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martes, 15 de marzo de 2016

Bajos instintos victorianos

   Lord Amersham era el hombre más distinguido de toda la región. Era un héroe de guerra condecorado y eso que no era uno de eso viejos que se preciaban de sus hazañas en los bailes y reuniones de sociedad. No, Lord Amersham no llegaba todavía a los cuarenta y era el objeto de deseo de cada una de las mujeres de Milshire. Claro está que nadie diría esto nunca pues el deseo no era algo de lo que se hablara en voz alta. Pero así era.

 En el último baile, organizado por la familia Winstone en honor a la presentación en sociedad de su hija Celia, Lord Amersham había fascinado a todo el mundo con sus dotes de bailarín. Sus giros en el baile grupal eran casi pecaminosos. Las mujeres se emocionaban con sus cintura y, mejor dicho, con su trasero que venía siempre forrado de esos pantalones clásicos de la época en que vivían.

 Mister Farsy casi se atraganta con su copa de vino cuando vio al Lord bailar con tal agilidad. Y es que, incluso a él, le causó una sensación muy extraña. Cada contoneo de Amersham le valía un movimiento en las regiones del sur de su cuerpo y pronto tuvo que encontrar dónde sentarse. Agradeció la siempre aburrida conversación de Lady Ashmore, una viejita que lo único que sabía contar era su aburrida vida en Londres, cuando iba y visitaba a su nieta Cordelia. La pobre había sido famosa en la región por ser una chica fea que, por alguna razón, había encontrado fortuna al casarse con un barón que la puso a vivir como una reina.

 Mientras Lady Ashmore contaba todo del más reciente viaje a Ceilán de su nieta, el pobre Farsy experimentaba un montón de sentimientos y sensaciones que no eran propios de la Inglaterra victoriana. Ya que estamos, tampoco de la eduardiana ni de la isabelina. De ninguna Inglaterra conocida o por conocer, ni de Thatcher, Brown, Cameron, ni de nadie. Pero esos no contaban pues nadie los conocía y era mejor dejarlo así.

 Luisa llegó al poco rato. Había estado haciendo lo que mejor sabía hacer: informarse de todo el cotilleo de cada esquina del país. Era la distraída esposa de Farsy y una mujer tan insulsa como guapa. El condado entero había quedado fascina cuando se habían casado pues los dos eras dos criaturas hermosas y  la boda fue como de ensueño, con flores por todas partes y una perfección que rayaba en lo fastidioso.

 Pero la verdad era que no había nada que envidiar. Se habían casado porque sus familias lo habían arreglado todo. No podían ser más disparejos: ella ni se enteraba de nada más que el chisme. Ni siquiera sabía como era que se tenía a los hijos y eso que su madre lo había explicado con detalle. Y él… Bueno, Farsy se sentía tan abochornado en el baile que tuvo que pedirle a Luisa que se fueran. Argumentaba una calentura.

 Al otro día, ya con sus emociones bajo control, la pareja recibió la visita del padre y la madre de Luisa. Él era uno de esos viejos para los que nada nunca es suficiente. Cada vez que venía bombardeaba al pobre Farsy de preguntas que él ni sabía que significaban. Era frustrante que solo fuese un comerciante ahora y que a nadie le importase mucho su breve historia como soldado. De hecho, a nadie le interesaba porque era un historial casi inexistente. Se había desmayado un par de veces y eso era todo. Pero Farsy era un patriota y para él cualquier paseo por el ejercito tenía su peso.

 La madre de Luisa era igual que ella: una máquina de chismes ambulante. Si no los sabía, se los inventaba. A Farsy no le caían bien. De hecho, ni a sus padres. Y sin embargo todos convinieron en el matrimonio de los hijos por razones meramente estéticas. Farsy, modestia aparte, era un hombre alto y bien parecido, con cabello rizado y dorado, como el de los ángeles. Y Luisa era delgada y con los ojos grandes y verdes, labios algo gruesos y caderas anchas.

 Pero cada uno prácticamente no había visto nada del otro. La noche de bodas, en la que se supone que todo el mundo tiene relaciones sexuales, ellos se quedaron hablando. Fue el día que Farsy supo que su esposa sabía todo de todo el mundo y él lo agradeció pues no estaba listo. Estaba muy nervioso, como siempre, y temía que no pudiese funcionar con su esposa. Ella ni se dio cuenta.

 Fue cuando la madre de Luisa y ella se pusieron a hablar de Lord Amersham, que el pobre Farsy sintió de nuevo esos bajos instintos que lo habían acosado en la fiesta. El padre de Luisa lo miró como a una criatura enferma y le preguntó que le pasaba. Farsy argumentó que era un dolor de estomago, por la comida de la fiesta.  El hombre no contestó nada pero lo bueno fue que no siguió hablando de “lo que hacían los hombres” y así pudo escuchar Farsy que había rumores de boda. Sí, Lord Amersham parecía que por fin había sido atrapado por las redes femeninas de la más joven de las chicas Beckett.

 Las chicas Beckett eran prácticamente famosas. Eran ocho chicas, cada una más hermosa que la anterior. La más joven debía tener unos catorce años. ¿Y era ella la elegida para casarse con Amersham? Farsy pensó que eso no tenía sentido y lo argumentó de viva voz, diciendo que un hombre como Amersham, héroe de guerra y tan bien parecido, debía de tener una mujer a su altura y no una chiquilla que no le llega ni a los talones.

Aunque se le quedaron viendo, la poco rato celebraron su intervención y le dieron la razón. Amersham era un orgullo local y nadie quería verlo mal casado con cualquier niña que le pusieran delante. La madre de Luisa aclaró que era solo un rumor así que habría que ver que pasaba con eso. El pequeño encuentro terminó bien y por primera vez Farsy recibió una cariñosa sonrisa de su esposa, quién nunca lo había visto tan interesado como ella por los asuntos sociales.

 De nuevo hubo fiesta el fin de semana siguiente. Esta la organizaban las mismísimas Becket, pues una de ellas se iba a Londres a vivir con su esposo. Hay que decir que en la región todo se celebraba pues era todo tan aburrido que no había otra manera de sobrevivir al tedio de vivir sin una pizca de tecnología. Y como los viajes no eran para todo el mundo y siempre eran largos y aburridos, no era algo que se pudiese contar, como lo hacía Lady Ashmore.

 Cuando llegaron en su carruaje, los recibió en la puerta la hija Becket, su esposo y, allí de pie, inmaculado con su pecho bien inflado y su cuerpo apretado, Lord Amersham. Era como una visión y fue en ese momento, y no antes, que Farsy se dio cuenta que había algo malo con él. No hacía sino mirarlo y no pudo evitar bajar la cabeza y detallar cada pliegue de pantalones de Amersham: desde los pies hasta el pecho enorme que parecía querer salir de la camisa que tenía puesta.

 Pasaron al jardín y allí los Beckett habían preparado la fiesta más bella en mucho tiempo. Aprovecharon el amable clima de los primeros días de verano para hacer algo en el jardín, cubriendo solo la parte de la comida con un toldo hecho de una tela enorme. El resto eran mesas grandes, de esas que se veían en las cocinas. Algunos invitados no estaban muy contentos pero otros se alegraron del cambio y empezaron a comer y beber de inmediato.

 Todo el mundo fue y, ya entrada la tarde, todo el mundo estaba feliz y bailando y aplaudiendo. Era el evento del año y eso que solo se trataba de una chica mimada yendo a Londres a ver su esposo trabajar mientras ella seguro se encontraba un amante, más fácil de tener allí que en el campo. Era lo que siempre pasaba.

 Después de uno de los bailes, Farsy tuvo urgencia de orinar pues había tomado mucha champaña. Fue al interior de la casa pero no había nadie que le indicara donde estaba el baño. Y como estaba que se hacía pues decidió, salir, dar un pequeño rodeo a la casa y orinar por allí cobijado por la oscuridad. Rompió el silencio su torrente de liquido pero entonces quedó paralizado cuando escuchó una voz a su espalda. De nuevo, los bajos instintos se descontrolaron y, esta vez, con justa razón.

 Nadie nunca supo porqué Farsy se había demorado tanto en el baño, los criticones culpaban a la champaña de mala calidad. Tampoco supieron la razón por la que Amersham había entrado a la casa aunque se asumía que la joven Beckett tenía algo que ver. Y todos estaban de acuerdo a que al amor no se le ponen barreras, si los padres lo consienten.

 El caso es que nadie supo que Farsy y Amersham vivieron su propia pequeña aventura apasionada en los arbustos de los Beckett, de los que recogían frutas a veces y donde jugaban los niños. Nadie había escuchado los gemidos de Darcy y las palabras fuera de época de Amersham.


 Pero así fue. Y entonces la historia, que desde el comienzo había sido poco parecida, cambió del todo hacia algo que nadie después entendería bien pero con la que todo el mundo estaba cómodo. Al fin y al cabo, eran solo dos tipos teniendo relaciones en medio de los arbustos.

jueves, 4 de junio de 2015

Cuadrados de limón

   Lo primero que hizo Amanda al llegar a casa fue ir al patio y cruzarlo todo hasta donde estaba el lago. En el muelle que había se subió a una pequeña barquita y remó sola hasta que estuviese lejos de la orilla. Entonces, sacó el arma del bolso y la dejó caer suavemente sobre el agua. Sabía muy bien que no era un lago profundo pero nadie tenía porque sacar nada de allí. Menos mal había usado guantes al momento del disparo, evitando tener que limpiar el arma lo que le hubiera tomado mucho más tiempo. La neblina de estas horas de la mañana había cubierto su pequeño paseo por el lago. Remó de vuelta a casa antes de que la vieron algunos ojos imprudentes.

 Cuando entró en casa vio en el reloj de la cocina que era las nueve de la mañana. Quién sabe si ya habrían descubierto el cuerpo. Pero no, no era algo en lo que tuviese que pensar. La verdad era que no se arrepentía pero preocuparse no era algo fuera de lo común. Subió a la habitación y se sentó en la cama a revisar que el bolso no oliera a humo o algo por el estilo. Lo guardó cuando no encontró nada. Se quitó los zapatos altos y la ropa bonita con la que había ido a la reunión de padres a las siete de la mañana. De eso hacía ya dos horas pero parecía más el tiempo.

 Revisó también el estado de su ropa pero no había rastro de pólvora o sangre o suciedad de ningún tipo. Al parecer sí había sido tan cuidadosa como lo había pensado. Se quitó todo y se puso algo más cómodo y entonces empezó su rutina de todos los días: limpió el polvo de todos los cuartos de la casa, aspiró después y barrió las hojas de la entrada y el patio trasero. Al mediodía, cuando ya se había bañado luego de sudar por hacer tanta limpieza, empezó a hacer el almuerzo. Tenía varios libros de recetas y hoy era el día ideal para hacer pasta ya que su marido cumplía años y era su comida preferida.

 Empezó a picar tomates y cebollas y fue mientras lo hacía que sonó su celular. Lo había traído después de ducharse de su cuerpo y lo cogió después de limpiarse las manos. Era la escuela para preguntarle si estaba bien. Ella respondió que sí e indagó sobre la razón de la llamada. La mujer del otro lado de la línea estaba a punto de llorar, diciéndole que habían encontrada muerta a la señora Palma, una de las mamás más dedicadas en el colegio y una de las más queridas también. Inconscientemente, Amanda apretó la mano con la que sostenía el celular, sus nudillos tornándose blancos. La mujer del colegio le dijo que, al parecer, la había asaltado en la calle y le habían disparado.

 Al rato colgó, un poco impaciente de haber escuchado a la mujer llorar como una magdalena y como si hubiese estado hablando de una virgen o una santa o quién sabe que. Le daba rabia pensar que, ahora más que nunca, pusieran en un pedestal a ese mujer ridícula. Pero Amanda tomó un respiro y prosiguió con el almuerzo, que era más importante. Puso algo de música y prosiguió picando tomates y cebolla, calentado agua y cocinando una rica lasaña. Tenía carne molida y muchas verduras, tal como le gustaba a su esposo. Ella podía decir, con toda seguridad, que seguía tan enamorada como en el primer día. Él era su príncipe azul y siempre lo había sido, desde el primer momento en el que se había conocido. Tenía dos hijos: un chico de trece años y una nena de siete. Eran su adoración.

 Pensando en su familia, tuvo el almuerzo listo para cuando llegó la pequeña Lisa del colegio. Le sirvió un pedacito de lasaña, la mayoría guardada para la noche. En el comedor, hablaron juntas del día en el colegio de Lisa y lo que había aprendido. La verdad era que Amanda siempre había querido tener una hija, una pequeña mujercita con quién hablar y compartir secretos tontos y hablar de tonterías. Sabía muy bien la razón: cuando ella era pequeña tenía muchas amiguitas pero en casa solo a un hermano mayor que obviamente no compartía sus mismos gustos. Ahora en cambio, en la tarde, las dos chicas se la pasaban haciéndose peinados u hojeando revistas, eso sí, después de haber hecho la tarea.

 Después del almuerzo, Lisa subió a hacer los pocos deberes que tenía y Amanda lavó los platos. Entonces se le vino a la mente de nuevo lo sucedido: como había seguido a la mujer hasta su casa, caminando, y le había disparada sin mayor contemplación. Su arma tenía silenciador y por eso no había alertado a nadie. El arma había sido un regalo de su padre, un gran aficionado a las armas y a la caza. La verdad era que a ella todo eso nunca le había gustado pero no se podía negar que las armas de vez en cuando tenían una utilidad y eso había sido comprobado esa misma mañana.

 No la odiaba ni nada por el estilo. La verdad de las cosas era que no la conocía tanto como para odiarla. Pero sí resentía esa actitud de superioridad, esas ganas de controlar todas las reuniones de padres como si ella tuviera más derecho que otros de opinar. Era una mujer prepotente y desagradable y la única razón por la que muchas otras se le acercaban era porque sabían lo llena de dinero que estaba. Y no era que ella les fuera a dar nada sino que podían colarse, gracias a ella, a uno de los varios clubs a los que estaba afiliada y que eran una razón de estatus en el barrio, que era de gente de clase media alta. La mujer era considerada rica y esa era la única razón por la que la mayoría de la gente la trataba como si fuese realeza.

 Secando los platos, Amanda pensó que eso había terminado. Sí, la mujer estaba casada y tenía hijos. Pero ese no era el problema de Amanda, eso debía haber pensado esa mujer antes de burlarse de ella y de sus postres cada vez que hacía algo para las ventas de caridad que organizaba el colegio. Y la vez pasada, hacía solo una semana, había sido la gota que había rebosado el vaso. Amanda había hecho unos deliciosos cuadrados de limón, una receta que su madre le había enseñado y que, con los años, había innovado para hacerla más interesante y deliciosa. Pero esa estúpida mujer y algunas de sus rapaces amigas habían venido a su puesto en una de las ventas de caridad solo para burlarse de lo simplón de su receta. Ellas no tenían que cocinar nada porque estaban a cargo de la supervisión de todo el evento pero aún así esa mujer había traído unos bocados de café con chocolate y todos los alababan a pesar de ser secos y amargos.

 La burla hacia Amanda había durado toda la tarde, con una mirada de superioridad y habiéndose vestido con la ropa más cara que tenía para que todas las otras mamás le preguntaran donde había comprado eso y otras preguntas estúpidas que no venían al caso. Al final del evento, Amanda era uno de las mejores vendedoras pero no ganó ninguno de los premios porque esa mujer los daba y mientras lo hacía pasaba frente a ella tentándola y repitiendo algún comentario mordaz sobre sus cuadrados de limón. Amanda no lo había tomado bien y había guardado ese rencor muy profundo hasta que esa mañana había explorado.

 Lisa bajó al rato para jugar. Se peinaron el pelo mutuamente y pusieron una película de las que le gustaba a su hija. En esas llegó su hijo a quien le preguntó como había ido el colegio. Como típico adolescente, respondió con un gruñido y subió de una vez a su habitación, sin decir nada más. Su hijo era más como su esposo o al menos como él decía que había sido cuando joven: algo tímido, huraño y con intereses fuera de los que tenían la mayoría de chicos a esa edad. Amanda entendía ya que esa era parte difícil del proceso de crecer. A veces hablaba con él y él se abría lo suficiente pero por periodos cortos de tiempo. En todo caso, no había que empujar.

 A las siete de la noche llegó su marido. Se dieron un beso en la entrada y apenas entró en la casa lo recibieron con la canción de cumpleaños y una torta hecha por Amanda el día anterior adornada con varias velitas. El hombre las sopló todas y les agradeció a todos por la bienvenida. Se sentaron a la mesa y Amanda sirvió la lasaña para cada uno, esta vez una porción generosa. Para beber, los mayores tenían vino tinto y los pequeños jugo de naranja. Comieron y bebieron contentos, todos recordando anécdotas de otros cumpleaños. Cuando llegó la hora del pastel, los dos niños le entregaron regalos a su padre, así como Amanda que le dio un reloj nuevo que había comprado con algunos ahorros. El hombre estaba muy contento.

 La fiesta terminó tarde. Los niños se fueron a dormir y los dos adultos quedaron solo. Amanda besó aún más a su esposo, en parte por el alcohol y en parte porque quería tenerlo cerca. Pero él interrumpió todo con la noticia de la muerte de esa mujer. Amanda le comentó de la llamada que había recibido del colegio. Él solo dijo que la mujer nunca le había caído muy bien y prosiguió a besar a su esposa. Así estuvieron por un buen tiempo hasta que Amanda le dijo que debía limpiar mientras él se ponía cómodo en la habitación. Amanda lo hizo todo lo más rápido posible para estar con su marido que siempre había sido un excelente amante.


 Pero después de tener sexo, cuando él ya se había dormido, ella seguía despierta, con los ojos muy abiertos. Seguía pensando en esa mujer y en como viva o muerta seguía en su cabeza, como un tumor que se negaba a desaparecer.

sábado, 11 de abril de 2015

La reina del desierto

    Sabé era su nombre. Era esbelta pero no delgada, un cuerpo hermoso del color de las olivas que venían de una de las regiones de su reino. Tenía los ojos negros, grandes y era ágil en todo el sentido de la palabra. Inteligente y bella pero también perceptiva y rápida. La reina del desierto, le decían. Su reino no era el más prospero ni el más grande y mucho menos el más poderoso. Pero sí era el más orgulloso y el que más quería a su gobernante. La reina Sabé era sin duda la mujer más amada del reino y de toda esta región del mundo. Con frecuencia venían hombres de distantes lugares del mundo, nada más para cortejarla y pedirle su mano. Pero Sabé jamás aceptó ninguna de aquellas propuestas. Le encantaba complacer a los hombres, distraerlos y disfrutar con ellos, pero su reino merecía una reina, no un rey.

 La reina del desierto no era tonta. Sabía que la mayoría de hombres, con cuerpos formados por la batalla, venían a cortejarla solo para anexar Xaji a sus respectivos reinos. Pero ella nunca claudicó y sus súbditos jamás la hubiesen terminado si ella se hubiese rendido antes los pies de un extranjero. Pero la verdad era que nadie pensaba en ello porque conocían a su reina y sabían que ella jamás haría algo así.

 La mayoría del tiempo, ella se paseaba por las regiones del reino y hablaba con los habitantes de cada: zona. El reino de Xaji se dividía en cuatro cuadrantes: el mar, el desierto (que ocupaba el mayor espacio posible), la selva y el valle interior por el que corría el único río del reino. Recorrerlos todas las regiones tomaba normalmente todo un mes del año. La reina dedicaba una semana a cada uno de sus regiones y, un mes del año, se quedaba por completo en el palacio del desierto. Ese sí que era un lugar único: altas torres para los vigías, una ciudad fortificada coronada por el palacio de estilo egipcio de la reina, que decían que contenía unas quinientas habitaciones, baños turcos, salas de reunión y fiestas, la biblioteca más grande del reino así como un museo dedicado al pasado de la nación.

 Todo el mundo podía entrar al palacio. Todo mundo que fuese de Xaji, por supuesto. Los extranjeros tenían terminantemente prohibido el ingreso al palacio y por eso se quedaban en una estructura más pequeña a la que llamaban Salón de los Reyes, donde la reina se reunía con ellos y hacía lo que tuviese que hacer para mantener en orden a los estados que tenían frontera con su reino. Mucha gente vivía dentro de la ciudad fortificada pero la capital se expandía alrededor de ella, sumando unas cinco mil almas, que trabajaban en oficios artesanales como la confección de vestimenta, la venta de telas, la venta de víveres que provenían del campo y muchos otros trabajos que mantenían a la ciudad.

 Alrededor, así como en todas las regiones del reino, había extensos campos de varios cereales y frutas, así como otros productos que los habitantes vendían dentro y fuera de la nación. La reina viajaba por todos lados, asistiendo a por lo menos quince festivales de la cosecha a lo largo del año, cada fiesta en honor a alguno de los muchos productos. Esta era una costumbre ancestral, que la reina diera su bendición a todo los campos y a la gente que trabajaba en ellos. Era para todos un símbolo de buena suerte y, hay que decirlo, la mayoría de veces servía bastante bien.

 Pero no todo era siempre ideal en Xaji. Había años en la que la naturaleza, a quien veneraban en pequeños santuarios ubicados por todo el reino, parecía estar enojada con ellos por algo. Muchos se culpaban y buscaban explicaciones y era la reina la que debía mantener el orden y ordenar que se hiciesen las obras de infraestructura necesarias para que, por ejemplo, las inundaciones dejaran de afectar a tantos campesinos. Tal fue su habilidad como creativa y su imaginación, que personas de otros reinos solo podían alabarla cuando veían las canalizaciones que había mandado construir en varias regiones del reino. Había salvado a su pueblo y eso la hacía importante para quien volteara a mirar a esta parte del mundo.

 El gobierno era matriarcal. Siempre, desde que recordaban, habían tenido reinas y no reyes. Según la leyenda, esto era porque la naturaleza había hecho a los hombres demasiado salvajes y avaros. En cambio las mujeres no tenían esa obsesión por el poder tan marcada. Eso sí, debían tener cierta hambre de control y sabiduría para poder controlar el poder que pudiesen tener en cierto momento. Por su madre, la reina Sabé aprendió todo lo que le fue posible desde muy pequeña. Como fue la única hija de sus padres, nunca tuve la opción de ser nadie más sino la reina de Xaji. Y ella se había dedicado en cuerpo y alma a ser la mejor reina posible. Su madre había sido una reina algo alejada de su gente y muchos lo decían todavía. Por eso Sabé decidió acercarse más y hacer sentir a sus súbditos que ella era una mujer más. Eso sí, siempre era bueno recordarles que también era ella quien mandaba porque algo que no se podía perdonar era la insurrección.

 Porque existió. Hubo hombres, porque las mujeres estaban casi siempre de parte de la reina, que pensaban que el reino estaría mejor en manos de un hombre e, incluso, en las de un extranjero. Muchos habían oído historias de los reinos que había cruzando el desierto o la selva. Se hablaba de calles de piedras preciosas y metales brillantes. Se decía que todo el mundo vestía las mejores sedas y que todos los niños crecían para ser altos y robustos y dispuestos a luchar, fuesen hombres o mujeres. En resumen, que las oportunidades eran mejores. Y por eso, un pequeño grupo, planeó derrocar a la reina haciéndola casar con un extranjero poderoso.

 Pero se les olvidó el detalle de que la reina tenía oídos y ojos en todos los rincones del reino. El hecho de que confiara en su pueblo no quería decir que dejara la seguridad de todos solo en manos de algunos soldados que iban y venían por todas partes. No, ella tenía su fuerza secreta y cuando llegó el gobernante extranjero, supo exactamente como tratarlo. Le dio a probar todas las delicias de Xaji, le regaló de las mejores telas que confeccionaban en la capital y un gran cargamento de frutas de todos los rincones del reino. Organizó una fiesta en su honor e invitó a todo el reino a unírseles. Los primeros que llegaron, curiosos por la actitud de la reina, fueron aquellos quienes habían orquestado todo el asunto.

 Cuando la velada llegó a su punto más alto, los traicioneros desearon jamás haber ido. La reina reveló, antes la mirada atónita de los asistentes, que desde hacía mucho sabía que todo esta visita había sido planeada por sus enemigos. Los calmó diciéndoles que no los iba a arrestar ni nada por el estilo. Pero que debían irse con la caravana del rey extranjero apenas terminara la fiesta. Les dijo que podían llevarse todos los regalos y que podían incluso llevarse a su familias. Pero las familias estaban allí también y se negaron a dejar el reino con los hombres de sus familiar. Y así, sin una gota de sangre derramada, expulsó a quienes querían derrocarla y someterla a las decisiones de un hombre extranjero.

 Pero la verdad era que Sabé si debía casarse en algún momento. Pero quería hacerlo con un hombre que la respetara y que fuese de Xaji. Esto lo recordó mientras los hombres expulsados salían del palacio y entonces detuvo a uno de ellos, poniendo su mano en el brazo del hombre. Se llamaba Mer y tenía los ojos del color de la selva, la región de donde venía. La reina le propuso matrimonio frente a todos los asistentes, dejándolos por segunda vez sin aliento. El hombre, confundido, dijo que no sabía que decir, como responder. Ella le dijo que sería su invitado de honor hasta que supiera la respuesta. A los otros los dejó ir y desde ese momento vivió con el hombre que había elegido ella misma.

 Mer la odiaba. Por algo le había hecho oposición. Pero la propuesta de la reina lo cambiaba  todo. Ya no pensaba en controlarla o confundirla porque sabía que era demasiado inteligente para eso. El asunto era que se sentía confundido ya que era la mujer más bella y poderosa del reino. Siendo de la realeza, podría ayudar a la gente  de su región como mejor le pareciese, incluso ayudando a que el reino fuera como decía que eran los demás. Pero casarse significaba renunciar a una mujer que había dejado en la selva. Habían sido amigos desde jóvenes pero ambos sabían que había más entre ellos.

 El hombre se quedó en el palacio varios meses, durante los cuales la reina lo agasajó con fiestas, regalos y toda su atención. Ella le decía que, aunque no hubiese amor, este podía surgir si ellos se dedicaban un tiempo a ello y si compartían más cosas. Por momentos, Mer estuvo tentado a decirle que sí quería casarse pero seguía pensando en la chica de la selva. Sus familiares, que lo visitaban seguido, le traían mensajes de ella. En su última carta, le decía que había decidido dejarlo ir porque no podía resistir hacerlo sufrir y elegir. A ella eso le parecía cruel y prefería dejarlo todo como estaba.

 Pasados seis meses, Mer se reunió con Sabé y le explicó sus razones para no ser su rey. Se disculpó, arrodillándose frente a ella y pidiéndole su perdón. La reina solo le acarició la cabeza y le dio un beso en la frente. Se dio la vuelta y se alejó, sin decir nada más. Mer salió del palacio esa misma tarde y, días después, se casó con la mujer que amaba.


 La reina del desierto seguía sola pero sabía que en algún momento encontraría a su pareja ideal. Y estaba segura de ello porque si eso no ocurría, la existencia de Xaji estaría en grave peligro.

lunes, 22 de diciembre de 2014

El mundo murió, y nadie se había dado cuenta

Por el bien de todos. Eso fue lo que dijeron. Había que llevarlos allí, por el bien de todos.

Juana ya no era la misma desde ese episodio de su vida. Ya no veía las cosas de la misma manera. Había dejado de ser una joven ingenua para convertirse en una mujer amargada y taciturna, aburrida de la vida.

Se había casado muy pronto, eso era cierto. Apenas salió de la universidad, se casó con su novio. Apenas tenía 22 años y él 24. Pero estaban enamorados y habían sido novios durante toda la carrera. Conocían las diferentes facetas del otro y se habían aceptado. Así que con el consentimiento de sus padres, celebraron un matrimonio civil, con una fiesta que siguió con pocos amigos, solo la gente más cercana.

Dos años después, se llevaban a Francisco, su marido. Argumentaban que había violado varias de las normas de navegación en internet y era desde ya considerado un peligro para la sociedad. Ella no entendía nada y eso fue lo que más la afectó.

Todos creemos conocer a quienes más amamos pero la verdad es que muchas veces no tenemos la más remota idea de quienes son. Y aunque esto es cierto y Juana lo sabía, ella también sabía que conocía a la perfección a su esposo y sabía que no había nada que él ocultara que pudiera ser tan grave.

El estado y la sociedad habían cambiado lenta pero obstinadamente en los últimos años. El cambio había sido tan lento que casi no lo habían notado. Pero cuando Juana quiso visitar a su esposo en la cárcel, entendió que el mundo en el que vivía era otro, muy diferente al que ella tenía en su mente.

Cuando llegó a la prisión, la recibieron con gestos desafiantes. Nadie cooperaba ni le decían donde estaba su marido. Ese día, esa primera vez, le dijeron que ella no tenía derecho alguno de ver a su marido ya que él había violado códigos muy estrictos. Juana perdió el control, gritando que debían enjuiciarlo, debían darle una oportunidad para probar su inocencia.

Para su sorpresa, eso ya había ocurrido. En estos días, los juicios eran expresos o, en otras palabras, se celebraban apenas el delincuente hubiese sido llevado a la prisión. No esperaban a que tuviera un abogado ya que le asignaban uno que, por obvias razones, no podía hacer mucho por la persona. Lo máximo, era tratar de aminorar su tiempo de condena. De resto, no había caso.

Juana habló con familiares y amigos abogados pero todos le explicaron que la ley no estaba con ellos. Aunque nadie sabía muy bien cual era la razón de la condena, entendían que había sido algo relacionado al comportamiento de Francisco en internet y solo ver una página que "marcaban" como prohibida, podía dar hasta cinco años de cárcel.

Lo primero que hizo la mujer entonces fue revisar todas las posesiones de su marido. La situación era tan grave, que violar la privacidad de su esposo era lo de menos. Revisó por horas la computadora portátil que él siempre usaba. Había bastantes documentos del trabajo, que ella no entendía, y búsquedas casuales en Internet.

Después de un rato, encontró varias páginas pornográficas. Chicas de todo tipo teniendo sexo en varias situaciones. Incluso había escenas en las que Juana jamás hubiera ubicado a su marido, pero al parecer eso era lo que le gustaba. Buscó más y más y encontró búsquedas y salas de chat en las que su marido había entrado y entendió que era lo grave que él había hecho.

La mujer buscó entonces al mejor abogado en existencia. Sacó sus ahorros y los de él y los puso a su disposición pero el hombre le explicó que en casos así la condena no se podía impugnar. El Estado no permitía que "depravados sexuales", como creían que era Francisco, estuviesen sueltos en las calles. Jamás lo dejarían ir.

Juana entonces le pidió que la ayudara a encontrar los detalles del caso, del juicio, de todo lo relacionado con el arresto. Y, lo que más quería, era ver a su esposo.

Lo primero no fue difícil: el Estado subía con frecuencia los datos personales y demás detalles de los juicios relacionados con crímenes por internet, para así alertar al resto de la población. El abogado y Juana revisaron el documento colgado en el portal principal del Ministerio del Derecho, como era conocido ahora. Tenía unas cincuenta páginas, en las que se registraba la dirección del hogar de la pareja, los datos físicos de Francisco y los detalles de al menos dos años de navegación por internet. Lo habían estado vigilando, como probablemente lo hacían con todo el mundo.

El abogado le explicó que muchas veces el Estado no podía con todo, y le relegaba el trabajo a los hackers que trabajaban feliz mente a cambio de cuantiosas sumas. Su marido había cometido un error, era cierto. Pero estaba pagando demasiado por ello.

Cuando revisaron el acta del juicio y del arresto, Juan comprobó lo que había encontrado por su cuenta: Francisco había sido arrestado por buscar mujeres jóvenes en internet. Nunca, según lo que pudo ver por las miles de hojas y seguimientos, buscó niñas, ni siquiera chicas de 18 años. Nunca dijo nada que ella hubiera considerado grave, depravado. Le gustaban las chicas jóvenes, eso era todo. Pero el Estado no lo había visto así. Y por eso fue sentenciado tras quince minutos de juicio. Juana lloró al ver la condena que había recibido.

Tras varios meses, en los que Juana lentamente había caído en la tristeza y el desespero, el abogado le pudo conceder su deseo de ver a su marido. Las condiciones eran ridículas pero no tenía sentido protestar de ninguna manera. Lo haría como ellos querían porque necesitaba hablar con él. Tendría que venir a la prisión y ser revisada dos veces para luego pasar a un cuarto estéril en el que se reuniría con su esposo, bajo la vigilancia de dos guardas de seguridad.

De nuevo, se sintió humillada y vulnerada al máximo, cuando un hombre y una mujer la revisaron de pies a cabeza, cacheando cada parte de su cuerpo, tal vez buscando armas o regalos prohibidos. Después de eso, sintió lágrimas en su cara pero se las secó rápidamente ya que era la hora que tanto había esperado. La metieron en un cuarto pequeño, con una mesa y dos sillas. Mientras se sentaba, entraron los dos guardas. Y esperó. Y mientras lo hacía notó cámaras en todas las esquinas del lugar y supo que seguro había micrófonos por todos lados.

La espera se alargó por lo que pareció una eternidad. Hasta que la puerta se abrió: un hombre grande cruzó el umbral. Halaba a Francisco y lo sentó en la silla frente a Juana. Ella instintivamente quiso tocarlo pero un guarda se le lanzó encima y la retuvo. No estaba permitido el contacto físico. Ella inhaló y lo miró bien: del Francisco que conocía ya no había mucho. Estaba pálido, casi verde, con los ojos inyectados de sangre. Tenía moretones en la cara y el labio roto.

Como pudo, Juana se contuvo y no lloró ni gritó ni hizo nada más que decirle a su marido que sabía las razones por las cuales estaba allí. Le dijo que sabía que él no había cometido ningún crimen, sabía que él no era quien decían otros que él era. Los guardas oían con atención, seguramente esperando órdenes.

Le dijo que lo amaba y que jamás se olvidaría de él. Le prometió que esperaría los cuarenta años ya que sabía que él era su alma gemela y no necesitaba nada más en su vida. Entones una lágrima rodó por la cara del hombre, que parecía demasiado lastimado mentalmente para decir nada más.

Pero Juana no pudo cumplir su promesa. Poco tiempo después de su corta visita al hospital, tuvo una crisis nerviosa grave y se suicidó tomando un frasco de pastillas. La suerte de Francisco no fue muy distinta: el mismo día de la visita, él sonrió caminando por un pasillo. Y entonces otros internos, e incluso algunos guardias, lo mataron a golpes.

El mundo murió, y nadie se había dado cuenta.