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miércoles, 10 de mayo de 2017

Rutina semanal

   Como todos los días que iba a la panadería, la señora Ruiz compraba pan francés, una caja llena de panes surtidos y un pastelillo relleno de crema para acompañar el café de las tarde. Como siempre, iba después del almuerzo, muy a las dos de la tarde. Le gustaba esa hora porque podía ver a las personas volviendo a sus puestos de trabajo. A veces compraba algo extra para comerlo sentada en alguna de las bancas del sendero peatonal que tenía que atravesar para llegar a casa.

 Cuando lo hacía, era porque el día era muy bello o porque en verdad quería ver a la gente pasar. Algunos parecían tener problemas serios, iban con la cabeza agachada y la espalda visiblemente tensionada. Otros iban de un lado a otro con una gran sonrisa en la cara, incluso reían. Siempre que veía a alguien así, se le pegaba la risa o se daba cuenta que estaba sonriendo sin razón aparente. Veía gente joven y gente mayor, mujer y hombres, empleados y dueños de empresas. Para ella era apasionante.

 Pero la mayoría de veces, prefería regresar pronto a su casa, en especial porque el clima no dejaba que se quedara mucho tiempo caminando por ahí. Los peores días eran sin duda aquellos en los que ni siquiera podía salir por culpa de la lluvia. Quedarse sentada en casa, viendo la televisión o en la sala tratando de leer mientras las lluvias golpeaban el vidrio de la ventana, no era su manera favorita de pasar un pedazo de la tarde. Ya se había acostumbrado a ver la cara de la gente e imaginar sus vidas.

 Tanto así, que mantenía un pequeño diario y anotaba algunas líneas todos los días. Esta era su tarea justo antes de preparar el café y comerse su pastelillo de crema. Todo su día estaba completamente ordenado, desde las siete de la mañana que se despertaba, hasta las once de la noche, hora en la que normalmente estaba en cama para dormir. Su rutina diaria estaba perfectamente definida. Algunas personas le decían que eso podía ser muy aburridor pero para ella era perfecto.

 La señora Ruiz era viuda y no tenía a nadie con quién compartir sus cosas, ni dentro de la casa ni fuera de ella. Su marido había muerto hacía menos de diez años de un ataque al corazón, cuando todavía era bastante joven, o al menos lo suficiente para estar disfrutando su pensión. Toda la vida había trabajado, desde muy joven, y durante un largo tiempo había buscado la jubilación para poder disfrutar de la vida. Sin embargo, fue meses después de dejar de trabajar cuando el ataque se lo llevó y condenó a la señora Ruiz a estar solo por una buena parte de su vida.

  Había hijos, un hija y una hoja para ser más exactos. Sin embargo, poco la visitaban. A ellos se les había vuelto rutina llamar una vez por semana y creían que con eso cumplían la obligación de estar en contacto con su madre. Solo venían físicamente cuando ella cumplía años o cuando necesitaban algo de dinero, pues su marido le había confiado todos sus ahorros y ella recibía el cheque de la pensión sin falta. Era gracias a ese dinero que podía vivir bien a pesar de no tener a nadie.

 También venía o, mejor dicho, se la llevaban los días de fiesta como Navidad y todo eso pero para ella era siempre un momento muy estresante porque pasaba de no ver a nadie a ver montones de personas, muchas veces gente que ni conocía. Le gustaba pero su cuerpo se cansaba rápidamente y no podía quedarse con los más jóvenes por mucho tiempo. Incluso jugar con sus nietos era un reto para ella y eso que le encantaba hacerlo porque se sentía muy a gusto con ellos.

 Pero eso casi nunca pasaba. Por esos sus salidas después de comer. A veces también salía por las mañanas pero eso solo cuando tenía alguna cita médica o cosas de ese estilo. Odiaba confesarlo pero le encantaba tener esa cita una vez al mes pues el doctor era muy amable con ella y muy guapo también. Era casi como un cita para ella. Además veía otra gente en el hospital y se distraía por algún tiempo más en la semana. Era triste estar feliz en un hospital pero le pasaba seguido.

 De resto, en casa solo tenía montones de libros y la televisión. En cuanto a los primeros, había leído ya un gran número. Su esposo había sido un ávido lector y había comprado muchos títulos a lo largo de los años. Había cuanto genero se pudiera uno imaginar, así como libros gordos y libros muy delgados. Había libros de arte llenos de imágenes y otros de letra pequeña y casi sin espacios para descansar la vista. Lentamente, todos ellos se habían vuelto parte de su rutina diaria.

 En cuanto a la televisión, no era algo que ella adorara. La gente piensa que a todos los adultos mayores les encanta ver la tele pero la señora Ruiz era la prueba de que eso no era cierto. Solo veía algunos programas y lo hacía de noche, cuando necesitaba estar cansada. Porque eso era lo que le provocaba la televisión: un cansancio completo con el volumen que tenía y las imágenes rápidas. Solo veía o trataba de ver una telenovela. Lo peor era cuando se terminaba una y comenzaba la otra, pues a veces se perdía con frecuencia en la trama.

 Los fines de semana eran tal vez sus días favoritos. El domingo era más calmado pero desde hacía años había decidido que el sábado sería su día de hacer lo que ella quisiera. Es decir, que lanzaría su rutina por la ventana, por un día, y haría solamente lo que se le ocurriera. Esto podía resultar en días muy distintos de una semana a otra y eso era precisamente lo que ella estaba buscando, algo de emoción y cambio en su vida, que era sin duda monótona y cansina.

 Muchas veces optaba por ir al cine. No iba siempre a la misma hora y después siempre comía algo en la enorme plaza de comidas del centro comercial que le quedaba más cercano a casa. Como podía caminar hasta allí, era perfecto para cuando quería distraerse con cualquier cosa. Las películas que elegía eran siempre diferentes y cada vez que lo hacía pedía el consejo de una joven cajera que conocía de siempre. La joven le explicaba que nuevas películas habían llegado y de que se trataban.

 Cuando era joven, a la señora Ruiz no le había interesado mucho ni el cine ni muchos de sus géneros como el terror o la ciencia ficción. Pero ahora que era mayor, le encantaba ver películas muy diferentes las unas de las otras. Un sábado era alienígenas asesinos, el siguiente una pareja enamorada en alguna ciudad europea y al siguiente una película llena de explosiones y artes marciales. Ninguna recibía su descontento, muy al contrario. Todas la hacían muy feliz.

 A veces, si todavía tenía energía después de la película y de comer, se ponía a pasear por el centro comercial. Recorría cada pasillo, sin importar si estuviera lleno de gente o más bien vacío. Le gustaba hacerlo pues así llegaba rendida a casa y dormía mucho mejor de lo normal. Le gustaba estar cansada para sentir que había tenido un día igual de agitado que los demás. Sentía a veces que nada había cambiado y, aunque eso obviamente no era cierto, la ilusión la hacía sentir plena.

 Los domingos los tenía reservados en su rutina semanal. Esos días siempre se vestía con sus mejores vestidos y se arreglaba como si fuera a ir a una fiesta. Pero esa no era la razón. Contrataba un servicio especial que la llevaba a su destino y las esperaba lo suficiente.


  Iba siempre con flores y se sentaba al lado la tumba de su marido por horas y horas, a veces solo la levantaba la lluvia o el frío de la noche que llegaba. Durante ese tiempo, hablaban largo y tendido, o esa era la idea. Los domingos eran solo para él.

lunes, 28 de marzo de 2016

La sombra de los libros

   Como todos los días, se sirvió una taza de cereal con leche fría y una cucharada de azúcar aparte pues no le gustaban las hojuelas sin mucho sabor pero tampoco las azucaradas. Lo comía despacio, mirando las noticias de la mañana o, sino estaba de humor, leyendo alguna cosa en internet. Eso ocurría normalmente entre las siete y las ocho de la mañana. Ya para las nueve debía estar ya en su puesto de trabajo, después de un breve viaje en bus.

 Su trabajo no era nada del otro mundo: era el encargado de mantener el orden en una librería, cuidando que cada uno de los ejemplares estuviera donde tenía que estar. Era una librería bastante grande, con dos pisos completos a disposición de quienes vinieran a buscar algo que leer. Había grandes clásicos, que eran fáciles de ordenar alfabéticamente, pero también libros de diferentes artes y temas y para niños, que eran a veces más difíciles de ordenar por las formas en las que venían.

 En el día sólo interactuaba con un par de personas y la verdad era que casi no había que hablar. No solo por la regla no oficial de no hablar en voz alta, como si estuvieran en una biblioteca, sino que también por el hecho de que él hacía tan bien su trabajo, que no había necesidad de estarle diciendo qué hacer. Apenas llegaba un libro nuevo sabía muy bien donde poner los ejemplares. Lo mismo si encontraba libros rotos o cosas por el estilo.

 Cabe aclarar que no interactuaba nunca con los clientes. Eso lo hacían los vendedores y él no era una. Extrañamente la gente entendía eso a la perfección puesto que él se ponía un uniforme algo distinto al de sus compañeros. Por eso el día que Alex le habló, fue sin duda un día muy distinto.

 En años de trabajar allí, nadie nunca le había dirigido la palabra. Incluso mientras ordenaba libros, nadie nunca parecía notar que estaba allí. Eso le ocurría no solo en el trabajo sino en la vida en general. En el bus siempre lo empujaban y parecían no darse cuenta que estaba allí. Cuando hacía fila para algo a veces se lo saltaban hasta que él protestaba pero muchas veces no decía nada, por lo acostumbrado que estaba.

 Alex en cambio se le acercó tocándole la pierna ligeramente, pues él estaba subido en una escalera, y le preguntó acerca de un libro de fotografía que estaba buscando. Por la falta de costumbre, él se le quedó mirando un momento como esperando a que Alex se diese cuenta por si mismo del error que había cometido. Pero eso no pasó. De hecho Alex sonrió y le preguntó si no sabía dónde estaba ese libro. Lo único que hizo él fue extender su mano e indicar así el camino. No abrió la boca para nada. Alex entendió, sonrió de nuevo y se fue.

 Ese encuentro hizo que él soñara despierto toda esa semana. Se imaginaba discutiendo las técnicas de fotografía, de las cuales no sabía nada, de algún gran artista de ese contexto, asombrando así a Alex. Se pintaba mucho más interesante de lo que era y por eso, después de un rato, solar despierto perdía todo interés real. No tenía sentido imaginar cosas que no pasarían, menos aún cuando el resto del mundo seguía ignorándolo. Había sido una cosa de una sola vez.

 En sus días libres vestía con camisetas de diferentes diseños, con dibujos extraños o colores vibrantes. Era su manera de vivir con el hecho de que nadie lo notara nunca. Como las cosas eran así, pues se podía permitir se lo que escandaloso que quisiera con su vestimenta y, como lo comprobó apenas lo intentó, eso no cambiaba nada.

 Así que el sábado siguiente salió a caminar y a comprar algunas cosas que necesitaba. Se puso una gorra, una pantalones cortos amarillos y una camiseta con motivos florales. Hacía calor, entonces el atuendo venía bien. Fue primero a un centro comercial pero no encontró las medias que quería y por eso tuvo que ir a otro al que no iba casi. Cuando encontró unas medias divertidas, casi se estrella con Alex, que estaba mirando la ropa interior. Él se disculpó rápidamente y estuvo a punto de seguir de largo pero Alex le sonrió y le preguntó si era el chico de la librería.

 Él jamás, hasta donde se acordaba, se había sonrojado por nada en su vida. Pero seguro que lo hizo cuando Alex le hizo esa pregunta, pues nadie nunca se la había hecho, nadie nunca lo había reconocido y se sentía bastante extraño. Por alguna razón, la mano donde tenía los dos pares de medias que iba a comprar, estaba temblando. Alex se dio cuenta pero no dijo nada. En cambio, dijo que le gustaban esas medias pero que él lo que buscaba eran bóxeres o algo así porque necesitaba con urgencia.

Esa confesión de su privacidad hizo que él se sonrojara aún más. No dijeron nada por un momento y entonces fue Alex el que dijo que no había encontrado nada. Se despidió diciéndole que ojalá se encontraran nuevamente. La mente del pobre joven empezó a correr como nunca antes puesto que eso tampoco se lo había dicho nunca nadie. ¿Qué habría querido decir Alex con eso? Tal vez era solo una forma de ser amable pero tal vez lo dijera en serio, tal vez sí quería volverlo a ver pronto.

 Solo unos minutos después reaccionó y se dio cuenta de donde estaba y qué estaba haciendo. Pagó sus medias y cuando llegó a casa lo único que echarse en la cama y pensar y soñar despierto hasta que empezó a soñar dormido sin darse cuenta.

 La semana siguiente en la librería estuvo con los nervios sensibles. El lunes había creído ver a Alex en un bus y el miércoles pensó que se lo había cruzado a la hora del almuerzo, en la calle. Así que estuvo todo el tiempo mirando para todos lados, pensando que el personaje en cuestión iba a entrar de un momento a otro a la librería. Estaba siendo un poco descuidado con su trabajo: en un mismo día hizo caer varias torres e libros, tanto así que por primera vez desde Alex, algunas personas parecieron notar su presencia. Incluso interactuó más de lo normal con sus jefes.

 Para el viernes, el nerviosismo había desaparecido. Siempre terminaba por ser coherente y había concluido que no tenía sentido alguno que Alex volviese de la nada a la librería. Al fin y al cabo, la primera vez que había venido parecía que buscaba algo que no era para él y si le gustaran más los libros seguro ya habría vuelto así que lo sensato era pensar en que no iba a volver o al menos no pronto. Así que dejó todo como estaba y siguió su vida de sombra como siempre.

 Sin embargo, algo cambió en él. Ya no estaba dispuesto a que lo empujaran en el bus ni que la gente se le colara en la fila del banco. No estaba dispuesto a dejar que los demás creyeran que no existía porque un día, en la ducha, se dio cuenta de que él sí existía: pagaba un alquiler, trabajaba, tenía sueños y ambiciones y soñaba despierto a cada rato. Eso lo hacía alguien y si eres alguien debes defender tu lugar.

 Empezó a imponerse, sin violencia pero con vehemencia, en el trabajo y en todas partes y pronto varias personas se dieron cuenta de su presencia y de que sus aportes eran valiosos y valían la pena ser escuchados. Se le confió la organización de la presentación de un nuevo libro y todo lo relacionado fue un éxito, desde la organización espacial de la firma de autógrafos, hasta el tiempo y el lugar para las fotos y demás. La autora quedó contenta con él y también la gente de la librería.

 Los clientes se dieron cuenta de su presencia como por arte de magia y fue entonces cuando se le ascendió a jefe de personal. Las cosas habían mejorado y todo por su encuentro con alguien que solo había visto dos veces, que él supiera, en su vida. Se lo imaginaba a veces, en las noches, caminando por ahí y sonriendo.


 Lo extraño de todo es que él era igual de distraído que la demás gente. Pues si hubiese puesto atención a los varios años en los que había vivido en su edificio, de varios pisos pero un espacio cerrado al fin, hubiese sabido que Alex era uno de sus muchos vecinos. Pero de eso solo se daría cuenta mucho después, por un pequeño accidente con alcohol de por medio. Pero esa es una historia para otro día.