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lunes, 3 de septiembre de 2018

Altiplano


   Las llamas pastaban por la llanura, sin importarles mucho lo que pasara a su alrededor. Bajaban la cabeza con calma y mordían una buena cantidad de pasto. A veces masticaban con la cabeza baja, otras veces lo hacían con la cabeza en alto, pero el caso es que comían y comían sin que nada ni nadie las molestara. La llanura en la que vivían tenía la más maravillosa vista, rodeada de montañas escarpadas con picos nevados y cañones estrechos que se extendían por varios kilómetros. Y la gran mayoría de los habitantes de la zona eran llamas.

 Eso a excepción de quienes hacían pastar a las llamas. Rascar era el nombre del pequeño niño indígena que debía cuidarlas mientras comían. Él era también quien las llevaba hasta la alta llanura y el que las tenía que dirigir hasta la finca una vez el día hubiese terminado. Era un ciclo eterno que él había heredado de su hermano mayor, que ahora ayudaba al padre a esquilar las llamas para vender sus preciosos pelajes en el mercado del pueblo más cercano, a unos ciento veinte kilómetros de allí.

 Rascar siempre había querido ayudar a su padre, desde su más tierna edad, y sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. No era inusual que en una familia dedicada a las llamas todo el mundo cooperara. Su madre también hacía su parte, organizando los pelajes de manera que se vieran bien al venderlos, así como limpiando sus impurezas antes de llevarlos al pueblo. La única que no ayudaba era la bebé, que ya tendría su momento en el futuro.

 Lo que más le gustaba a Rascar de su trabajo era el elemento de exploración que iba con él. Claro que su padre le había indicado cuál era el campo donde las llamas debían alimentarse y también le había dicho que caminos tomar para llegar allí y cuales debía evitar a toda costa. Pero, en secreto, Rascar había empezado a explorar los alrededores del campo favorito de las llamas para encontrar otros lugares que tuviesen potencial para la misma actividad. Al fin y al cabo, su padre siempre hablaba de tener más llamas.

 Lamentablemente, las que tenían no parecían estar muy interesadas en tener descendencia y hacía apenas un año el único macho de la manada había muerto sin razón aparente. Sin él, era imposible esperar pequeñas llamas en el futuro y comprar un macho se salía por completo del presupuesto de la familia. Aunque ganaban bien con los pelajes, no era un ingreso tan bueno como para ponerse a comprar una cosa y otra. Al fin y al cabo había gastos que no se podían evitar, como la comida para la familia, la gasolina para el vehículo todoterreno que tenían, las vacunas obligatorias para las llamas y los demás animales de la granja y los gastos extra que pudiesen surgir.


 Y surgían siempre. Como aquella vez en que el hermano de Rascar se hizo un corte profundo en la pierna un día que arreglaba el vehículo de la familia. O siempre surgía algo con la bebé, que necesitaba de atención constante que se traducía en visitas frecuentes al médico. Esas visitas representaban gastos en más de una forma pero la familia hacía lo posible para seguir adelante, a pesar de cualquier cosa que les pudiese pasar. Ellos solo seguían sin ponerse a pensar que podría pasar más adelante. Dios proveería.

 Por eso Rascar pensaba que su ayuda era simplemente fundamental para que todos pudiesen tener una vida mejor en un futuro. Si él encontraba campos mejores para las llamas, las pieles serían de mejor calidad y podrían venderlas más caras. Incluso, y esta idea la había dado la madre en algún momento, podrían hacer negocio con alguna empresa o tienda de las ciudades más grandes. Venderle solo a un cliente de manera exclusiva, con un artículo de alta calidad, podría serles muy beneficioso.

 Sin embargo, y como había dicho el padre muchas veces, soñar nunca costaba nada excepto dolores de corazón y de cabeza. A veces había que mantener la cabeza en la realidad, en lo que tenían enfrente. Y la realidad era que todavía había muchas necesidades por cubrir y no había una formula mágica para hacerlo. Así que, por ahora, debían seguir adelante sin ponerse a soñar demasiado. Si alguna solución se presentaba frente a ellos, la analizarían en el momento, si es que se ocurría.

 Rascar se pasaba el rato allí en la llanura alta, mirando las montañas y haciendo precisamente lo que se suponía que no debía hacer: soñando. Sabía que existían muchas cosas más allá de las montañas, incluso más allá de las nubes que cubrían toda la región, pero no sabía si algún día podría conocer nada de eso. La verdad era que le gustaba mucho su vida como era pero no creía que tuviese nada de malo aprender de otros en otras partes, personas que tal vez  vivieran existencias parecidas a las de ellos.

 En uno de esos días de análisis de la existencia, Rascar decidió pasear por ahí, saltando sobre hilos de agua que bajaban hacia los cañones. No había muchos árboles por ahí, así que no había donde treparse a jugar. Pero sí podía saltar de piedra en piedra y tomar el agua más fresca del mundo. Fue entonces cuando escuchó algo y subió la cabeza de golpe. No era el sonido de un pájaro conocido ni los silbidos típicos del viento entre las montañas. No era una voz ni nada parecido. Era algo que nunca había escuchado.

 Lo vio justo antes de que se estrellara contra el piso. Se dio cuenta que el ruido había venido del objeto cayendo a toda velocidad al suelo. Por un momento, pensó que era algo pequeño pero cuando se acercó al lugar donde había dado a parar, se dio cuenta de que era algo grande. Se echó a reír cuando vio que se trataba de un osito de peluche. Casi tenía la cabeza arrancada del resto del cuerpo y parecía haberse quemado, tal vez por la caída.

 Estaba a punto de recogerlo del suelo cuando más sonidos invadieron el lugar. Las llamas se pusieron nerviosas y se agruparon todas en un mismo circulo compacto. Instintivamente, y recordando las palabras de su padre, Rascar se alejó del oso de peluche y corrió con sus animales. Se puso frente a ellas y miró al cielo, donde varias estelas de colores cruzaban bajo las nubes. Era ya tarde y el efecto era simplemente maravilloso. Al menos eso pensó el niño antes de darse cuenta de lo que pasaba.

 Cayeron más objetos, cerca y también lejos. Objetos de metal y objeto de plástico, más que nada. No todos eran tan lindos como el osito: había pantallas como de computadora y también almohadas y teléfonos. No tenían mucho de eso en la casa pero Rascar sabía como eran. Y también supo que lo que más hizo ruido fueron las sillas y los pedazos de metal más grandes. Tuvo que hacer que las llamas se retiraran hacia el camino, puesto que algunos de los pedazos caían muy cerca de todos ellos.

 Antes de emprender el camino de vuelta a casa, para contarles a sus padres lo que había visto, Rascar se devolvió por última vez. La verdad era que quería tomar el osito de peluche. Podría pedirle a su madre que lo arreglara con alguno de sus hilos y podría entonces quedárselo o compartirlo con su hermanita. Ellos no tenían muchos juguetes, o mejor dicho ninguno, en casa. No era algo que fuese necesario. Pero ese estaba allí tirado y no tenía ningún costo adicional para él. Sin embargo, cuando volvió, quiso no haberlo hecho.

 Había muchos más objetos tirados cerca del oso. Y uno de ellos hizo que Rascar gritara y saliera corriendo para reunirse con sus llamas. Estuve más rápido que nunca en casa, llorando cuando vio a su madre en la puerta, abrazándola con fuerza para sentir que podía confiar en ella.

 Estuvo conmocionado hasta que llegó el padre. Su mirada tenía un efecto particular, que calmaba al instante. El niño les contó lo que había visto, los objetos caer y al osito. Y les contó también lo que vio al volver por el muñeco. Era una cabeza humana con los ojos abiertos, sin cuerpo a la vista.

lunes, 20 de agosto de 2018

El valle secreto


   El animalito me seguía desde hace ya un rato. Me había dado cuenta al cruzar el silencioso arroyo que separaba una parte del bosque de la base de la montaña, pero no había querido hacer nada precipitado. Al fin y al cabo, las criaturas son siempre curiosas y no es muy extraño que se queden mirando, como asombrados de que exista alguien como un ser humano. Yo, vestido de botas para escalar, pantalones anchos y chaqueta rompe vientos, no debía verme como algo muy común de esos parajes.

 Por eso lo ignoré hasta que, camino a la cima de la montaña, me di cuenta que ya se había convertido en un compañero de aventura. No era común que criaturas como esa subieran tanto, pues gustaban más de estar trepadas en los árboles buscando pequeños frutos para comer. Además, el viento había arreciado en las alturas y la neblina se volvía cada vez más espesa, cosa que parecía ayudar a la sensación de estar atrapado en una nevera. Seguí caminando, pero cada vez iba más despacio.

 Mi travesía había sido planeada con anterioridad y para seguir el camino designado, debía de bordear la cima de la montaña para poder llevar al  valle estrecho que había del otro lado. Era un sitio que habían calificado como “imposible” pero que sin embargo existía. Decían que era un paraíso terrenal, un pequeño lugar tan cálido como los trópicos, pero muy lejos de ellos. Yo esperaba poder tomar fotos, cosa que era mi trabajo y mi afición. Lo hacía todo para tener qué mostrar en el futuro. Quería reconocimiento por mis esfuerzos.

 Paré media hora después de internarme en la neblina. No solo era imposible ver a más de dos metros de distancia, también mis pies se sentían adoloridos y sería una estupidez seguir hacia delante como una mula de carga. Debía detenerme y tomar algo de agua. Sentado en el suelo, podría planear una ruta alterna, pues era muy posible que la montaña estuviese igual de impenetrable durante el resto del día y la noche que no demoraba en llegar. Tenía que tener en cuenta todas las posibilidades.

 Fue allí, sentado sobre el suelo y tomando un poco de agua, que lo vi bien por primera vez. Fue muy gracioso porque pretendió esconderse detrás de una roca que era mucho más pequeña que él. De hecho no tenía ni idea si era un él o una ella, pero el caso es que nos quedamos mirándonos un buen rato, como en un concurso de miradas. Él se rindió primero, alzando su cabeza sobre la piedra y mirándome con sus enormes ojos amarillos. Sus orejas eran puntiagudas y su cuerpo estaba cubierto de pelo amarillo, con algunas manchas negras. Su cola era larga, parecida a las de las ardillas pero menos esponjosa.

 Se quedó otro rato mirándome, ya a plena vista. Yo pretendí no verlo después de un rato y serví algo de agua en la tapa de la botella. Con cuidado, la puse lo más lejos que pude estando sentado. Seguí mirando a un lado, como si no tuviera el menor interés en mi nuevo amigo ni en su aspecto. El truco funcionó a la perfección. La criatura tomó todo de un sorbo y tuvo la suficiente personalidad para tomar la tapa y acercarse adonde yo estaba sentado para pedirme más, alzando la tapita de color azul al nivel de mi cara.

 Yo la tomé y serví más. Lo hice así unas cinco veces más, hasta que pareció estar satisfecho. Era obvio que no había mucha agua cerca y que seguirme le debía haber tomado un esfuerzo al que la pobre criatura no estaba acostumbrada. Mientras tomaba agua, me pregunté porqué me estaría siguiendo. Tal vez olía las provisiones de comida que tenía en mi mochila o simplemente era más curioso que los demás de su genero. En todo caso, agradecí su compañía durante esa noche.

 La Luna llegó muy pronto y tuve que acostarme a dormir justo donde había tomado agua. Seguir caminando habría sido una tontería, sobre todo sin saber que tipo de peligros podría haber al descender hacia el valle cerrado. Además, estaba demasiado cansado para hacer más esfuerzo en un solo día. Hice una pequeña hoguera y me acosté cerca después de comer una barra de cereales, una comida que en nada interesó a mi compañero. En vez de eso, se decidió por cazar insectos. Me quedó dormido mientras lo veía saltar de un sitio al otro.

 Cuando desperté, creí que me había enloquecido o que algo muy malo había pasado. Por un breve momento, todo lo que tenía enfrente era de un color rojo profundo, como si mi visión misma se estuviese incendiando. Tuve miedo y de golpe me moví. Fue entonces que mi vista mejoró y pude ver lo que pasaba. No había un incendio ni mis ojos se estaban derritiendo. Lo que pasaba era que el sol empezaba a salir detrás de la línea de árboles, más allá de las montañas, y bañaban todo de un color similar a la sangre.

 Caí en cuenta de que debía haberme quedado dormido muy temprano y por eso el brillo y los colores del sol me habían despertado al empezar el nuevo día. Me quedé allí, observando, sin importarme en lo más mínimo la posibilidad de una fotografía de semejante espectáculo de la naturaleza. Estuve allí un buen rato hasta que mi amiguito volvió de la nada, habiendo ya comido más que suficiente. No supe donde había dormido, si había vuelto a los árboles para luego volver a mi. Era muy extraño pero no me pregunté más porque no había necesidad alguna. Me alisté y emprendí el camino de nuevo.

 Ya no había neblina ni hacía tanto frío como el día anterior. Pude caminar con más calma y, cuando el camino empezó a descender, saqué la cámara para poder tomar fotos del bosque en la lejanía y de la montaña y sus laderas casi por completo desprovistas de vida. Mi amiguito me seguía muy de cerca, casi parecía uno de esos perros guardianes pero en un tamaño mucho menor. Verlo caminar me hacía gracia pero decidí no mirarlo mucho por si eso podría incomodarlo y hacer que se fuera de vuelta a su hogar.

 No había pasado de medio día cuando llegamos al lugar que yo había esperado ver por tanto tiempo. Ya no podía ver los altos y tupidos pinos del bosque anterior, ni había robles ni araucarias. Esas ya no estaban. Ahora podía ver otros árboles, aún más altos y frondosos pero un sección de tierra mucho menor. Era un valle muy estrecho, entre la montaña que yo había estado cruzando y otra un poco más alta, por lo que se podía ver. Mi amiguito se trepó por mi pierna y llegó pronto hasta mi hombro derecho.

 Allí, la pequeña criatura olió algo en el aire. Seguramente podía hacerlo mucho mejor que yo, pero por alguna razón yo hice lo mismo. Lo sorprendente del caso fue que yo pude oler algo también. Y no fue muy complicado saber que era. El olor del humo, como cuando alguien quema madera. Algo se estaba quemando allí abajo en el valle pero no había humo que ver ni llamas que denunciaran el sitio de la conflagración. De nuevo podía estar imaginando incendios, cosa que no me ponía muy feliz.

 Caminamos durante una hora más, hasta que penetramos el valle. Olimos más el aire, pero no pudimos detectar el mismo olor a quemado. Era muy raro porque no era del tipo de aromas que se pudiesen confundir con otros. Pero continuaron de todas maneras. El ambiente allí era pesado, mucho más caluroso que las regiones cercanas. Era como entrar a un horno, que venía con todo y mosquitos enormes. Las plantas parecían responder a ese microclima con gusto, igual que los animales que parecían pulular por doquier.

 Nos detuvimos a comer algo. Tuve el cuidado de llenar una botella entera con agua pura de un riachuelo para mi compañero de viaje, pues el clima parecía afectarle más a él que a mi. Comió poca fruta de la que le ofrecí y parecía un poco atontado cuando el día cambió de repente.

 El sol era el mismo, así como el calor. Lo diferente fue ver un grupo de personas que nos rodeaba. Un grupo con marcas de pintura por todo el cuerpo, miradas toscas y antorchas que parecían recién utilizadas. Se nos quedaron mirando y fue entonces que supe que el valle escondía más de una de sus caras.

lunes, 29 de mayo de 2017

En llamas

   El hombre estaba arrodillado, gritando. El sonido que producía era desgarrador. Las personas que habían estado hasta hace poco caminando y disfrutando de un día de ocio, corrieron a resguardarse a las tiendas y los baños del centro comercial. Cuando el hombre colapsó, cayendo de rodillas sobre el suelo duro del centro comercial, la gente pensó que se trataba de alguien con problemas de salud. Y sí tenían razón, al menos parcialmente pero no era un mal del corazón ni nada parecido.

 El hombre gritaba con fuerza, extendiendo sus manos hacia delante. Parecía como si las hubiese metido en agua hirviendo, pues las tenía rojas y llenas de ampollas blancas. Era horrible ver como sufría pero estaba claro que nadie podía hacer nada. Las personas habían llamado a la policía, a los bomberos y a varias ambulancias pero todo los servicios estaban esperando órdenes porque no creían poder acercarse. La razón para esto era el cadáver carbonizado de dos personas, al lado del individuo.

 Nadie supo bien cómo sucedió, pero cuando el hombre colapsó o poco antes, dos personas que estaban cerca de él empezaron a arder en llamas. Fueron sus gritos los primeros que se oyeron ese día en el centro comercial y la primera alerta a todo el mundo de que estaba sucediendo algo fuera de lo común. Las dos personas ardieron en minutos, quedando solo los huesos negros a los lados del hombre que parecía estar sufriendo un dolor aún mayor que el de quemarse vivo.

 Su cara también se estaba llenando de ampollas y, de un momento a otro, empezó a quitarse la ropa. Obviamente esto se veía demasiado raro y fue entonces cuando las autoridades decidieron que al menos una sola persona debería acercarse y ver que era lo que le pasaba al pobre hombre. Un bombero se lanzó como voluntario. Se vistió con un traje anti-incendios y caminó despacio, para que el hombre pudiera verlo sin problema. Pero este estaba ocupado.

 Se quitó la ropa haciéndola trizas, quedando totalmente desnudo sobre el frío suelo de concreto. Parecía llorar pero las lágrimas se evaporaban al instante, como si cayeran en una sartén hirviendo. El hombre por fin vio al bombero acercarse y fue entonces cuando un temblor generalizado recorrió las columnas de todo los que miraban: el pobre diablo gritó la palabra “Ayúdeme”. Lo había dicho fuerte y claro. Se notaba en su voz un esfuerzo increíble y un dolor que no parecía poderse explicar con palabras. El bombero, asustado, le respondió al rato.

 “Vengo a ayudar”, dijo el bombero. Era muy joven, menor que el hombre que parecía estarse quemando sin fuego a su alrededor. Las ampollas se multiplicaban y el vapor que producían sus lágrimas parecía estar dejándolo ciego. El bombero miró a los lados, contemplando los cadáveres carbonizados. Sabía que una de sus responsabilidades era la de empacar eso restos para procesarlos y eventualmente entregarlos a los familiares para proceder a enterrar o cremar a sus seres queridos.

 ¿Pero como llegar a los restos con el hombre ahí, a la mitad, sufriendo como loco? El bombero se armó de valor y le preguntó al hombre si podía primero llevarse los cuerpos quemados. El hombre no respondió con palabras, sino con un gemido casi inaudible. El bombero lo tomó como una señal y con la mano llamó a dos de sus compañeros, ya listos con camillas. En poco tiempo, recogieron ambos cuerpos y se los llevaron para ser procesados, como tenía que hacerse.

  El bombero joven estaba sudando. No solo por los nervios que había supuesto ese procedimiento, sino porque sentía que estaba cocinándose en su traje. Según su lectura, la temperatura en el sitio era la normal para la hora y el día en el que estaban pero por alguna razón se sentía casi sofocado. Fue entonces cuando miró al hombre que tenía en frente: había puestos sus antebrazos en el suelo para poder echarse al suelo sin tener que sentir dolor por los cientos de ampollas en su manos.

 Fue entonces que el bombero entendió que el calor que sentía no venía del ambiente sino del hombre que tenía en frente. Para probarlo, dio un paso hacia delante, con cuidado de no molestar. En efecto, la temperatura en el traje pareció elevarse de golpe, como cuando se abre un horno y el calor sale en forma de nube. Se sentía muy parecido, excepto que allí no había ningún aparato domestico sino un hombre que parecía común y corriente, a pesar de sus extrañas heridas.

 El bombero volvió hacia atrás y le preguntó al hombre su nombre. No hubo respuesta. Le pidió que le dijera que hacía en la vida, si tenía familia y si sabía que era lo que el estaba pasando. Todavía tenía la cabeza abajo, como si el dolor no lo dejara erguirse. Gemía. Parecía que quería hablar, que de verdad quería responder a las preguntas. Pero no tenía la capacidad de hacerlo, su cuerpo no se lo permitía. El bombero quiso saber como ayudarlo pero prefirió quedarse quieto porque la verdad era que no tenía ni idea de lo que estaba pasando.

 Entonces, el hombre fue elevando su cara. Su respiración tenía un sonido muy raro, como si se hubiera vuelto ronco de un momento a otro. Pero eso no era lo peor. Cuando el bombero vio sus ojos, dejó salir un grito de susto y dio dos pasos hacia atrás, instintivamente. Lo que sea que le estaba pasando a ese hombre no era algo normal. Todo el que vio el momento, y eran millones pues muchos de los clientes apuntaban a la escena con sus cámaras, no entendió que pasaba.

 Los ojos y la boca del hombre parecían haberse ido de su rostro. Pero en cambio, tenía ahora fuego vivo en ambos lugares. De las cuencas de los ojos y de la boca misma le salían llamas de color naranja, amarillo y rojo. Era impresionante, algo jamás visto. Por un momento, el público pensó que había muerto incendiado de adentro para afuera pero, cuando se levantó del suelo, entendieron que de muerto no tenía nada. De hecho, parecía más fuerte que antes.

 El bombero quiso salir corriendo pero se quedó firme en el lugar donde estaba porque no quería asustar al hombre o lo que fuera que tenía enfrente. Abrió la boca pero la cerró casi de inmediato, dándose cuenta de que no sabía que podía preguntar en semejante momento y menos aún si el hombre frente a él le podría responder de alguna manera. En cambio, se miraron el uno al otro, pues ese fuego seguía sintiéndose como ojos, a pesar de que no lo eran en el sentido tradicional.

 De golpe, todo el cuerpo del hombre se encendió en llamas, como si hubiese regado gasolina por todas partes y luego se prendiera con un fosforo. La diferencia estaba en que este hombre parecía seguir vivo bajo las llamas, pues miró a un lado y al otro, a la gente que se escondía de él y finalmente al bombero que tenía frente a él. Era hermoso pero impresionante al mismo tiempo. Estaba claro que era algo nuevo, un evento sin precedentes en la historia humana.

 El hombre se acercó al bombero y le dijo, en una voz cavernosa, que se sentía morir. Pero lo dijo tranquilo, como si las llamas no estuvieran ya cubriendo su cuerpo. Extendió una mano y sobre ella creó fue o usó el que tenía encima, para formar una bola perfecta.


 Pero el truco fue corto. Las llamas empezaron a apagarse, hasta que el hombre quedó como había sido antes, a excepción de alguna ampollas sobre su cuerpo. Cayó al suelo, finalmente muerto, casi sin rastros de que hacía un rato había estado cubierto en llamas.