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viernes, 2 de marzo de 2018

No hay que entender


   Mientras caminaban por el sendero, miraron al mismo tiempo al precipicio que había al lado derecho: era una profunda garganta que en ese momento estaba cubierta de nubes y neblina. Así de alto era el paso por el que estaban atravesando. Escapar no era fácil por ninguna parte pero debía tener una dificultad extra hacerlo por semejante lugar. Nadie nunca los perseguiría por esos remotos parajes pero tampoco tenían garantizado poder salir de allí, y esa era la idea.

 Dos días habían pasado desde que habían oído los últimos disparos. Varios soldados los habían perseguido hasta bien adentrado el páramo, pero se rindieron al darse cuenta que la neblina era muy espesa y no podrían tener la ventaja en ese lugar. Además, consideraban todo el sector un peligro enorme, por los animales salvajes que allí había y los caminos inseguros. Hacía años que nadie pasaba por allí y todo lo que había sido mantenido en pie con cuidado, ya no existía.

 Ramón iba detrás de Gabriel y no podía dejar de mirar hacia atrás. No era algo muy inteligente de hacer pero la verdad era que estaba aterrorizado de ser capturado de nuevo. Ramón ya había estado en los oscuros calabozos que habían creado en lo que antes eran las oficinas de corte suprema. Era un extraño lugar que todavía conservaba algo de su majestuosidad anterior pero que ahora solo olía a orina humana y a heces de rata. Un lugar oscuro, con gritos ahogados y sonidos extraños.

 Gabriel, en cambio, no tenía ni idea como eran los calabozos. Solo había estado allí cuando se suponía, en el momento exacto en que varios de los prisioneros se rebelaron y escaparon de manera masiva. Fue entonces que encontró a Ramón y lo llevó a las afueras de la ciudad, donde los sorprendieron los soldados y tuvieron que escapar hacia el páramos. Gabriel no sabía lo mal que Ramón la había pasado en la cárcel y su compañero no tenía la más mínima intención de contarle.

 El estrecho sendero que bordeaba el precipicio seguía igual por varios kilómetros. Los árboles eran cada vez más escasos. En cambio, había plantas más bajas como matorrales, que crecían por todas partes. Sus flores eran de un color hermoso y era obvio que sus diversas formas tenían la intención de servir para recolectar agua, algo bastante fácil en un lugar tan húmedo como ese. Húmedo pero bastante frío. Cuando llegó la segunda noche, encontraron una zona algo plana cerca del sendero y allí armaron una pequeña tienda de campaña con una hoguera afuera.

 Estaba claro que Gabriel había pensado en todo, siempre lo había hecho. Era un tipo preparado, que nunca hacía nada sin pensar en las consecuencias con anterioridad. A Ramón le gustaba mucho eso de su compañero pero jamás se lo había dicho a la cara. De hecho, había muchas cosas que nunca se habían dicho con claridad. Desde el primer momento que empezaron a trabajar juntos, en la oficina de inteligencia estatal, se formó una relación difícil de describir incluso por ellos mismos.

 Lo que hacía de esa relación algo muy particular eran las acciones que ambos tomaban a su respecto. El hecho de que Gabriel hubiese arriesgado su vida para prácticamente rescatar a Ramón era algo que hablaba mucho de cuanto lo quería y apreciaba. Pero jamás le había dicho a Ramón nada como eso. Eran solo acciones que el otro debía interpretar como pudiera, sin palabras que hicieran todo tan especifico. Incluso allí, solos en el páramo, no se decían nada más de lo necesario.

 Observando el fuego, Ramón recordó cuando trabajaban juntos en Inteligencia. Nunca fueron muy amigos que digamos, no salían a beber nada después del trabajo ni hablaban de cosas que no tuvieran nada que ver con lo que hacían allí. Sin embargo, cuando tenían que trabajar juntos, lo hacían a las mil maravillas. Todo siempre fluía bastante bien y lo hizo cada día hasta que llegó el Gran Cambio y todo se vino abajo a lo largo y ancho del país. Poco después de eso arrestaron a Ramón.

 El asunto era que Ramón era abiertamente homosexual. Iba a bares y discotecas, compraba en negocios cuya clientela era casi por completo homosexual e incluso tenía varias aplicaciones en su teléfono celular para contactar con otros hombres y tener relaciones sexuales casuales. Obviamente no era algo único de él ni nada por el estilo pero fue así como el nuevo gobierno pudo rastrear a todas las personas que quería meter a la cárcel por motivos arcaicos.

 De solo pensar en el día de su arresto, Ramón se ponía nervioso y se le alzaban los pelos de detrás de la nuca. Los oficiales vestidos de negro habían entrado de golpe en el edificio de Inteligencia y habían arrestado por lo menos a diez personas. Las habían dirigido a la entrada principal del edificio y allí mismo las habían obligado a confesar sus supuestos crímenes. A todos, incluido Ramón, los golpearon con las armas, a algunos en la cabeza y a otros en la cara, rompiéndoles la nariz. Luego los dirigieron a un camión y así se los llevaron a los nuevos calabozos.

 Avivando el fuego que parecía estar a punto de apagarse por la pésima calidad de la madera, Gabriel miró a Ramón y recordó que él había estado en el momento de su arresto. Lo había tomado por sorpresa a pesar de que todo el mundo sabía que el país se estaba yendo al carajo. Lo que pasa es que nadie hace nada hasta que se ve afectado por las cosas horribles que pasan. Gabriel, sin embargo, solo decidió actuar una semana después de lo ocurrido. Tiempo después, se culpaba por su demora.

 La cuestión era que no sabía qué debía hacer y ni siquiera si debía hacerlo. Gabriel solo sabía que una injusticia se había cometido y sentía algo adentro de su cuerpo que le insistía en que debía alzar su voz de protesta. El problema era que no sabía cual era la razón para esa rebelión en su interior. Varias veces en su vida había visto injusticias, pero jamás había sentido la urgencia de hacer algo, la presión en el estomago que le insistía día y noche y no lo dejaba tranquilo ni un segundo.

 Se preguntó entonces, y se lo volvió a preguntar frente a la fogata en el páramo, ¿qué era lo que sentía por Ramón? ¿Era amor o algo parecido? Gabriel no tenía ni idea. Lo único que tenía claro era que le importaba Ramón y que prefería tenerlo cerca que estar completamente solo. Además, sabía que no hubiese podido vivir consigo mismo si no hacía algo para ayudarlo a escapar de la cárcel. La fuga masiva había ocurrido casi como un milagro, empujando a Gabriel a hacer lo que sentía que debía hacer.

 Ahora solo se miraban, por encima de las débiles llamas de la fogata. Habían logrado cazar un pequeño conejo, pero no era ni de cerca suficiente para dos hombres adultos que llevaban días sin comer algo decente. Habían comido en pocos minutos y ahora solo intentaban calentarse con un fuego que no parecía querer ayudar en nada. Estiraban las manos y trataban de hacer crecer las llamas, pero todo era inútil. Pasada la medianoche, el fuego murió por fin y ellos tuvieron que acostarse.

 Gabriel había sido precavido y había metido esa tienda de campaña vieja en su mochila. Los pies de ambos sobresalían y quedaban los dos bastante apretados debajo de la delgada lona verde. Pero era lo único que había. Se acostaron y estuvieron allí tiesos, visiblemente incomodos.

Entonces Ramón se dio la vuelta, mirando al lado contrario de Gabriel, y le pidió en una voz suave pero muy clara, que lo abrazara. Gabriel esperó unos segundos, como procesando lo que había escuchado. Después se dio la vuelta al mismo lado y abrazó a Ramón. Así cabían mejor y pasarían menos frío.

lunes, 22 de enero de 2018

Fuego en la selva

   El río parecía hecho de cristal. Solo se partía en el lugar donde la canoa lo atravesaba pero en ningún otro lado. El guía había nombrado varias de las criaturas que al parecer reinaban bajo la superficie, justo antes de embarcar. Decía que era un lugar lleno de naturaleza, en el que cualquier pequeño rincón estaba lleno hasta arriba de múltiples formas de vida, algunas tan sorprendentes que seguramente quedaríamos con la boca abierta por varios minutos. Pero desde entonces, no habíamos visto nada.

 Llevábamos más de una hora en la canoa, viajando río arriba a una velocidad constante bastante buena. De hecho, ya estábamos muy lejos del lugar donde habíamos parado a comer. El almuerzo había consistido en pescado blanco a las brasas y algo de fruta por dentro, una fruta muy dulce y llena de pulpa. Eso iba acompañado de una bebida embotellada, puesto que los indígenas habían tomado un gusto muy especial por las bebidas carbonatadas del hombre blanco. Esa había sido la comida, rico pero no muy sustancioso.

 Por alguna razón, Robert tenía más hambre después de comer. Al ser uno de esos gringos de huesos anchos, estaba más que acostumbrado a grandes porciones de comida y ese pescado no había sido ni un tercio de lo que él se comía a diario a esa hora. Su estomago rugió y rompió el silencio en la canoa. Todos los oyeron pero nadie dijo nada, tal vez porque cada uno estaba demasiado absorto mirando como la selva pasaba allá lejos, a ambos lados, tan silenciosa como el río.

 Adela, quién había invitado a Robert a la expedición, estuvo tentada a meter la mano en el río pero el guía les había advertido la presencia de pirañas y eso era más que suficiente para disuadirla de hacer cualquier cosa inapropiada. Hubiese querido saltar por la borda y refrescarse un rato. Aunque lo que Robert tenía era hambre, a juzgar por el ladrido de su estomago, Adela lo que tenía era un calor sofocante que no lograba quitarse de encima. De golpe, se quitó la blusa para quedarse solo en sostén.

 El guía la miró un momento pero ya había visto tantas mujeres blancas haciendo lo mismo que era casi algo de esperarse. Él, en cambio, vestía el pantalón corto y la camisa de todos los días, con un sombrero que un visitante le había regalado hace años y que al parecer lo hacía verse como uno de esos guías de las películas de aventura. Se hacía llamar Indy, por las películas del afamado arqueólogo. Su nombre real no lo decía nunca a los turistas, puesto que los mayores de su tribu siempre les habían aconsejado guardar el idioma propio para si mismos.

 El grupo lo cerraban Antonio y Juan José. Eran dos científicos bastante conocidos en la zona, sobre todo desde hacía algunos meses en los que habían vuelto de la parte más densa de la selva con diez nuevas especies descubiertas. Se habían quedado allí, internados en lo más oscuro y recóndito, por un mes entero. Estaban acostumbrados a comer poco y al inusual silencio de esos largos paseos en canoa. Conocían bien a Indy y sabían su nombre, pero respetaban sus tradiciones.

 A Robert lo habían invitado después de haberlo conocido en una conferencia de biología. El gringo no era biólogo sino químico pero les había dicho de su interés por visitar la selva alguna vez. Ellos lo arreglaron todo y el no tuvo más remedio sino aceptar su propuesta. Adela era una amiga botánica que todos tenían en común y que admiraban profundamente por su estudio de varias plantas selváticas en medios controlados. Rara vez se internaba en la selva, puesto que odiaba viajar en avión.

 Indy los sacó a todos de sus pensamientos cuando dejó salir un grito ahogado. Hizo que la canoa fuera más despacio y todos miraron hacia donde él tenía dirigida la vista. Lo que vieron era lo peor que podría pasar en ese lugar: un incendio de grandes proporciones emanaba humo a grandes cantidades hacia el cielo. Se podían ver unas pocas llamas pero casi todas se ocultaban detrás de la espesura, que seguro sería consumida con celeridad si no llovía pronto. A juzgar por el cielo, el agua no vendría en días.

 De repente, una explosión bastante fuerte retumbo en la selva y terminó de romper el silencio. Una bola de fuego enorme pareció salir de las entrañas de la jungla y se elevó por encima de sus cabezas hasta deshacerse bien arriba. Nada explota en la selva sin razón. Por eso estaba claro para todos en la canoa que no se trataba de un incendio controlado o accidental sino de algo hecho a propósito. Los músculos de todos se tensaron, tratando de ver algún indicio de lo que tenían en mente.

 Lamentablemente, se dieron cuenta tarde de que una lancha había salido de la orilla del incendio y se dirigía a gran velocidad hacia ellos. Indy aceleró el ritmo, tratando de dejar atrás a la otra embarcación. Pero la verdad era que el aparato que los perseguía era mucho más moderno y tenía seguramente uno de esos motores que parece no cansarse con nada. En poco tiempo los tuvieron a un lado y se dieron cuenta, para su sorpresa, de que los hombres no llevaban armas ni los amenazaban. Al contrario, los pasajeros del barco rápido los alentaban a seguir adelante, sin detenerse.

 En esas estuvieron unos veinte minutos, hasta que en la lejanía se dejó de escuchar el ruido de los animales en la selva y se dejó de ver la fumarola de humo que se desprendía del incendio en la base de los árboles. Indy bajó la velocidad y lo mismo hicieron los del bote rápido que había recorrido junto a ellos un tramo largo del río, que ahora se veía mucho menos ancho que antes. Antes de cruzar palabra con los otros, notaron que el sol estaba bajando y que no faltaba mucho para que estuviesen sumidos en la oscuridad.

 En el otro barco había solo hombres, lo que inquietó mucho a Adela. No era la primera vez que era la única mujer en un lugar, pero siempre se ponía muy a la defensiva en situaciones así. Conocía a Juan José y Antonio, una pareja de científicos que todo el mundo admiraba y quería. E Indy era como un hermano. Robert… Bueno, la verdad no creía que Robert fuese alguien de quién tener miedo. Pero esos hombres eran extraños y tenía que estar preparada, sin importar sus intenciones.

 Se presentaron como científicos, miembros de un grupo especial enviado por la Organización Mundial de la Salud. Según ellos, habían estado en un bunker construido especialmente para ellos, sintetizando varios medicamentos utilizando como base varios tipos de plantas de la selva. Sin embargo, de un momento a otro habían sido atacado por un grupo enmascarado, que no había dicho una sola palabra antes de empezar a lanzar bombas de fabricación casera contra el bunker.

 En ese momento comenzó el incendio. Los científicos apenas tuvieron tiempo de pensar. Era tratar de apagar las llamas o correr, puesto que los enmascarados parecían preparar un tipo de arma mucho más convencional para tomar el control total de la situación. Fue entonces cuando ocurrió la explosión: las llamas se mezclaron con los químicos dentro del bunker y todo voló al cielo. No todo el equipo científico logró correr al barco amarrado a la orilla y escapar. Frente al grupo de la canoa, solo había cuatro hombres.

 Indy les preguntó sobre los enmascarados, si sabían quienes podían ser y si habían muerto con la explosión. Al parecer, toda la vestimenta era de color verde y habían visto al menos a uno apuntarles después de arrancar el motor del barco en el que estaban.


 Adela, Juan José, Antonio y Robert pidieron un momento para hablar sobre qué hacer. Ellos iban a un recinto científico apartado. ¿Sería mejor llevarlos allí o devolverse al pueblo más cercano? La noche era inminente y no ocultaba nada bueno ni para unos ni para otros.

lunes, 6 de marzo de 2017

Sangre tibia

   De pronto sentí la mano tibia y fue cuando me di cuenta de que estaba sobre un charco de sangre. Y entonces vi lo que había hecho y todo el color que tenía en mi rostro se fue de golpe. No podía gritar ni moverme. Era tan horrible, que no podía dejar de mirar y, al mismo tiempo, no podía mover la cabeza. Yo había hecho eso. No había manera de echar el tiempo para atrás ni de disculparme. Estábamos ya mucho más allá de todo eso. Cuando por fin pude moverme, me retiré con un sonido extraño  y las manos cubiertas de sangre oscura y espesa.

 Salí de esa habitación dando tumbos, golpeándome con la puerta y luego con muebles que había afuera. Me sentía mareado. Sentí ganas de vomitar pero me contuve justo a tiempo. No quería hacerle a nadie más fácil el hecho de encontrarme. Podía sonar tonto pero estaba al mismo tiempo muy consciente de lo que había ocurrido pero también aturdido y atontado. Como pude, llegué hasta la puerta de la casa, que seguía abierta, y salí a la entrada de la casa donde había dos vehículos.

 En uno de ellos había llegado yo, el otro era de él. Siento que me quedé mirándolos por un largo tiempo hasta que me decidí por el coche de él. Tuve que devolverme a la casa, a una mesita pequeña, donde siempre dejaba él las llaves del automóvil. Las apreté en mi mano y salí de nuevo de la casa corriendo, como sin querer ver nada de ese lugar nunca más. Entré en el vehículo con rapidez y tomé bastante aire antes de prenderlo y salir por la puerta automática.

 Minutos después, iba por la autopista sin un destino fijo. No iba a la ciudad, a casa, puesto que sería una estupidez ir hacia allá. Podía ser que ya supieran quién era por alguna razón y sería mejor no hacerle el trabajo demasiado fácil. Sabía que lo había hecho estaba mal pero no quería afrontar las consecuencias de manera tan rápida. Necesitaba un tiempo para poner las cosas en orden, saber qué era lo que quería hacer y como. Debía de asimilar la posibilidad de ir a la cárcel.

 Se hizo de noche pronto pero seguí hacia delante hasta que el automóvil se quedó sin gasolina. Tuve que detenerme en la gasolinera más solitaria en el mundo, donde solo había un dependiente con cara de aburrido que no pareció ver mi ropa manchada de sangre. Me había limpiado las manos dentro del auto antes de salir pero el trabajo no había sido muy bueno. Apenas pagué la gasolina, seguí mi camino hacia un lugar que no conocía y en el que no sabía lo que se supone que debía hacer.

 Me tuve que detener una vez más cuando tuve ganas de ir al baño. No tenía sueño ni nada por el estilo pero sí ganas de orinar. Me detuve en un restaurante de carretera, igual de solitario que la gasolinera. Me lavé como pude la sangre y quise quitarme la ropa manchada pero no había con que cambiarla. Debía ir a algún lado a comprar algo de ropa para estar limpio. Eventualmente, también debía detenerme en algún lado a descansar pues no sería buena idea conducir sin haber dormido.

 Creo que fueron dos horas más por la carretera, cubierta de oscuridad y de estrellas bien arriba. Hasta que por fin, encontré un lugar para pasar la noche. Era obvio que era uno de esos hoteles para camioneros, pero el punto era descansar un poco y poderme hablar, así no me pudiese cambiar de ropa. Me dieron la habitación más pequeña. Aproveché para ducharme y luego traté de dormir pero no podía cerrar los ojos. La imagen de su cuerpo tirado en el piso me acosaba.

 Solo dormí unas cuantas horas, durante las que me desperté en un sinfín de ocasiones, hasta que decidí arrancar para aprovechar el día. No tenía ni idea adonde iría pero el clima ya había cambiado pues me acercaba cada vez más al océano, donde no tendría más lugar para donde huir. Y no tenía pasaporte ni nada por el estilo si es que me daba en algún momento por salir huyendo del país, pero puede que eso fuera la idea más tonta del mundo pues siempre cogían así a la gente en las películas.

 Lastimosamente, no estaba en una película, era la realidad. Y en la realidad a la gente le importaba mucho si uno mataba o no a otro ser humano y las razones para hacerlo nunca eran una justificación para nada. Además, pensaba, nadie más debe saber las razones de nuestro enfrentamiento y de porqué de su gemelo desenlace. Eso es algo que me concierne a mi y al pobre que ya está muerto, a nadie más. En todo caso sería muy difícil de explicar y mi cabeza no estaba para eso.

 Entré a un pueblo pequeño y busque una tienda donde pudiese comprar ropa. Menos mal todavía llevaba mi billetera en el pantalón y tenía un solo documento de identidad que podría servirme de algo o, al revés, servir para saber donde estoy. Pero no quería preocuparme por eso, primero lo primero. Como ya sentía más calor, decidí comprar una bermuda, una camiseta como de playa y unas sandalias de color amarillo. Después de pagar, pedí permiso para cambiarme dentro de la tienda. Al salir, tiré la ropa manchada en un bote de basura grande.

 Seguí conduciendo por varias horas más hasta que las plantas que crecían a un lado y al otro de la carretera empezaron a cambiar de nuevo. Ahora había plantas de banano y palmeras de todos los tipos. Estaba en clima cálido y el mar estaba cada vez más cerca. Mientras me acercaba a él, quise tener un plan de lo que iba a hacer ahora en adelante, pero la verdad era que mi cerebro no podía concebir nada como eso. Incluso me pasó la idea de entregarme, pero eso era muy ridículo.

 Ellos debían encontrarme y punto, no iba a pensar nada más sobre eso. Debían de esforzarse y juntar las piezas del rompecabezas. El automóvil que había dejado en la casa de él no era mío pero no sería difícil conectar los puntos. Y al estar tan mareado al salir, puede que mis huellas hubiesen quedado por todo el lugar, lo que cerraría el caso en un abrir y cerrar de ojos. El punto era que no fuese todo tan fácil pues estaba seguro de no estar listo para la cárcel, no por el momento.

 Al llegar a un intercambiador, decidí seguir la costa hasta una ciudad de tamaño medio, famosa por su dedicación al turismo y al cuidado de un parque nacional que estaba muy cerca. Conduje por un par de horas más hasta que llegué a la ciudad. Lo primero era deshacerme del vehículo y luego tendría dinero suficiente para establecerme en algún sitio, comer y tratar de descansar para esperar por un nuevo día que podía ser igual de malo que el que estaba viviendo.

 Me quedé en un hotel unos tres días hasta que conseguí un empleo como guardabosques en el parque nacional. Ellos contrataban a cualquiera que estuviera dispuesto a hacerlo y proporcionaban una pequeña cabaña en la cual vivir. Desde el primero momento adentro, supe que eso era lo que debía hacer en este momento de mi vida. He arreglado la casita lo mejor posible, con pequeños detalles tontos que he comprado por ahí. El carro lo vendí al poco tiempo de mudarme y ese dinero ha sido de gran utilidad.

 No solo me ha servido para sobrevivir sino que vivo una vida bastante confortable al borde de la civilización, dando paso a eco turistas que quieren ir a tomar fotos de animales o solo quieren penetrar en un bosque cerca del mar, entre este y la montaña. A veces hago de guía.


 Pero lo principal es que sigo esperando. Sigo esperando con paciencia el día en que vengan por mi, me lean mis derechos y me digan cuales son los cargos de los que me acusan. Estoy esperando ser juzgado y condenado para siempre. Estoy queriendo verlo pronto.

viernes, 11 de marzo de 2016

Ocurrió en el 11B

   Algo extraño ocurría en aquel apartamento pero nunca se supo que era. Varias personas, reconocidas en el mundo de lo paranormal, habían ido a visitarlo en varias ocasiones y siempre decían tener la solución al misterio de la casa pero en verdad no tenían nada de nada. Era solo una manera de ganar fama gratis pues el misterio del 11B era algo que nadie nunca podría comprender del todo.

 Claro, había personas, científicos de verdad, que decían que lo que sucedía en la casa nada tenía que ver con fantasmas ni con criaturas misteriosas. Según algunos de ellos, lo que pasa es que el edificio estaba mal construido y por eso los fenómenos tan raros. Además, y como siempre pasa, culpaban a los dueños del inmueble de lo que hubiesen visto. Los acusaron una y mil veces de ser una parranda de drogadictos, de alcohólicos y de no sé que más cosas. Todo eso inventado para que la gente no tuviera que creer en lo que no entendía.

 Tantas habían sido las acusaciones que la familia, lo que quedaba de ella en todo caso, había decidido irse de la ciudad y no decir a nadie adonde habían ido a parar. Y lo hicieron bien pues nadie nunca supo que pasó con ellos, ni los que habían sido sus amigos, ni los vecinos más cercanos ni siquiera los familiares que habían dejado atrás y que habían estado con ellos durante los momentos más difíciles de todo el proceso. Porque lo que sucedió no pasó en un día sino en muchos.

 Sobra decir que nunca hubo un muerto o al menos no en el sentido definitivo. El único afectado del 11B había sido el padre de la familia que, en circunstancias que solo el hijo mayor conocía, había quedado paralizado frente a la puerta principal de la casa. Sus ojos se movían pero su cuerpo no y así seguía todavía en el hospital general de la ciudad. La familia no había dejado nada para que lo cuidaran y fue la ciudad la que se encargó de él. No costaba mucho hacerlo pues era un cuerpo tieso en una cama que a veces giraban a un lado o al otro y bañaban un par de enfermeras con cuidado. Nadie creía que pudiese durar mucho más.

 Lo que más daba miedo es que decían, y es que nadie había visto al padre en mucho tiempo como para saber si era verdad, que todavía podía mover los ojos a pesar de tener el cuerpo congelado. Eso le daba a uno la impresión de que había quedado paralizado del susto y que no se había muero por alguna anomalía que nadie nunca sabría que era. El hijo mayor estaba en shock cuando el resto de la familia los sacó del edificio y pudieron llevarlos a un hospital. El hijo lloraba casi todo el tiempo y por las noches gritaba. No soportaba ya la oscuridad y si lo dejaban solo por mucho tiempo, pues pasaba lo mismo. Una enfermera tuvo que quedarse a su lado todo el tiempo que estuvo en el hospital.

 Al cabo de un par de semanas, el chico se mejoró pero no quiso decir nada de lo sucedido. Regresó a casa apenas le dieron de alta y nunca salió hasta que se fueron definitivamente de la ciudad. Cabe decir que ellos no vivían en el 11B. Ese era un apartamento que tenían en arriendo. La familia vivía en el 11C, que quedaba justo cruzando el pasillo. Cuando ocurrió lo que nadie sabía explicar, los hombres de la familia habían estado revisando cuales eran los arreglos que habría que hacerle al lugar para por fin poderlo alquilar.

 Los inquilinos más viejos se acordaban de ellos cuando habían llegado al edificio, hacía apenas unos cinco años. Eran de esa gente feliz, de esos que viven saludando y con una gran sonrisa en la boca. Eran amables como pocos e incluso invitaron a una pequeña fiesta cuando se mudaron. Ese día fue en el que empezó todo pues el 11B era el lugar elegido para la fiesta en medio de la tarde. Por piso edificio tenía solo tres apartamentos, así que cada uno era bastante grande y con varios cuartos y pasillos. Esto era porque era un edificio de los viejos, de los que ya no se hacen y por eso la familia quiso reformar para poder alquilar.

 En todo caso eso nunca llegó a ningún lado y hoy el 11B sigue igual o peor de derruido que siempre. En la fiesta de bienvenida pasó lo primero: según una de las niñas de los vecinos, ella jugaba en un cuarto con otros niños y entonces empezó a sentirse rara. La mamá le preguntó si había tenido dolor de estomago o mareo y le dijo que era otra cosa, más difícil de explicar. El caso es que juró haber visto algo así como una mancha moviéndose por la pared y entonces una raja empezó a aparecer allí frente a ella, una grieta enorme que casi parte la pared en dos.

 La alegre familia se dio cuenta entonces que tenía un reto más que grande encima, puesto que el edificio entero parecía tener problemas estructurales. La niña obviamente estaba muerta de miedo pero nadie le dio mayor importancia a lo sucedido. Y entonces empezó todo de verdad: los niños de la familia sintieron algo que los acosaba de noche, que los tocaba y los empujaba y a veces los halaba. Las luces se prendían o apagaban cuando querían, el agua a veces se comportaba extraña. Fue la madre la que dijo haber visto gotas flotando en el baño.

 Pero de esto solo hablaron después, en los pocos días que hubo entre el accidente del padre y la salida definitiva del edificio. Fueron la madre y la hija mayor las que hablaron al respecto pues sentían que debían hacerlo ya que sus mentes estaban demasiado torturadas, necesitaban hablar de todo lo que habían visto o enloquecerían. Además, ninguno de los hombres estaba en condición de decir nada.

 Esto lo hablaron con algunas personas de confianza y fueron ellos quienes pasaron la información a los medios y a otras personas, así que jamás se podrá estar muy seguro de la veracidad de todo. Incluso si la madre y la hija sí hubiesen dicho esas cosas, habría que creerles y eso ya era una tarea monumental pues lo que decían no tenía ningún sentido. Se les preguntó porque nunca denunciaron o porque simplemente no se fueron antes y ellas respondieron que siempre pensaron que todo eso pasaría y que podrían haber sido ideas de ellas.

 Pero entonces las imágenes que se veían, las respiraciones, los gritos lejanos y demás, empezaron a ser más y más frecuentes e incluso la familia decía que los notaba desde su apartamento. Era como una energía oscura, algo muy extraño que parecía tener la cualidad de atraerlos de una manera que los hacía sentir enfermos pero casi lujuriosos de ver que era lo que sucedía en el 11B. Por eso los hombres decidieron ir a arreglar en medio de la noche, algo a lo que nadie nunca le encontró una explicación que tuviese el mínimo sentido.

 Se supone que querían arreglar las conexiones eléctricas y por eso el padre se quedó en la sala desarmando varios enchufes y el hijo fue a la cocina a hacer funcionar la lavadora y la nevera. Al comienzo, no pasó nada y todo empezó a funcionar como debía. Pero cuando estaban celebrando con gritos de jubilo, las luces se apagaron en todos lados excepto donde cada uno estaba. Entonces empezaron los ruidos en la cocina. Las puertas de la alacena se abrían, caían al suelo sin hacer ruido y el chico veía adentro serpientes y arañas y demás criaturas horribles. Con otro estruendo, el piso cedió y media nevera se incrustó en el piso.

 Entonces fue que vio unos ojos amarillos en un rincón oscuro y ese oven gritó como jamás nadie volvió a gritar en el mundo. Su sangre hirvió y lo ayudó a correr hasta la sala por entre la oscuridad, en la que sintió manos y piernas y voces que le decían cosas que jamás podría repetir. Cuando llegó a su padre, este ya estaba como congelado frente a la puerta. El cuerpo tenía las manos extendidas y en la puerta había arañazos. Su padre se veía tensionado y entonces fue que puso ver que los ojos todavía se movían. Lo hacían con velocidad, rápidamente y como alertando de algo que venía.

 Y entonces el muchacho se dio la vuelta y no se sabe más. Al menos no de parte de ninguno de ellos. Las mujeres, madre e hija, y los dos otros niños pequeños, escucharon desde el 11C un estruendo enorme como si algo se hubiese derrumbado al otro lado de la puerta. Pero cuando abrieron para ver que pasaba, encontraron que la puerta del 11B había volado del marco y solo estaban allí el padre petrificado y el hijo muerto del susto, temblando.


 Las mujeres hablaron solo una vez y después no se les vio más. A las dos semanas se fueron de la ciudad con el hijo que todavía no podía pronunciar palabra. Y el apartamento sigue allí. El 11B sigue produciendo ruidos y ocurrencias extrañas que solo los niños metiches ven y luego no saben como manejar. Y también está el 11C y su desolación máxima, pues todo sigue allí tal cual lo dejaron. De hecho, hay algo que cambió. Y es que lo que sea que hay en el 11B, terminó pasando el pasillo y conquistó el territorio de la que alguna vez fue una familia feliz.