mover de un lado al otro, tocada por un rayo de sol que se colaba por entre las gruesas cortinas de la vieja habitación. No se trataba de una niña feliz jugando con sus juguetes sino de una pequeña que parecía querer pasar el tiempo. Se sentía como si supiera que era lo que estaba pasando pero a la mujer ya le habían indicado que los niños no tenían ni idea de lo que había ocurrido tan lejos de ellos.

 El niño, un par de años menor, estaba en una posición muy diferente. Estaba sentado en un viejo diván, de esos que tienen patas talladas con forma de garra de león. Como su espalda estaba bien recostada contra el mueble, sus pies flotaban por encima del suelo. Apenas se movían. Lo que más le atraía al niño en ese momento era ese mismo haz de luz que tocaba a su hermana. Parecía estar fascinado con ello, casi como si fuera la primera vez que viera algo así en su vida.

 La mujer les pidió que se incorporaran y le tomaran de la mano. Los niños obedecieron sin chistar, apenas mirándola. Se notaba que parecían tener cosas mucho más urgentes que pensar y no tenía sentido objetar una orden de un adulto al que conocían bien. Fueron caminando por un pasillo y luego por otro y los niños seguían tan silenciosos como siempre, sin decir nada de las personas que se les cruzaban por todas partes. Parecían llevar prisa pero se frenaban al verlos a ellos.

 Por fin llegaron al cuarto verde, donde su madre solía estar. En efecto, allí estaba ella pero no lucía como siempre. El impecable vestido que tenía, tan hermoso como todos los demás que se ponía a diario, estaba manchado de sangre. Había gotas oscuras en ciertas partes y más claras en otras. Su cabello estaba alborotado y tenía los ojos inyectados de sangre. Estaba sin zapatos. Apenas vio a los niños les indicó que quería un abrazo y ellos entendieron al instante. Se soltaron de la mujer y corrieron hacia su madre, que los apretó con fuerza.

 Estuvieron en la habitación verde todo ese día, sentados sobre otro sofá. Desde temprano habían sido vestidos con sus mejores prendas y, tras el paso del tiempo, se sentían cada vez más incomodos. Era ropa linda pero no era ropa para usar durante todo el día. Alejandra se quitó los zapatos pues le molestaban mucho y Daniel, el pequeño, dejó el abrigo tirado debajo del piano de cola que nadie en su familia sabía tocar. La madre los miraba temblando, sin decirles ni una palabra.

 Fue ya bastante tarde cuando alguien se acordó de ellos y les trajo algo de comer. No era lo que hubiesen deseado pero era mejor que aguantar el dolor de estomago. Mientras los niños se acercaban a la mesita de centro donde les pusieron dos bandejas con sopa de champiñones caliente, una mujer vino por su madre y se la llevó pero no por la puerta principal sino por una de esas laterales que parecían ser parte de los muros. Era una de las cosas que más les gustaba de esa casa.

 Algún día, no hacía mucho, habían explorado toda la casa con permiso de su padre. Era un lugar enorme y, según muchos, lleno de historia. El polvo también ocupaba buena parte de los rincones. Y donde no hubiera ni gente ni polvo, seguro que había insectos y demás bichos que llenaran los espacios vacíos. Al fin y a cabo era una casa muy vieja, que hacía más de doscientas años había sido construida y solo algunas veces se había reformado, nunca de forma profunda.

 Mientras tomaban la cremosa sopa, los niños miraban a su alrededor y escuchaban con atención. No había nadie más que ellos en la habitación pero no era muy difícil saber que justo al otro lado de la puerta estaba el pasillo por donde estarían pasando montones de personas. No era solo el ruido que hacía al caminar rápidamente, sino también que hablaban a viva voz, sin molestarse en hablar en voz baja o al menos de la manera en que normalmente se hacía por allí.

 No había que ser genio para saber que algo había ocurrido. Los niños se miraban a ratos, como para confirmar lo que suponían: los dos estaban preocupados y los dos sabían que algo grave había ocurrido. Algo tan grave que los adultos consideraban que no era apropiado para niños de la edad de ellos. No dijeron nada en voz alta porque, a diferencia de todos esos hombres y esas mujeres que pasaban deprisa, ellos sí veían la importancia de mantener un cierto volumen en sus voces y una calma que su madre siempre les había inculcado.

 Se trataba de tener paciencia y ellos la tenían, sin duda. De otros niños, se habrían tirado al piso a hacer algún berrinche o reclamar cosas que nada tenían que ver con  tal de que alguien tuviese una reacción algo más cercana a lo normal en esa casa. Pero ellos no harían nada parecido pues sabían que su hogar no era normal, no era el mismo que el de todos los demás niños. Sabían que quejarse no era la forma de ser oído ni de saber nada. La paciencia daba siempre mejores resultados. Eso y escuchar.

 La sopa estaba rica y apenas la terminaron vino un joven y se llevó ambas bandejas. Ellos le agradecieron, como su madre les había enseñado, y el joven solo los miró por un segundo, sin decir nada. Fue suficiente para ver que había estado llorando, igual que su madre. Ella volvió minutos después, con otro vestido mucho menos bonito. El otro tenía un color lila hermoso que siempre le había gustado a Alejandra por ser poco común, uno que casi ninguna mujer vestía.

 Pero el que llevaba era oscuro pero no negro sino como un tono raro de gris o de verde. La verdad era que quería saber porqué se había puesto su madre algo tan feo pero supuso que no era el lugar de preguntar nada como eso. Su madre los pidió de nuevo a su lado y ellos corrieron hacia ella. La mujer les dio besos por la frente, las mejillas e incluso sobre los parpados. Los apretaba con fuera y lloraba por montones, untándolos con el rímel corrido. Sin embargo, nadie dijo nada.

 Tuvo que pasar una hora más para que por fin se dieran cuenta que necesitaban ir a sus habitaciones, quitarse esa ropa incomoda y descansar. Era lo mejor pues, si no les iban a decir de que se trataba todo, no había razón para desvelarse ni aguantar el peso del sueño sobre el cuerpo. El pequeño Daniel solo tuvo que subir su cuerpo en la cama para quedar completamente dormido. Su madre lo cubrió bien y lo besó en la frente. Alejandra, en cambio, parecía no tener ganas de dormir. Miraba a su madre con preocupación pero no decía nada, no se atrevía a preguntar.


 La mujer le besó la frente, le pidió dormir y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Al otro lado, la mujer se derrumbó y empezó a llorar como nunca antes lo había hecho. Alejandra la pudo oír por un buen rato, hasta que algunas personas vinieron a calmarla y se la llevaron. Luego la habitación quedó en completó silencio. La niña miraba hacia el techo y se preguntaba que pasaría con ella, su madre y su hermano al otro día. Quería saber lo que ocurría. Pero no podía saber nada. Solo podía preguntarse y esperar a que algún adulto decidiera decir la verdad.