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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Sobrevives, ¿y luego qué?


   El sonido de ventanas rompiéndose se había convertido en algo rutinario. Como el edificio tenía tantos pisos y casi nadie lo ocupaba, no había manera de reponerlos de manera rápida. Además, ya no había con que reparar nada, así la gente tuviese muchas ganas de hacerlo. La mayoría de los residentes vivían en los sótanos de la edificación. Había sido construida hacía muchos años como hospital, pero con el tiempo había dejado de tener esa función, después de que todo cambiara tan rápidamente.

 Las personas veían la luz del sol cada cierto tiempo, cuando salían y se paseaban por la zona aledaña del edificio. No era algo que quisieran hacer sino algo necesario, pues todavía crecían por ahí algunas plantas que daban frutos. Era increíble que sobrevivieran tanto tiempo, seguramente morirían en unos meses, pero había que aprovechar mientras estuviesen allí. La colecta se hacía de manera comunal y luego se dividía por el número de habitaciones ocupadas que había en el edificio. Nadie se quejaba de ello.

 De resto, solo los locos de los pisos más altos salían al exterior. Era gente que había decidido vivir arriba, dándole la cara a la difícil situación en la que se encontraban. Cada cierto tiempo, ellos tomaban un vehículo que habían adecuado y se lanzaban al desértico entorno, en busca de agua. Las reservas debajo del hospital eran vastas pero era más que evidente que no eran eternas. Y la mayoría de las personas no querían afrontar el dilema de pensar en el día cuando ya no hubiera más agua que beber.

 Los locos, como se les llamaba, se lanzaban al desierto y lo exploraban. Si había tormenta, salían apenas unas horas o ni salían del todo. Pero si el día era amable con ellos, podían perderse en ese montón de arena por días. Normalmente se iban en grupos de cinco personas, hombres y mujeres mezclados y vistiendo las mimas ropas, que apenas podían recibir el nombre de “ropa”. La verdad era que casi iban desnudos, el calor siendo una gran razón por la cual vestirse demasiado no era muy buena idea.

 La lluvia no era algo que ocurriera con mucha frecuencia y cuando lo hacía era ácida y pésima para el consumo humano. Las tormentas que ocurrían con frecuencia eran de arena y piedra, de minerales que volaban por los aires y amenazaban con rajar la cara de quienes estuvieran afuera. Suponían que en alguna parte había todavía agua potable, pero para eso era necesario viajar. A veces las distancias eran cortas, a veces podían ser increíblemente largas. Pero los locos estaban dispuestos a arriesgar el pellejo. Los demás solo querían sobrevivir con lo que tenían, morir si les había llegado la hora.

 Sin embargo, era un gran alivio para todos cuando los locos volvían con sus grandes bidones llenos de agua limpia para todos. Porque ellos no tenían envidia en sus corazones. Podían ser seres más libres que sus hermanos de los pisos bajos, pero querían que todos sobrevivieran o al menos que tuvieran la posibilidad de hacerlo. La Tierra ya había sido suficientemente devastada por el cataclismo, no había razón alguna para pelear por arena y rocas. Había que ver como podían sobrevivir todos, sin excepciones.

 Del pasado todavía quedaban ciertas ideas, como aquella de tener un líder que, aunque no poseía autoridad absoluta, era quien representaba mejor los intereses de todo el grupo. En el hospital había dos líderes, tres si se contaba al líder religioso de un culto de tres personas que había hecho su templo en uno de los ductos de ascensores que ya no servía. Uno representaba a los de los pisos superiores y el otro al de los pisos inferiores. Obviamente había una falta de balance, pues vivían más abajo que arriba.

 Pero eso no fue impedimento, al menos eventualmente. La gente se dio cuenta de que debían empezar a aprender a ceder en algunos casos, sin tener que luchar por todo. Al fin y al cabo, por eso mismo estaban eligiendo representantes, para que hablaran por ellos y plantearan las dudas que sus vecinos tenían frente a diversos temas. Era mejor hablar primero que enfrentarse sin razón. Todos habían visto morir a sus seres queridos y solo pensar en eso, en llegar a lo mismo de nuevo, los prevenía de hacer tonterías.

 Los líderes se reunían en la planta baja con frecuencia, discutiendo las necesidades de unos y de otros. Eran ellos los que organizaban la colecta de las frutas de los árboles cercanos y las misiones de salvamento de comida y objetos de necesidad básica en edificaciones en la vecindad del hospital. En esas excursiones sí habían habitantes de los sótanos, a los que les urgía tener medicamentos. La falta de sol no era lo mejor para sus cuerpos y necesitaban una dosis vitamínica más alta que sus vecinos de arriba.

 Esas misiones eran cortas, de un par de horas máximo. Solo se dedicaban a un edificio en cada una de esas salidas y eran de carácter semanal, a menos que una tormenta bloqueara la salida, lo que la corría por completo hasta la semana siguiente. Los residentes de los sótanos tenían miedo del mundo exterior, no les gustaba nada estar demasiado tiempo lejos de los suyos, en lugares que les parecían potencialmente mortales. Por eso eran tan tajantes con sus reglas para pasearse por el mundo, contrario a lo que hacían el resto de habitantes del edificio, con muchas menos reglas que seguir.

 El problema más grave al que tuvieron que enfrentarse vino un día de la nada. Fue una tormenta de piedras y arena más violenta de lo que jamás hubiesen imaginado. En los pisos superiores, los locos tuvieron que moverse a habitaciones más seguras, escuchando a cada rato los vidrios romperse. Debían caminar con cuidado por todas partes, pues no se sabía que podía ocurrir. Algunos fueron incluso golpeados por piedras mientras vigilaban puntos clave, en particular el garaje en el que tenían el vehículo para traer agua.

 Después del tercer día de la tormenta, tuvieron que proteger el vehículo lo mejor posible y dejar de vigilarlo, pues era peligroso para los centinelas estar allí parados. En los sótanos sentían también las ráfagas de viento que entraban por las antiguas entradas de los coches. Sin embargo, los residentes habían construido algo así como muros en esos accesos hacía mucho tiempo, así que habían aprendido a minimizar el impacto del viento. La tormenta era de todas maneras feroz y había que estar pendiente de su desarrollo.

 Al quinto día, pasó lo peor que ni siquiera habían considerado: empezó a caer lluvia liquida, pero de aquella que era altamente tóxica. El problema con eso no era solo que la arena se podía convertir en algo más parecido al barro que nada, causando incluso más daños que los que ya estaban causando las piedras y la arena. El problema real era que el viento actuaba como un distribuidor de contaminación, esparciéndolo por todas partes de forma casi uniforme. El aire se volvía nocivo y estar expuesto al exterior era casi suicidio.

 Para entonces, los líderes acordaron cortar la comunicación frente a frente. Cada uno se retiraría con su grupo y esperarían el final de la tormenta. Nadie podía arriesgarse por los demás y los grupos debían concentrarse en su supervivencia. Se dieron la mano en la planta baja y se separaron pronto, pues el aire era cada vez más venenoso. Fue la última vez que un residente del sótano vio a uno de los de arriba, a uno de los locos, en varios meses. La tormenta parecía rehusarse a detenerse siquiera un segundo.

 Más de una persona murió intoxicada por el aire que se metía por las más pequeñas rendijas. Los más susceptibles fueron los que ya estaban enfermos, los niños y los ancianos. Muy pronto dejaron de existir las voces agudas en el mundo y nada más sino el silencio las reemplazó de manera permanente.

 El dolor era enorme y más aún sabiendo que su mismo mundo parecía determinado a exterminarlos, a expulsar por completo de aquel territorio que desde hacía milenios había sido suyo. El mundo ya no los quería y ellos se amarraban a una esperanza inexistente, a una realidad que nunca podría volver a ser.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Altiplano


   Las llamas pastaban por la llanura, sin importarles mucho lo que pasara a su alrededor. Bajaban la cabeza con calma y mordían una buena cantidad de pasto. A veces masticaban con la cabeza baja, otras veces lo hacían con la cabeza en alto, pero el caso es que comían y comían sin que nada ni nadie las molestara. La llanura en la que vivían tenía la más maravillosa vista, rodeada de montañas escarpadas con picos nevados y cañones estrechos que se extendían por varios kilómetros. Y la gran mayoría de los habitantes de la zona eran llamas.

 Eso a excepción de quienes hacían pastar a las llamas. Rascar era el nombre del pequeño niño indígena que debía cuidarlas mientras comían. Él era también quien las llevaba hasta la alta llanura y el que las tenía que dirigir hasta la finca una vez el día hubiese terminado. Era un ciclo eterno que él había heredado de su hermano mayor, que ahora ayudaba al padre a esquilar las llamas para vender sus preciosos pelajes en el mercado del pueblo más cercano, a unos ciento veinte kilómetros de allí.

 Rascar siempre había querido ayudar a su padre, desde su más tierna edad, y sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. No era inusual que en una familia dedicada a las llamas todo el mundo cooperara. Su madre también hacía su parte, organizando los pelajes de manera que se vieran bien al venderlos, así como limpiando sus impurezas antes de llevarlos al pueblo. La única que no ayudaba era la bebé, que ya tendría su momento en el futuro.

 Lo que más le gustaba a Rascar de su trabajo era el elemento de exploración que iba con él. Claro que su padre le había indicado cuál era el campo donde las llamas debían alimentarse y también le había dicho que caminos tomar para llegar allí y cuales debía evitar a toda costa. Pero, en secreto, Rascar había empezado a explorar los alrededores del campo favorito de las llamas para encontrar otros lugares que tuviesen potencial para la misma actividad. Al fin y al cabo, su padre siempre hablaba de tener más llamas.

 Lamentablemente, las que tenían no parecían estar muy interesadas en tener descendencia y hacía apenas un año el único macho de la manada había muerto sin razón aparente. Sin él, era imposible esperar pequeñas llamas en el futuro y comprar un macho se salía por completo del presupuesto de la familia. Aunque ganaban bien con los pelajes, no era un ingreso tan bueno como para ponerse a comprar una cosa y otra. Al fin y al cabo había gastos que no se podían evitar, como la comida para la familia, la gasolina para el vehículo todoterreno que tenían, las vacunas obligatorias para las llamas y los demás animales de la granja y los gastos extra que pudiesen surgir.


 Y surgían siempre. Como aquella vez en que el hermano de Rascar se hizo un corte profundo en la pierna un día que arreglaba el vehículo de la familia. O siempre surgía algo con la bebé, que necesitaba de atención constante que se traducía en visitas frecuentes al médico. Esas visitas representaban gastos en más de una forma pero la familia hacía lo posible para seguir adelante, a pesar de cualquier cosa que les pudiese pasar. Ellos solo seguían sin ponerse a pensar que podría pasar más adelante. Dios proveería.

 Por eso Rascar pensaba que su ayuda era simplemente fundamental para que todos pudiesen tener una vida mejor en un futuro. Si él encontraba campos mejores para las llamas, las pieles serían de mejor calidad y podrían venderlas más caras. Incluso, y esta idea la había dado la madre en algún momento, podrían hacer negocio con alguna empresa o tienda de las ciudades más grandes. Venderle solo a un cliente de manera exclusiva, con un artículo de alta calidad, podría serles muy beneficioso.

 Sin embargo, y como había dicho el padre muchas veces, soñar nunca costaba nada excepto dolores de corazón y de cabeza. A veces había que mantener la cabeza en la realidad, en lo que tenían enfrente. Y la realidad era que todavía había muchas necesidades por cubrir y no había una formula mágica para hacerlo. Así que, por ahora, debían seguir adelante sin ponerse a soñar demasiado. Si alguna solución se presentaba frente a ellos, la analizarían en el momento, si es que se ocurría.

 Rascar se pasaba el rato allí en la llanura alta, mirando las montañas y haciendo precisamente lo que se suponía que no debía hacer: soñando. Sabía que existían muchas cosas más allá de las montañas, incluso más allá de las nubes que cubrían toda la región, pero no sabía si algún día podría conocer nada de eso. La verdad era que le gustaba mucho su vida como era pero no creía que tuviese nada de malo aprender de otros en otras partes, personas que tal vez  vivieran existencias parecidas a las de ellos.

 En uno de esos días de análisis de la existencia, Rascar decidió pasear por ahí, saltando sobre hilos de agua que bajaban hacia los cañones. No había muchos árboles por ahí, así que no había donde treparse a jugar. Pero sí podía saltar de piedra en piedra y tomar el agua más fresca del mundo. Fue entonces cuando escuchó algo y subió la cabeza de golpe. No era el sonido de un pájaro conocido ni los silbidos típicos del viento entre las montañas. No era una voz ni nada parecido. Era algo que nunca había escuchado.

 Lo vio justo antes de que se estrellara contra el piso. Se dio cuenta que el ruido había venido del objeto cayendo a toda velocidad al suelo. Por un momento, pensó que era algo pequeño pero cuando se acercó al lugar donde había dado a parar, se dio cuenta de que era algo grande. Se echó a reír cuando vio que se trataba de un osito de peluche. Casi tenía la cabeza arrancada del resto del cuerpo y parecía haberse quemado, tal vez por la caída.

 Estaba a punto de recogerlo del suelo cuando más sonidos invadieron el lugar. Las llamas se pusieron nerviosas y se agruparon todas en un mismo circulo compacto. Instintivamente, y recordando las palabras de su padre, Rascar se alejó del oso de peluche y corrió con sus animales. Se puso frente a ellas y miró al cielo, donde varias estelas de colores cruzaban bajo las nubes. Era ya tarde y el efecto era simplemente maravilloso. Al menos eso pensó el niño antes de darse cuenta de lo que pasaba.

 Cayeron más objetos, cerca y también lejos. Objetos de metal y objeto de plástico, más que nada. No todos eran tan lindos como el osito: había pantallas como de computadora y también almohadas y teléfonos. No tenían mucho de eso en la casa pero Rascar sabía como eran. Y también supo que lo que más hizo ruido fueron las sillas y los pedazos de metal más grandes. Tuvo que hacer que las llamas se retiraran hacia el camino, puesto que algunos de los pedazos caían muy cerca de todos ellos.

 Antes de emprender el camino de vuelta a casa, para contarles a sus padres lo que había visto, Rascar se devolvió por última vez. La verdad era que quería tomar el osito de peluche. Podría pedirle a su madre que lo arreglara con alguno de sus hilos y podría entonces quedárselo o compartirlo con su hermanita. Ellos no tenían muchos juguetes, o mejor dicho ninguno, en casa. No era algo que fuese necesario. Pero ese estaba allí tirado y no tenía ningún costo adicional para él. Sin embargo, cuando volvió, quiso no haberlo hecho.

 Había muchos más objetos tirados cerca del oso. Y uno de ellos hizo que Rascar gritara y saliera corriendo para reunirse con sus llamas. Estuve más rápido que nunca en casa, llorando cuando vio a su madre en la puerta, abrazándola con fuerza para sentir que podía confiar en ella.

 Estuvo conmocionado hasta que llegó el padre. Su mirada tenía un efecto particular, que calmaba al instante. El niño les contó lo que había visto, los objetos caer y al osito. Y les contó también lo que vio al volver por el muñeco. Era una cabeza humana con los ojos abiertos, sin cuerpo a la vista.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Relatividad no teórica

   Fue lo último, la gota que rebasó el vaso, como diría mi abuelita. Ese día volví a casa resuelto a largarme de este país de mierda, a llegar a un lugar tan lejano que ni siquiera internet podría brindarme noticias de mi lugar de nacimiento. Empecé a buscar trabajo de manera frenética, casi como si tuviera una obsesión con ello. De hecho, la tenía. Pero no una obsesión con trabajar sino con irme tan rápido como fuese posible. No soportaba más estar en donde había estado toda mi vida.

 Cada vez que salía a la calle, era como si todo se me viniera encima. Toda la gente me parecía cada vez más insoportable. Su desorden y falta de educación eran algo que simplemente ya no podía soportar. Me había visto envuelto, en menos de una semana, en cuatro incidentes en los que les había gritado a varias personas varias cosas a la cara. Claro que en varios de los incidentes había pasado algo, no eran cosas que pasaran de la nada. Todo venía de algo que sucedía y que yo veía cada vez de manera más evidente.

 El caso es que cada vez era más evidente que mi salud mental estaba en juego en todo esto. Así que traté de concentrarme y de hacer el mejor trabajo posible tratando de hacer todo en orden y con todo lo que necesitase. Mi esfuerzo se prolongó durante varios meses hasta que por fin dio frutos. Sin embargo, no era lo que yo esperaba. Me habían aceptado como trabajador en una empresa que básicamente contrataba a cualquiera. Era casi esclavista y había podido verlo muy bien, con referencias de muchas otras personas.

 Pero, esclavistas o no, seguían los pasos necesarios para ayudar al proceso de emigración. El contrato era por un año pero se podía ampliar, siempre y cuando hubiese un trabajo consistente y a la altura de lo que ellos pedían. Tengo que decir de paso que lo que me pedían hacer en ese trabajo no tenía nada que ver con lo que estaba estudiando, que a la vez no tenía nada que ver con el trabajo que iba a dejar una vez saliera del país. Pero la verdad eso me daba igual. Estaba listo a hacer cualquier esfuerzo necesario.

 Si el trabajo resultaba ser físico, trataría de mejorar ese aspecto de mi persona. Si el trabajo fuese demasiado cerebral, trataría de aprender y adaptarme al nuevo entorno. Simplemente no quería darle la oportunidad a nadie de verme fallar y muchos menos metería la pata para volver a un lugar al que sabía que no quería volver nunca en mi vida. Estaba todo ya tan decidido que no había manera de echarse para atrás. Empecé el proceso, llevando lo que necesitaran los del consulado y enviaba lo que necesitaran los del empleo. Todo lo hice, paso a paso, sin decir “no” y sin demora alguna.

 Sn embargo, no tenía la partida completamente ganada. No solo mi familia estaba completamente en contra de mi partida, sino que también mis amigos y prácticamente todos a los que les hablaba del tema parecían tener un problema con que me fuera de esa manera y con esas razones. Yo traté siempre de razonar con ellos y de hacerme entender pero nunca sirvió de mucho. Siempre terminábamos peleando y yo quedaba como el malo de la película y ellos como las victimas que no tenían la culpa de nada.

 Y no la tenían, eso es cierto. Pero yo no era un villano en mi propia historia. Solo quería algo que ellos no querían o tal vez algo que ellos simplemente no podían o no querían ver. Trataba de explicarles mis razones para creer que nuestro país había fallado, era uno de esos países que simplemente, por mucho que se haga, nunca van a mejorar. Trataba siempre de estar bien informado, de tener información completa y pertinente, pero eso nunca era suficiente para ellos, para los que pensaban en mi como un traidor.

 Para ellos, el país había mejorado notablemente en los últimos años. Casi siempre que alguien quería convencerme, hablaba de la cantidad de cosas que podían comprar hoy en día y de cómo era más seguro que antes. Yo les decía que lo de la seguridad era siempre muy relativo y que lo de poder comprar no tenía nada que ver con sentirse feliz o completo, y mucho menos con sentirse tranquilo. Tenía más que ver con una comodidad relativa que en verdad no terminaba siendo más que un camino oscuro y sin salida.

 Cuando me ponía así, más sombrío de lo normal, era cuando estaba más que seguro que mis argumentos iban a fracasar. No había manera de convencerlos de lo que yo pensaba y por eso siempre terminaba con algo que les llegara profundo o que al menos los hiciese pensar. No sé si alguna vez lo logré pero al menos intenté hacerlo varias veces. Era un gesto desesperado pero al menos sincero de que no quería dejarlos a todos atrás sin que ellos entendieran por completo las razones que me habían llevado a mi decisión.

 El boleto de ida lo compré con mis ahorros. Menos mal había sido cuidadoso con el dinero y tenía bastante para una situación como la que se me venía encima. Fue ya casi al final cuando mi padre ofreció ayudarme pero era muy poco y muy tarde. No se lo dije, solo le agradecí y nada más. Creo que él entendió que quería hacer esta etapa de mi vida yo solo, sin ayudas ni nadie que viniera a mi rescata. Era ya un viejo para unos, incluso para mi mismo, así que no lo dude más. La fecha fue elegida y los días pasaron de una manera bastante apresurada. Fue muy extraño, casi anormal.

 El día que me acompañó mi familia al aeropuerto fue también un día raro. Los sentía distantes pero al mismo tiempo nunca habían sido más cariñosos y atentos conmigo. Parecía que era necesario que me fuera de la casa para que dejaran de ser las personas que siempre habían sido y empezaran a ser un poco más parecidos a lo que tal vez ellos podrían haber sido de haber vivido una vida un poquito diferente. El caso es que lo disfruté durante esas horas, no importa lo escasas que hayan sido. Era un regalo de despedida.

 Otros regalos fueron menos agradables. Algunos me insultaron como despedida, otros simplemente dejaron de hablar. Y hubo un grupo que claramente prefirió la hipocresía. Ninguno de todos ellos me importaba demasiado. Me di cuenta de que no eran amigos sino solo personas que estaban ahí, por una razón u otra. Así que irse era algo que esperaban hacer de un momento a otro. Yo solo les había ayudado a decidir el momento para hacerlo y no me sentí mal cuando llegó esa hora.

 Un grupo pequeño, francamente muy pequeño, sí me deseo lo mejor con sentimientos verdaderos y se mantuvieron en contacto irregular durante ese primer año afuera, que suele ser siempre el más difícil. Tengo que confesar, tanto tiempo después, que me hizo mucho bien tenerlos alrededor. Ellos y mi familia estaban allí así no pudieran abrazarme o divertirme en vivo y en directo. A veces fue muy difícil y tuve el extraño sentimiento de que debía de volver, casi corriendo, a casa.

Pero no lo hice. Me mantuve en el lugar que había elegido e hice lo que me había propuesto: luché por el lugar que me habían dado y empecé a escalar con rapidez. Sin embargo, dejé el trabajo que me llevó allí relativamente rápido. Hice amigos nuevos y ellos me llevaron a un lugar mucho mejor, haciendo cosas que disfrutaba y con las que podía ganar dinero. Era feliz de verdad y, cuando salía a la calle, no quería matar a todo el mundo. Podía respirar y hacer lo que quisiera. Ser de verdad libre era posible.

 Nunca me arrepentí de la decisión que tomé porque ahora sé que no todos podemos ni debemos vivir la misma vida. Sé bien que no todas las personas tenemos la misma tolerancia a las injusticias o el mismo aguante para situaciones que pueden ser no tan extenuantes para unos y otros.

 Estoy contento y no me avergüenza estarlo. Estoy feliz de poder ser quién soy por fin y de haber tenido la oportunidad de encontrarme con esa persona. Jamás hubiese pasado si me hubiera quedado quieto, aguantando una posición eterna que jamás iba a cambiar. La esperanza siempre había sido relativa.

viernes, 19 de mayo de 2017

Solo bailar

   Practicar era lo principal. Todos los días se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba la mochila que ya estaba llena con lo que pudiera necesitar y se iba a la academia. Allí, tenía un salón para él solo durante seis horas. En esas seis horas podía practicar lo que más le gustara. Usualmente trataba de ejecutar la rutina completa para ver cuales eran los puntos débiles o, mejor dicho, que podría mejorar de lo que tenía que hacer. Durante la última hora, tenía casi siempre la ayuda de la que había sido su maestra.

 La señorita Passy era una mujer ya entrada en años pero seguía siendo tan vigorosa como siempre. Durante su juventud en Francia, había decidido viajar como mochilera por el mundo. Por circunstancias fortuitas tuvo que quedarse más tiempo en el país de lo que hubiese deseado y por eso se quedó para siempre. Había estudiado danza clásica por años así que con la ayuda de amigos puso la academia, donde contrató a otros para enseñar varios estilos de baile.

 Para Andrés, practicar con ella era como hacer su rutina con el público más exigente posible. La mujer jamás se guardaba una critica y las hacía siempre en la mitad de la coreografía, sin importarle si Andrés se tropezaba y perdía la concentración a causa de su actitud. Un buen bailarín tenía que estar por encima de eso y poder corregir en el momento, sin dar un traspiés. Para el final de la sesión, eso era lo que el chico hacía y la mujer quedaba más que alegre por el resultado.

 Al mediodía, Andrés tenía que ir a trabajar medio tiempo a un restaurante para poder tener el dinero suficiente para no tener que pedirle a nadie ningún tipo de ayuda. La danza como tal le daba dinero pero jamás era suficiente. Para eso debía bailar con los mejores y en otro país donde su pasión fuese mucho mejor recibida. Había enviado videos y demás a varias academias y compañías fuera del país pero jamás le habían contestado. Así que su sueño de ser famoso debía esperar.

 En el restaurante debía limpiar las mesas después de que los clientes se iban. Además, era la persona asignada si, por ejemplo, alguien tiraba su comida al piso o se le caía un vaso con refresco o emergencias de ese estilo. Al comienzo se sentía un poco mal al tener que hacer un trabajo así, pero después de un tiempo se dio cuenta que necesitaba el dinero y no podía ponerse a elegir lo que le gustaba y lo que no de cada empleo. Ya era bastante difícil conseguir algo que hacer así que no lo iba a arruinar así no más. Sin embargo, se la pasaba todo el tiempo pensando en el baile.

 Cuando limpiaba las mesas imaginaba que sus manos eran bailarines dando vueltas por el escenario. Lo mismo pasaba cuando limpiaba los pisos y por eso era seguido que uno de sus superiores lo reprendían por no hacer su trabajo con mayor celeridad. El siempre se disculpaba y trataba de empujar el pensamiento del baile hasta el fondo de su cabeza pero eventualmente volvía y se le metía en la cabeza con fuerza. Era como un virus pero en este caso él lo quería tener, sin importar nada.

 Su trabajo de medio tiempo terminaba a las siete de la noche. Eso quería decir que cuando lo contrataban para una obra, tenía el tiempo justo para poder llegar al teatro y prepararse. Normalmente solo tenía media hora o menos para maquillaje y vestuario pero siempre lo lograba y nunca estaba demasiado cansado para nada que tuviese que ver con el espectáculo. Una vez en el escenario era como si hubiese estado viviendo allá arriba por muchos años, y así se sentía.

 Le encantaban las luces que oscurecían al público y se enfocaban solo en él. Le gustaba también vestir de mallas y sentir que su cuerpo se aligeraba sin la presencia de ropa innecesaria. Quitarse los zapatos deportivos que había tenido puestos en la tarde para cambiarlos por los duros zapatos de ballet, era para él un proceso casi parecido a una ceremonia religiosa. Era lo que más le tomaba el tiempo en la preparación y eso era porque para él era una parte esencial del espectáculo.

Una vez arriba, en el escenario, hacía su rutina de la mejor forma posible. No se retraía en ninguno de sus pasos y, sin embargo, tenía siempre presente las palabras de la profesora Passy. Corregía en la mitad del movimiento y seguía como si nada, disfrutando del baile que lo hacía sentirse sin nada de peso, como si flotara por todas partes. La presencia de otros bailarines y bailarinas era para él algo sin importancia. La verdad era que siempre se veía solo sobre el escenario.

 Lo mejor de todo era cuando la función terminaba y el público se pone de pie y aplaudía. Era como si hicieran un enorme muro de ruido que era solo para esos pocos que habían estado sobre el escenario. Lo mucho que lo llenaban esos aplausos y gritos, era algo casi inexplicable. Era un sentimiento hermoso pero muy difícil de explicar a personas que nunca lo hubiesen vivido en carne propia. Estar sobre un escenario era estar en un rincón del mundo donde la atención está concentrada solamente sobre ti durante un corto periodo de tiempo. Y eso es el cielo.

 Su llegada a casa era siempre, hubiese o no espectáculo, después de las once de la noche. Llegaba rendido pero siempre esperando el día siguiente en el que seguiría su camino hacia convertirse en el mejor bailarín del mundo. Era increíble como nunca se desanimaba, como no dejaba caer sus brazos y simplemente se rendía ante un mundo que no parecía muy interesado en lo que él hacía y mucho menos en recompensarlo por ello. Sí lo pensaba a veces pero no dejaba que el sentimiento negativo ganara.

 En casa se bañaba por la noches, con agua caliente. No se tomaba mucho tiempo allí adentro pero sí lo disfrutaba bastante pues era el momento en el que más se relajaba en el día. La ducha era el único lugar que sentía como seguro, en el que podía ser él mismo por unos segundos y no pasaría nada, no habría consecuencias. Si tenía que golpear la pared de la rabia, lo hacía. Si tenía que llorar, ese era el lugar. Era su lugar y su momento para sacar todo lo que le apretaba el pecho.

 Al salir de la ducha, podía respirar mejor. Usualmente comía algo ligero y se iba a la cama antes de que fuera demasiado tarde. Al fin y al cabo tenía que despertarse de nuevo a las cinco de la mañana el día siguiente para volver a empezar la rutina que, con el tiempo, le daría ese momento clave que él buscaba desde que era niño. Creía que la disciplina era la clave para conseguir que sus sueños se hiciesen realidad. Y si seguía así, eventualmente podría bailar en mejores lugares.

 Ya acostado, pensaba en otras cosas que no fueran baile. Con frecuencia sus pensamiento se iban con su familia pero pensar en ellos lo hacía sentir rabia. Ellos no habían querido que el bailara y mucho menos ballet. No les interesaba en el lo más mínimo poder verlo flotar en el escenario. Explicarles su proceso a ellos sería casi imposible y tal vez por eso no le interesaba en lo más mínimo hacerlo. Por eso era independiente, no quería tenerlos reclamándole encima todos los días.

 El único día que no ejecutaba su rutina eran los domingos. Ese día la academia estaba cerrada, así como el restaurante. Estiraba un poco en casa pero de resto, no hacia mucho. Veía películas o salía a caminar. De pronto por eso era que, para él, el domingo era el peor día de la semana. Todo tipo de pensamientos lo invadían, normalmente alejados por el baile. Además, se sentía algo inútil y se aburría.


 Pero la semana no demoraba en volver a comenzar y esa era su vida.