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domingo, 14 de febrero de 2016

Encuentro

   El rocío cubría gran parte del terreno, haciendo que cada pequeña planta, cada flor y casa montoncito de musgo brillaran de una manera casi mágica. La mañana en las tierras altas y alejadas del mundo era diferente a las del resto del planeta. Aquí parecía que todo se demoraba en despertar, tal vez porque el sol se veía a través de una cortina de niebla o tal vez porque no existía civilización en miles de kilómetros. Eso sí, muchas migraciones habían pasado por este lugar pero ninguna se había quedado, ninguna gente había decidido de hacer de ese páramo su hogar. Y era extraño pues había agua en abundancia y ríos donde pescar y animales que cazar. Eso sí el balance natural era frágil. En todo caso allí no vivía nadie.

 Los pasos de Bruno no fueron entonces escuchados por nadie, ni por mujer ni por hombre ni por niño, solo por algunas aves que parecían estar buscando insectos entre las plantas bajas y el ocasional venado que no huía, sino que pasaba alejado del ser humano. Se veían mutuamente pero se dejaban en paz. El venado lo hacía porque no conocía al ser humano pero podría ser peligroso. El humano lo hacía porque ya había comido y no le era necesario comer más. Esa era la realidad del asunto. Siempre la crueldad de una de las bestias es más poderosa que la de la otra y por eso es que hay depredadores y depredados. Bruno además tenía respeto por el lugar y por eso no cazaba a lo loco ni pisaba el musgo si podía evitarlo. Incluso en ese lugar perdido había piedras.

 Sus botas resbalaban un poco, sobre todo sobre rocas húmedas o sobre los terrenos mojados a las orillas de los ríos. Eran sitios de una belleza increíble y cada cierto tiempo recordaba su cámara y la sacaba para tomar una foto pero recordaba lo mucho que odiaba como el sonido al accionar el obturador rompía con la magia del sitio por unos preciosos segundos. Era como si se violara a la naturaleza tomándole fotografías, así que no lo hacía demasiado, solo cuando había algo que estaba seguro que no podría recordar después y que solo guardándolo en una imagen podría perdurar. Tenía fotos de varios ríos, de los picos rocosos entre la neblina, de un cañón profundo y negro y de los venados comiendo en la pradera.

 Fue cuando llegó a la cima de una de esas montañas de pura roca, queriendo ver si ninguna tenía nieve, que descubrió algo de lo más extraño. La punta de la montaña era algo plana al final y allí se sentó un rato, teniendo cuidando de no caer por la parte más peligrosa. Y fue sentándose que vio lo que creyó eran más rocas. Pero más las miraba y más se daba cuenta que las rocas parecían pulidas y casi podía verles una forma, como de ser vivo. Estaban a tan solo unos metros más abajo pero como todo allí era más lento, su cerebro estaba contagiado y se demoró un buen rato decidiendo si debía bajar a mirar o no.

 Cuando por fin lo hizo, descubrió que las rocas no eran rocas sino huesos. Había lo que era posiblemente un fémur, largo y casi pulido por el viento, unos pequeños huesitos regados por alrededor, que bien podían ser de la mano o de un pie, y un poco más allá un cráneo con un hueco en la parte superior. El cráneo pesaba bastante y se notaba que el hueco era producto de una caída o algún accidente, es decir, el animal que fuera no tenía ese hueco por naturaleza. Era un cráneo alargado, de cuencas oculares grandes y trompa como la de un perro pero más ancha, más grande. Y en la boca todavía tenía algunos dientes, todos afilados. Bruno se cortó tocándolos y fue cuando la magia se terminó.

 Nunca había visto un animal que pudiese tener ese cráneo, fuese en un libro o en fotos de los páramos. Ya mucha gente había venido por estas tierras y habían documentado todo o casi todo pero seguramente se les habría escapado uno que otro espécimen. Lo raro es que este animal debía ser grande y difícil de ignorar, así que se trataba de un misterio con todas sus características. Además, para reforzar lo extraño del caso, porqué estarían solo esos huesos y porqué casi en la cima de una montaña? No era un lugar común para que los animales viniesen a pasear. De hecho los venados siempre pastaban por zonas planas y las aves tampoco merodeaban por allí. Tal vez algunas cabras salvajes o algo parecido pero ese no era el cráneo de una cabra.

 Esta vez no dudó en tomar foto a todo y se sintió parte de esos programas de televisión donde investigan una muerte violenta. Casi quiso tener la pequeña regla que ponían al lado de los objetos para las fotos y ese exagerado flash sobre la cámara. Pero obviamente no tenía nada tan complicado y se conformo con tomar una veintena de fotos, las suficientes para mostrar bien el cráneo y los otros huesos que había en el lugar. Dejó el cráneo donde lo había encontrado y bajó la montaña hasta una zona más plana, con algunos árboles. Recordó que tenía hambre y busco por instinto sombra para poder comer. Pero sabía que eso era solo por costumbre pues allí todo siempre estaba envuelto en sombras, sin el sol que hiciese de las suyas.

 En su maleta guardaba algunos restos de pescado que había comido más temprano así como frutos secos y un termo lleno de agua fresca de uno de los muchos riachuelos de la zona. También tenía un par de duraznos pequeños que había encontrado al inicio del viaje y nunca volvió a ver un árbol similar. Seguramente una semilla había sido llevada hasta allí por alguna ave o un animal migrante. Comió también uno de los duraznos y tiró la pepa a una parte del terreno sin árbol. Le deseó buena suerte a la semilla y siguió su camino hacia la gran pradera a la que se dirigía desde hacía un par de días.

 Se suponía que era el lugar preferido por todas las especies de la región y eso era porque estaban protegidos del exterior pero también porque había comida y refugio. Era todo en uno mejor dicho. Pero algunos animales solo iban ocasionalmente, pues sabían que muchos depredadores merodeaban esa planicie para cazar y tener más de cenar que lo habitual. Fue todo un día de caminata extra para alcanzar la planicie. Antes tuvo que quitarse la ropa, bañarse desnudo en un riachuelo de agua congelada y lavar la ropa para quitarle los olores que tuviera. Estuvo tiritando por un buen tiempo pues en ese clima la ropa no se secaba con rapidez pero rápidamente se adaptó al clima y decidió seguir así desnudo.

 Se sentía más libre que nunca, pues podía moverse más ágilmente a pesar de tener su gran mochila a la espalda. Todavía tenía los zapatos puestos, así que no tenía que temer a las piedras con filo o a los insectos tóxicos. Cuando se acercó a la planicie dejó oír una expresión de asombro que nadie nunca escuchó y ningún animal entendió. Había algunos venados pero también veía, desde un punto alto, a un par de lobos acechando y a un zorro comiendo lo que parecía fruta. Había también unas aves grandes como perros peleando por los restos de algún pobre venado. Todo era entre roca y musgo y flores de todos los colores. Era hermoso, incluso viendo la muerte que cernía sobre el lugar. Era la naturaleza en sí misma y su magia en exposición.

 Entonces un sonido extraño rompió el silencio. El sonido venía de una zona en descenso, por lo que Bruno no podía ver que era. Tenía algo de metálico peor también de gruñido. Incluso parecía el sonido que la gente hacía cuando hacía gárgaras. En su mente, el explorador pensó en todos los animales que podrían hacer ese ruido, en toda criatura que fuese depredadora y viviese en este fin del mundo. Pero no había tantas opciones y entonces fue cuando vio algo que lo hizo agacharse detrás de un gran pedrusco y quedarse allí temblando ligeramente. Lo primero que pensó fue en tomarle una foto pero lo mejor era estar pendiente del animal y no distraerse ni atraer atención sobre si mismo.

 Se tranquilizó y miró de nuevo. El animal ya había subido la cuesta y los demás huyeron atemorizados. Solo los lobos se quedaron gruñendo y eso, por lo visto, no fue buena idea. La criatura se lanzó ágilmente sobre uno de ellos y lo destrozó. Bruno dejó salir un gritito y la criatura pareció escucharlo pues se giró hacia donde estaba él. Olió el aire pero al parecer decidió que tenía suficiente con la comida que acababa de obtener. Empezó a comer arrancando pedazos del pobre lobo y manchándose de sangre todo su hocico, que era más grande que el de un perro, y sin cerrar unos grandes ojos amarillentos.


 La criatura era, o parecía más bien, a lo que mucha gente llamaría dinosaurio. Pero no tenía la piel escamosa sino más bien con pelo corto y duro. Las patas eran garras y las delanteras eran alargadas y fuertes. La manera de pararse era tal cual la de los monstruos jurásicos de las películas pero no mucho más era similar. Lo extraño de todo, era que se veía hermoso, natural en ese momento. Era una criatura más y posiblemente Bruno era la primera persona en verla en mucho tiempo. Sacó la cámara, tomó una foto y ágilmente salió de allí despavorido, pero a la criatura eso no lo importó pues no sabía qué era un ser humano, ni le importaba.

domingo, 19 de octubre de 2014

Ricardo Villamil

La leyenda cuenta que Ricardo Villamil fue uno de los miles de hijos de españoles con indigenas. Aunque lo poco común era que su padre era indígena y su madre española. El padre había sido el jefe de su tribu y la mujer era hija de un comerciante de especias, más que todo exportando clavo y canela.

Pero este no era el aspecto que todos recordaban de Ricardo. La historia que todos conocían, y algunos todavía recuerdan, es la de su expedición al interior del país, en ese tiempo poco explorado, con uno que otro asentamiento, casi siempre un caserío de mala muerte.

La idea de Ricardo era aumentar el poder de la empresa que iba a heredar de su abuelo. Siendo su único descendiente, no podía negarse a dejarle hasta el último centavo y cada papel con su firma para que la empresa siguiera existiendo. Conociendo al viejo avaro que era su abuelo, sabía que nunca sería capaz de dejar derrumbar su imperio, que él mismo había heredado de sus ascendientes.

Ricardo había llegado en cuestión de dos semanas, casi un record en la época, al borde de la llanura, donde empezaba la jungla espesa y los mitos más locos sobre la tierra desconocida. Eso, francamente, no le interesaba. En el camino fue formando su equipo hasta encontrar 20 hombres dispuestos a adentrarse con él en la selva.

También viajaba con ellos una cocinera negra, que él conocía hacía años. La había convencido diciéndole que todos dependerían de ella para comer comida real y no porquerías de la selva. La idea del viaje no le importaba, solo nutrir a los demás.

Y así llegaron al borde de la selva y se abastecieron de comida, armas y demás cosas que pudieran necesitar. Se hicieron al río en una gran embarcación y siguieron el curso fluvial por kilómetros y kilómetros.

Para Ricardo este tramo del viaje fue el más tedioso ya que tenía que esperar y esperar. No había nada más que hacer sino repasar planos pasados, informes de tribus autóctonas y avisos de exploradores y otros personajes que frecuentaban la selva para conseguir comida.

Ya conocía de memoria las leyendas: una mujer que buscaba a sus niños matando hombres perdidos, el hombre que era jaguar o caimán o un oso y, por supuesto, la gran ciudad pérdida que muchos decían que existía pero que nadie vivo podía decir que había visitado.

En la travesía por el río pararon algunas veces, recolectando frutas, hierbas y cortezas de árboles. Todo podía servir. La idea era volver con todo a la costa y allí ver que se podía hacer con cada material. Al fin y al cabo allí estaban los equipos científicos necesarios para saber de que estaban hechos los materiales.

En el bote tenía una cabina para él solo y allí un cofre donde guardaba todo. Ya ansiaba volver, a pesar de no haber llegado al lugar donde muchos reclamaban haber visto poderosos animales y plantas exóticas. Extrañaba a sus padres, que ahora tenían el peso de la empresa encima.

A veces pensaba que los tiempos estaban cambiando y su familia era ahora menos discriminada pero sabía que el mundo no era así, era cruel y duro. Lo había notado cuando había cortejado a una joven dama hija de comerciantes de pieles. Ella misma le dijo que no podía dejar que la vieran con él.

Y así ocurrió con otras más hasta que se cansó y decidió montar la expedición. Era un viaje necesario para el negocio, pero también era una oportunidad perfecta para escapar de todo un tiempo, ver otros espacios, y encontrarse un poco en un mundo que no estaba hecho para él.

Un buen día desde el bote pudieron ver montañas, más bien montes por su altura, y tenían formas extrañas. Eran mucho más altas que la planicie de la selva y era planas por encima. Algunas tenían los costados en pendiente brusca y otros eran más suaves.

Unos pocos se quedaron para resguardar el bote, entre ellos la cocinera que dijo que no le interesaba ir a escalar pero que le trajeran carne roja para las comidas de los próximos días.

Ricardo se armó con un fusil y varias bolsas de piel de panza de oveja, ideales para guardar las preciosas plantas que encontraría. Dejaron las colinas para el último día y se dedicaron a buscar por entre los montes y las cuevas. Encontraron bastantes animales salvajes que, después del primer día, se mantuvieron al margen de los extraños.

En el tercer día encontraron las ruinas de lo que parecía un pueblo o un asentamiento. Habían círculos de rocas, claramente las bases de casas. Había también un rectángulo gigante de piedras y, a un lado del pueblo, varios montículos con piedras alargadas clavadas encima. Todas tenían caras talladas, cada una diferente a la otra.

Ricardo y otros calcaron los rostros e hicieron dibujos. Esto les tomó demasiado tiempo por lo que tuvieron que acampar esa noche allí. Ricardo no podía dormir. Se sentó sobre su cobija y escuchó la jungla: ruidos de monos, un rugido en la lejanía y, entonces, una canción. La escuchó por varios minutos hasta que la aprendió.

Al otro día le preguntó a la cocinera que hacía cantando en la noche y ella le dijo que jamás cantaba, no desde la muerte de su hijo. Además, había dormido desde temprano. Ricardo se extrañó pero no prosiguió la conversación. Era el penúltimo día y decidieron explorar una cueva grande que habían visto.

Los hombres entraron primero y espantaron a los murciélagos. La cueva brillaba en la oscuridad y no había mucho más que ver hasta que se adentraron en la roca y encontraron un recinto que parecía natural y, a la vez, se notaba la presencia humana. Había dibujos por todos lados y más piedras con caras. En la roca había hoyos, seguramente para antorchas o algún tipo de fuego.

Y allí escuchó de nuevo la canción. No sabía de donde provenía pero la voz era femenina, sin duda. Cuando le preguntó a los demás si escuchaban la canción, le dijeron que no sabían de que estaba hablando.

El último día subieron a uno de los montes. Escalaron con dificultad, casi cayendo al vacío varias veces. Pero había dos hombres experimentados y ayudaron al resto. Solo ocho subieron y exploraron uno de los montes. La vista era hermosa: la selva parecía una enorme alfombra de la que solo sobresalían montes como en el que estaban ahora y otras formaciones más oscuras, a lo lejos.

Y entonces uno de los hombres gritó y todos fueron con él. Había encontrado otro circulo de rocas con caras y, en el centro, había un montículo de tierra: era un entierro. Lo más extraño es que este entierro tenía una lapida y la inscripción estaba en números y alfabeto romanos. La enterrada era una mujer, europea por el nombre, muerta hacía unos cien años. Imposible, parecía.

Entonces se escuchó la alarma del barco que consistía en golpear un plato de metal. Algo malo ocurría. Ricardo supo entonces que no regresaría pronto a su hogar.