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domingo, 25 de octubre de 2015

El hombre desnudo

   A Jonathan Frey siempre le preguntaban porqué se había ido a vivir tan lejos. Su respuesta era que esa distancia le ayudaba a separarse de los demás y así purgarse de culpas y odios que todavía tenía adentro. Además, siendo un escritor con un agente lo suficientemente bueno, podía vivir en el fin del mundo si quisiera y de todas maneras le iría igual que si viviese en la ciudad. Volvía su ciudad natal cada cierto tiempo, para arreglar cosas del trabajo sobre todo relacionadas con la promoción de su último libro. Pero la verdad es que odiaba estar allí de nuevo. El ruido de los carros era lo peor para su cerebro, lo mismo que las personas y su cacareo constante que no iba a ningún lado. Siempre se quedaba máximo una semana y si no estaba todo terminado en ese lapso de tiempo, pues se dejaba para después o simplemente no se hacía.

 Después de uno de sus viajes, volvió a su pequeña cabaña en el bosque en su camioneta vieja y confiable. Le encantaba ese vehículo así no lo usara demasiado: sus manchas de óxido y sus llantas llenas de barro le recordaban amablemente lo bueno que era estar de vuelta en casa. Había traído provisiones para no volver a la civilización en un buen tiempo. En casa lo esperaba Alicia, su perra huskie que un granjero le cuidaba todos los días. Esta vez le había dejado demasiada comida pero Alicia, afortunadamente, era educada y solo comía lo suficiente para un día y no más. Jonathan la acarició y le besó la cabeza, luego dejando la caja de cosas que había comprado sobre un mesa de madera basta que le servía de comedor.

 Era temprano, así que decidió tomar la caña de pescar y salir con Alicia a buscar comida para la cena. Se le antojaba una de esas deliciosas truchas naturales con especias de verdad y limón. Nada de esos disque pescados que vendían en la ciudad que no sabían a nada y costaban demasiado dinero para la porción tan lamentable que servían. El río estaba bastante cerca pero separado de la casa por un pequeño bosque que protegía de las inundaciones ocasionales, sobre todo en invierno. El ambiente olía bastante a plantas y tierra. Había llovido hace poco y el entorno se había alterado de la manera más agradable posible. Para Jonathan, fue como si su hogar le diera una calurosa bienvenida.

 Llegó a la orilla del río y se sentó, con Alicia a su lado. De la tierra sacó unas tres lombrices, lo que le tomó pocos minutos pues la lluvia las había hecho salir.  Puso una en el anzuelo y empezó la faena de paciencia que era pescar. A Alicia no le gustaba mucho la idea, pues seguido iba y venía mientras Jonathan no se movía ni un centímetro. Más que estar concentrado, el escritor que no pasaba de los cuarenta años, pensaba sobre su vida y lo que había hecho con ella. Su primer éxito había sido enorme y tan joven que le cambió la vida. Por eso ahora podía darse el lujo de estar pescando y no en cansinas reuniones.

 Nada picaba y se estaba poniendo gris. Jonathan se puso de pie y le dio cinco minutos al río para que le proporcionara comida. Los tres primeros minutos pasaron volando y entonces empezó a caer una llovizna suave. Al cuarto minuto se puso algo más fuerte y para el quinto minuto, el río por fin le dio algo pero no era lo que él quería. La lluvia arreció y por eso no estaba seguro de lo que veía así que esperó hasta que la corriente lo acercara más. Entonces se dio cuenta que no estaba equivocado: lo que venía con la corriente era un hombre. Como pudo, se acercó a la orilla cuidándose de no caer y usó la caña para detener el cuerpo y tener tiempo de tomarlo por un brazo. Haló todo lo que pudo y por fin el cuerpo se dejó arrastrar a la orilla. Al final, solo los pies estaban en el agua.

 El cuerpo estaba completamente desnudo y pálido. Lo más seguro es que estuviese muerto, algún tonto que se había bañado en el río justo antes de la lluvia que venía de las montañas. Cuando el cuerpo tosió, Jonathan se asustó y Alicia empezó a ladrar. Los ladridos hicieron que el hombre se moviese más pero no mucho, al parecer no tenía fuerzas más que para quejarse un poco. El escritor lo haló un poco más pero no podía hacer lo mismo hasta la casa, por cerca que estuviese. Le ordenó a Alicia quedarse allí y cuidar al cuerpo, aunque solo fue un par de minutos, que usó para traer un cartón grande que tenía hace rato guardo. Como pudo, puso el cuerpo sobre el cartón y empezó a halar.

 Que bueno por los fabricantes del cartón, pues este resistía al agua y al peso del hombre inconsciente. Con agua de Alicia, Jonathan haló el cuerpo hasta la casa, donde lo metieron apresuradamente pues la lluvia era ahora de tormenta. Cuando por fin cerró la puerta, el escritor se dio cuenta que estaba empapado. Se quitó la chaqueta primero, viendo el cuerpo en el suelo. Se acercó al hombre y le dio la vuelta, revelando su rostro que estaba lívido, como si hubiese visto mil espíritus en el río. Preparó agua caliente y tomó una botella de licor que tenía para sus noches solitarias. Hizo oler al desnudo, quién se despertó un poco, pero no lo suficiente como para levantarse.

 Lo hizo de nuevo y esta vez el hombre abrió los ojos y, con manos torpes, le tocó la cara. Jonathan aprovechó para hacer que se pusiera de pie y llevarlo torpemente hacia su cama, donde el hombre cayó como un saco de papas. Allí se quedó dormido de nuevo y Jonathan se sentó a su lado, poniéndole compresas calientes para que el cuerpo no se congelara. Alicia estuvo mirando toda la noche pero incluso ella sucumbió al cansancio y se quedó dormida después de varias horas. El escritor, en cambio, se quedó despierto toda la noche, todavía mojado pero ciertamente interesado en lo sucedido.

 A la mañana siguiente, Jonathan se hizo un café negro fuerte para alejar de si mismo las ganas de dormir. La lluvia se había detenido, así que aprovechó para volver al río e intentar pescar de nuevo. Afortunadamente, la lluvia había llevado grandes cantidades de peces río abajo y fue fácil conseguir cinco de buen tamaño, que echó en un balde. De vuelta en casa, los abrió y les sacó las tripas, para luego sazonarlos de la manera que más le gustaba. Lo hizo con todos. El almuerzo iba a ser glorioso. De desayuno solo comió un pan con mantequilla, que compartió con Alicia. Estando allí en el suelo con ella, el sueño le ganó por fin y quedó dormido con la cabeza en la perra. No soñó nada, solo durmió como un bebé pues desde hacía mucho estaba demasiado cansado.

 Cuando despertó, se llevó un susto al ver un hombre delante suyo completamente desnudo. El susto no era tanto por lo desnudo como por la blancura del individuo, que parecía un fantasma que lo había venido a buscar, quién sabe porqué. Pero rápidamente recordó todo y se puso de pie torpemente. Le preguntó al hombre desnudo su nombre y le dijo donde estaba, para que no se preocupara por eso. Le pidió también que volviera a la cama y descansara pues contactaría pronto a la policía para avisarles de su presencia. A esta declaración el hombre se negó con la cabeza y las manos. Jonathan se le quedó mirando y se dio cuenta de que su hombre desnudo era completamente mudo.

 Él no sabía lenguaje de señas y no se atrevía a intentarlo pues no era idea insultar a nadie. Le insistió entonces que se sentara y que lo dejara a él hacer de comer. En poco tiempo, Jonathan cocinó en horno de leña las cinco truchas. Las acompañó solo de un jugo de moras que hacía con frecuencia con frutos que crecían cerca de la casa. Dos truchas para cada humano y una para Alicia que gustaba de lamerlas. El hombre desnudo estaba hambriento, pues destrozó los peces rápidamente. El alió le chorreaba por la barbilla pero eso a él obviamente no le importaba. Jonathan lo miró todo el rato con detenimiento pero no lograba saber que pasaba con él. Sería un fugitivo tal vez? Un asesino suelto?

 No tenía la pinta de asesino. De hecho no tenía pinta, por lo que Jonathan, después de limpiar todo, buscó una libreta y allí le escribió al hombre una serie de preguntas y se las pasó. Le dio también un bolígrafo y le pidió que respondiera a todas, pues no podía seguir ayudándolo si no le decía quién era y porque había resultado en un río. El hombre solo cogió la libreta y el bolígrafo pero no escribió nada. Solo empezó a llorar. Jonathan se le acercó para consolarlo y entonces el hombre lo tomó, impidiendo que se moviera y le dio un beso forzado. Cuando lo soltó, Jonathan se sentía asustado y confundido.


 No se dirigieron una mirada más hasta la noche, cuando el escritor le pasó algo de ropa para que se vistiera. Luego, le advirtió que iba a dar aviso a la policía pues no podía dejar todo como estaba. Le decía con antelación pues pensaba que lo mejor era darle la oportunidad de escapar, si eso era lo que deseaba. El hombre se negó con la cabeza y se quedó allí, poniéndose la ropa. El guardabosques llegó al día siguiente y se llevó al hombre del río. Volvió en la tarde, cuando lo había dejado en la comisaría más cercana. Le contó a Jonathan que el tipo había presenciado el asesinato de alguien cercano y se había echado al agua fingiendo estar muerto. Jonathan solo asintió y volvió a su vida de cabaña con Alicia aunque cuando iba al río, veía el cuerpo venir hacia él una vez más.

martes, 27 de enero de 2015

Literatura

   La habitación del hotel era hermosa, mejor de lo que Tomás hubiera esperado. Y no es que esperara algo particularmente malo o siniestro sino que siempre pensaba que su agente no tenía ni la más remota idea en cuanto a hoteles se trataba. Ya le había ocurrido, en París y en Los Ángeles, que había encontrado con que el hotel que había elegido su encargada era peor que un nido de ratas. Pero bueno, la gente aprende de sus errores y esta era sin duda la prueba.

 Desde su habitación, Tomás podía ver la cordillera de los Andes extendiéndose no muy lejos de él. No podían ser más de cincuenta kilómetros que lo separaran de las nieves ya casi no tan perpetuas de los Andes chilenos. No sabía de que lado quedaba el Aconcagua pero seguramente no estaría lejos. Siempre había querido ser uno de esos grandes aventureros pero su cuerpo y su energía no eran los necesarios para una persona que necesitara  estar de un lado para otro, caminando sobre agua, piedras y demás.

 Sonrió solo, pensando que por ponerse a caminar un par de kilómetros ya le salían cosas en los pies. Ciertamente no podría aguantar un ascenso duro. Además aquello de acampar no era algo que le agradara mucho: el solo pensamiento de dormir en un espacio pequeño con otras personas y no poder bañarse en más de dos días, se le hacía horrible. Si algo tenía de bueno la civilización, eran los baños. Y él no cambiaba un baño bien equipado por nada del mundo.

 Después de pasearse fascinado por toda la habitación, Tomás decidió cambiarse y salir a dar una vuelta por los alrededores. Mónica, su asistente, lo había llamado para decirle que hoy no habría nada más sino una cena a eso de las nueve de la noche en el hotel así que tenía prácticamente cinco horas para hacer lo que quisiera. Y la verdad era que, aunque el vuelo había sido largo, no estaba cansado. Al salir del lobby lo golpeó un viento frío, seguramente proveniente de la montaña. Se contentó al recordar que había empacado ropa para el invierno, que ya estaba por entrar a la región.

 Al caminar por la avenida que tenía enfrente, Tomás hizo una nota mental para agradecerle a Mónica y a su agente del perfecto trabajo que habían hecho eligiendo el hotel: los andenes eran amplios, había mucho comercio y árboles. No había mucho tráfico tampoco. Será que su libro era tan exitoso como para pagar una buena ubicación? Esto pensó el escritor mientras caminaba sin rumbo. Era posible. Al libro no le había ido del todo mal y siempre podían haber sorpresas, especialmente después de dos fracasos con la critica.

 Habían sido voraces. Esa era la palabra. Se habían comportado como hienas sedientas de sangre y, al parecer, Tomás había sido elegido como su próxima víctima.  En esos largos y tediosos artículos de critica literaria, hablaban de cómo su estilo de escritura dañaba las bases de la literatura castellana y no sé que más tonterías. El escritor solo pensó, sin decirle a nadie, que esos viejos estaban demasiado bien amarrados al pasado y tenían problemas viendo que las cosas ya no eran como hacía cincuenta años.

 El escritor levantó la cabeza y vio que estaba en un cruce de semáforo. En frente tenía un gran edificio de vidrio pero no parecía haber nada más allá así que giró a la izquierda y siguió su paseo por una pequeña avenida, esta sí más transitada. La gente parecía querer protegerse del viento y muy pocos estaban manteniendo conversaciones con alguien más. Era sorprendente, pero no había gente ni hablando por teléfono móvil.

 Esos viejos, anacrónicos y sin importancia ya, lo habían desechó en más de un par de publicaciones. Incluso, en televisión, leían párrafos de sus obras y se burlaban, como si fuera su juego preferido. Era horrible, recordó Tomás. Era miserable y se sentía aún peor que eso. Como era posible que la gente fuera así? Porque no solo fueron esos dos viejos horribles sino que todo el que leía, como buena sociedad consumista, creía en lo que veía impreso en toda publicación. Era deprimente ver como gente que por algún milagro de la vida podía leer, se burlaba de su obra como si fueran conocedores intachables.

 Tomás llegó entonces a otro cruce y, del otro lado, vio un enorme edificio o, mejor, era un conjunto de edificios. El principal parecía tener la forma de un cuadrado enorme y era, sin lugar a dudas, un centro comercial. Pero una esquina estaba uno de los edificios más altos que él hubiese visto. O sería que había visto más altos? Probablemente. Pero el pensar y reflexionar hacía que cosas así, se vieran diferente.

 Lo primero que hizo después de cruzar fue comprar un café bien caliente en una popular cafetería y luego se puso a caminar por todo el centro comercial. Mónica le había mencionado que tendría una firma de libros en un centro comercial. Sería este? Había mucha gente por todos lados y todo tipo de tiendas. Sin duda sería un excelente lugar para lanzar su nueva publicación. Era una historia de ficción histórica, basada en las experiencias de los prisioneros homosexuales en los campos de concentración nazi. No era un tema que llamara mucho la atención pero Tomás lo había encontrado fascinante.

 Precisamente investigando para este nuevo libro había podido viajar a la ciudad de Cracovia. El viaje lo había pagado él de sus ahorros y había ido solo. No quería que nadie interrumpiera la experiencia. Era casi como ir al Vaticano, algo que tenía que hacer con el más profundo respeto. Sin embargo, algo le pasó que no tenía nada que ver con su investigación. En una pequeña librería cerca del museo del campo, Tomás se puso a hojear una que otra publicación. Le gustaba tener algo ligero para leer en sus viajes y ya estaba cansado de los que tenía en su portátil.

 De repente una joven mujer, mirando libros en la misma parte que él estaba, se puso a hablar en un tono más alto de lo normal con un amiga con la que venía. Seguramente era polaco porque Tomás no entendía ni media palabra de lo que decían. Alguna idea tenía del alemán o del ruso pero lo que hablaban, estaba casi seguro, no era ninguno de esos dos. Se sonrojó cuando se dio cuenta de que la chica que más hablaba lo miraba a él y, sutilmente, lo señalaba. Tomás trató de no fijarse pero era casi imposible: la librería estaba todo menos abarrotada.

  Entonces las dos chicas se le acercaron y con una sonrisa le preguntaron:

-       Tomás Grosez?
-       Gómez, sí.

 Las chicas rieron y entonces una de ellas sacó un usado libro del interior del abrigo que tenía puesto. Para sorpresa de Tomás, el libro era una de las noveles que habían sido duramente criticadas hasta hacía poco. Ver una copia le hacia doler un poco la cabeza. En menos de un segundo, pensó que las chicas estaban riendo porque habían conocido al autor un libro especialmente pésimo y criticado por todos. Seguramente le pedirían que lo firmara para tener una prueba de que habían conocido al atroz escritor.

-       Ex darme libro. Yo gustar mucho tu.

 Las dos chicas rieron de nuevo.

-       Tu escribe firma?

 Y le estiró el libro a Tomás que lo tomó, lo firmó robóticamente y les dio a las chicas una sonrisa atontada. Entonces, cuando ellas parecían irse, el escritor les preguntó si en verdad les había gustado el libro. Tuvieron que comunicarse en inglés para entender mejor pero, en resumidas cuentas, la chica que tenía el libro decía que se había identificado con el personaje que él había creado: era una mujer que iniciaba decida y luego se veía derrotada por la vida. La chica decía que el libro la había ayudado a no decaer y a seguir adelante.

 Cuando se dio cuenta donde estaba, Tomás sonrió sorprendido. Mientras pensaba en la lectora agradecida que le había dado un impulso a su ambición de ser un mejor escritor, sus pies lo habían paseado por todo el centro comercial hasta que quedó frente a una librería. En efecto, era allí donde presentaría su libro. Había afiches en la entrada al sitio y algunas copias ya estaban siendo vendidas. Tomás sonrió. No había nada como ver su nombre en la tapa de un libro que esperaba ser comprado. Y se alegró aún más cuando un joven, de la mano de otro joven, compró una copia para cada uno.


 De vuelta en el hotel, cambiándose a una vestimenta más apropiada para cenar con gente de una editorial, Tomás pensó que era un hombre muy afortunado. El ser bueno o malo en algo no era el punto. El punto era intentar hacer lo que más le gustaba y disfrutar de cada ganancia, como la hermosa vista del atardecer que estaba viendo desde su habitación.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Mi Versión de los Hechos

Adrenalina pura. Eso era lo que sentía cada vez que cometíamos algún crimen. Sentía por mis venas esa energía, esa ganas casi descontroladas por salir corriendo, por gritar, de ver la acción realizada, exitosa.

Al comienzo todo parecía que iba bien. En esos tiempos era mucho más optimista, aunque me había unido a la rebelión por ser un realista, alguien que veía como nuestro país se despedazaba lentamente bajo el tirano que hoy llamábamos presidente.

Esa bestia, ese hombre horrible que había tirado de las cuerdas hacía tanto tiempo, había vuelto al poder y ahora no se molestaba más en fingir lo que era evidente.

Sus leyes se aprobaron por estrechas mayorías que el mismo pueblo había votado. Lo triste de nuestra Historia, era que la mayoría lo había puesto allí. Y ahora él imponía sus reglas, duras y desgastantes que buscaban convertirnos en una nación servil, fabricando y haciendo para que otros lejos pudieran ganar su guerra, ahora frontal, contra quienes habían decidido contradecirlos.

Pero esto, la historia que hoy les relato, fue antes que la policía y el ejercito tomaran las calles y vigilaran todo como si nada fuera nuestro, como si todos hubiésemos sido condenados como ladrones y las prisiones fueran nuestros hogares.

La rebelión tenía más rango y yo alegremente me les uní. Sin pudor ni vergüenza puedo decirle a quien quiera que asesiné, por propia mano, a más de diez hombres y mujeres. No me enorgullece haberlo hecho, jamás podré estar contento por ello. Pero me niego a sentir pena por haber extirpado graves cánceres del corazón de un país que cada vez más se sumía en el odio que siempre había estado gestando.

Una de tantas misiones para la rebelión me había llevado a la más grande manifestación que se hizo nunca contra el nuevo regimen. Más de un millón de personas se habían agolpado en la plaza principal y, según decían, lo mismo pasaba en otras ciudades. No había duda de que esta era nuestra oportunidad, el todo o nada.

Tres compañeros tenían la misión de crear una distracción para darme entrada a la catedral, situada a solo unos pasos del Senado. Desde ese lugar tenía que, por inverosímil que pareciera, disparar con un arma de largo alcance al presidente. No, no era la primera persona en la que habían pensado para hacerlo pero finalmente lo hicieron ya que nadie creía que fueran a sospechar de un ciudadano que, hasta su mejor entendimiento, era ejemplar.

Fue así como mis compañeros iniciaron un amotinamiento, haciendo que la gente se sintiera cada vez más enojada. El presidente, dentro de unos momentos, pasaría de un lado a otro del senado por un corredor de altas columnas. Ese era mi momento de lucirme.

La gente empezó a lanzar objetos contra la policía y en apenas segundos todos los agentes de seguridad de la zona se agolparon contra los manifestantes, muchos de los cuales ya tenían sus blancas camisetas manchadas de sangre.

En esa masa de gente, nadie vio cuando mis compañeros lanzaron la primera "papa bomba" que voló la cabeza del personaje cuya estatua había estado siempre en el centro de la plaza. Todos, como una ola, se movieron hacia ese lado para tumbar lo que quedaba del monumento.

Fue entonces cuando forcé la entrada de la catedral, un candado bastante simple, y entré en su inmensidad, con un maletín a la espalda. Habiendo investigado previamente, me dirigí hacia una puerta en el costado opuesto. No había nadie en el recinto ya que se había cerrado al publico por el día.

Me pareció extraño no encontrar a nadie ya que esperaría por lo menos a un sacristán o al mismo padre pero no había nadie. Crucé por un solitario despacho y, detrás de otra puerta, estaban las escaleras hacia la torre de la catedral, donde estaban las campanas.

Subí rápidamente pero fui detenido en el primer descanso por una visión macabra: el cuerpo de un anciano estaba tirado en el piso, ensangrentado y golpeado. Era el sacristán. No sabía que hacía allí así pero no podía parar. En pocos minutos llegarían los tanques y el momento habría pasado.

Llegué a las campanas pero allí me recibió un fuerte golpe en la cara que me tumbó al piso. Había tres hombres armados con pistolas y al parecer me estaban esperando.

Por un rato discutieron que hacer conmigo, no sin antes golpear de nuevo en el rostro y patearme en el estomago. Sangrando, vi como uno de ellos cargaba su arma y se disponía a matarme. Pero eso no sucedió. Tres disparos simples retumbaron por el recinto y los hombres cayeron muertos cerca mío.

Como pude me puse de pie y vi que la multitud, la ola, otra vez cambiaba de dirección, estaba vez hacia el Senado. Me puse de pie como pude, ignorando la pregunta de quien me había salvado la vida, mientras sacaba el rifle de largo alcance de mi maletín.

Fueron segundos. Disparé pero alguien se había atravesado. Era una mujer que no pude identificar. Cayó rápidamente al piso y todo fue un caos. De algún lado oí otro disparo de un arma similar pero tampoco acertó, volándole un gran pedazos a una columna.

Parpadeando varias veces pude aguzar la vista y ver que quién me había salvado estaba en el edificio de enfrente, el de la Alcaldía. Era otro edificio fantasma por estos días pero estaba seguro que el disparo había venido de allí.

Viendo mi fracaso, salí rápidamente del lugar, cojeando y con la respiración entre cortada. La multitud estaba siendo empujada por la policía y los gases y tanques habían llegado al lugar. Me tapé la cara y atravesé la multitud como pude hasta llegar al otro lado de la plaza. Pude ver a alguien corriendo por la calle lateral y traté de seguirlo pero la multitud escapaba por todos lados y alguien me había empujado. Eligiendo mi vida, también escapé. Llegué a casa poco tiempo después.

Enterré el arma en mi patio y le dije a mi familia que los dejaría por un tiempo. La verdad es que debía unirme por completo a la rebelión.
Poco tiempo pasaría para que supiera el nombre de mi salvador: Eric.

Esto lo escribo después de cinco años y ese es un nombre que jamás podré borrar de mi mente, pues fue él la única persona que pude querer en mi vida y, creo, que querré nunca.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Europa

La de Marisa es una vida solitaria, sin duda. Siendo una científica en el fin del mundo, no hay mucho que se pueda hacer por mejorar la vida social.

Ya hace dos años que esta joven argentina trabaja en una de las bases de su país en la peninsula antártica. Allí hace investigaciones exhaustivas relacionadas al cambio climático: saca hielo de varias partes y luego los estudia en un laboratorio especial.

Y esa es básicamente su vida desde que llegó a la Base San Martín. Los momentos de diversión son pocos y casi siempre se relacionan con la nieve o una que otra película en VHS que traen los exploradores que vienen a la base como cambio por los que ya tienen que volver a la civilización.

En uno de esos cambios de personal, Marisa conoce a Ramón. Él es chileno y viene a apoyarla en su investigación. Aunque en principio no le gusta mucho la idea, es notificada de que ahora los estudios serán multinacionales por lo que científicos de otros países estarán pasando por la base en los próximos meses. De hecho, será hasta que ella misma tenga que volver.

Al principio el trabajo con Ramón es difícil, como lo suele ser siempre que alguien nuevo llega a cambiarlo todo en un ambiente laboral. Pero pronto ambos se acostumbran a sus personalidades y el trabajo fluye más fácilmente.

Un mes después al grupo se suman Adela (francesa), Friedrich (alemán) y Victoria (rusa).

El trabajo se hace cada vez más llevadero y tras unos pocos días, ya se ha formado una autentica familia que se reúne para comer, ven películas juntos y comparten cada detalle de sus vidas. Esto es casi terapéutico ya que, estando en un lugar tan aislado, es perfecto para hablar de cosas que parecen haberse quedado en sus respectivos países.

En una de esas pocas oportunidades para relajarse, el grupo realiza un paseo en motonieve hacia una colonia de pingüinos. La única del grupo que los ha visto antes es Marisa. Para el resto es una experiencia nueva y graciosa, ver cientos de pingüinos en su estado natural. Como es verano, el clima es menos duro y verlos se hace más sencillo y placentero.

Eso hasta que algo bastante extraño ocurre: el motor de una de las motonieves explota con fuerza, asustando a todos los miembros del grupo y a los pingüinos más cercanos.

Marisa se acerca a los restos. La verdad es que no sabe mucho de mecánica pero algo le enseñó un ingeniero que estuvo de visita: al menos lo que ella veía estaba bien, excepto por el detalle de que había estallado. Era muy extraño.

Volvieron a la base al poco tiempo. Marisa había amarrado la moto dañada a la suya para que alguien la arreglase cuando pudiera.

Pero para sorpresa de todos, la base estaba desierta. Aunque eran el grupo más numeroso, había por lo menos cinco personas más en la base antes de que se fueran y ahora no había nadie. Es más, el laboratorio de Marisa estaba desordenado, aunque parecían haber tenido el cuidado de no dañar equipos.

Los cinco del grupo se sentaron entonces a la mesa, cada uno con café caliente entre sus manos, y empezaron a discutir la situación: la ropa y demás objetos personales de los otros tampoco estaban. No había ningún vuelo programado ni tampoco barcos que se fueran a acercar a la base hasta dentro de dos semanas.

Adela entonces recuerda haber escuchado algo en el barco en el que llegó, sobre un robo en otra base pero no sabía muy bien de que hablaban los tripulantes del barco.

Friedrich, sin embargo, está sorprendido de que nadie hubiera escuchado del atentado terrorista contra la base Vostok, ocurrido el día mismo de su embarque hacia la Antártida.

Ramón no entiende que tiene eso que ver con nada. La base Vostok es rusa y está a más de tres mil kilómetros de San Martín, eso sin decir que el lugar no está cerca a la costa sino dentro del continente.

El alemán responde que podía no tener nada que ver pero que era el misterio más grande respecto al continente blanco desde la supuesta base nazi en los años cuarenta.

Marisa decide que todos vayan a descansar, viendo que a veces relajar la mente hace ver las cosas más claras. Ella les promete tratar de contactar a las autoridades o a sus superiores por la radio para obtener alguna clase de explicación.

Ramón decide ayudarla y pasan toda la noche en el cuarto de ella, sintonizando emisoras y tratando de comunicarse. Por fin, hacia las 4 de la madrugada, logran hablar por un breve momento con alguien del servicio costero argentino. Exponen su situación rápidamente pero la comunicación es débil y se ve interrumpida. Ramón sale a ver el estado de las antenas y ve como han cortado cables y desenchufado otros.

Cuando vuelve, los otros ya se han despertado y no parecen haberse calmado con las pocas horas de sueño. Empiezan a discutir, cada uno desesperado por la situación pero volviendo todo personal, diciendo lo mucho que quieren irse y como nunca debieron aceptar el trabajo.

Solo Victoria está, como siempre, bastante callada y parece pensar a toda velocidad pero sin decir ni una palabra.

Cuando Ramón grita para que todos se callen, Victoria hace un sonido de duda y luego empieza a contar algo imposible: resulta que ella estuvo en Vostok antes de la explosión, exactamente el día anterior. Trabajaba investigando las profundidades del Lago Vostok, el que podría ser el lugar más puro del planeta al haber sido sellado hace milenios por el hielo.

El alemán le pide la razón de su historia y ella responde que sabía que alguien intentaría sabotear las investigaciones. Adela pregunta el porqué y la respuesta, aunque lentamente, les cae a todos como un balde agua fría: Victoria confiesa que los rusos han descubierto trazas de vida en el lago y que estos se asemejan a información proporcionada por la NASA sobre una luna de Jupiter.

Marisa trata de entender mejor.

- Que quieres decir?

- La NASA le envío, en secreto, esa información al Kremlin. No soy solo una científica, soy también agente de seguridad de Rusia. Yo y un compañero fuimos, en secreto, a comparar los resultados de la NASA con los de nuestros científicos. Y son iguales.

Ramón da un respingo. Los demás parecen no respirar.

- Quieres decir que...

- Hay vida en ambos ecosistemas. Y sin similares. Y alguien no quiere que eso se sepa. No sé porque.

De repente se oye una explosión, como la de la motonieve pero más grande. Ramón sale rápidamente, siendo el único vestido para salir, y ve los restos de todos sus transportes freídos por la explosión, frente a la base.

Cuando se da la vuelta para entrar al recinto de nuevo, sus compañeros ven como se desmaya tras un golpe con una culata de arma de fuego. Quien lleva el arma es irreconocible para todos pero viene acompañado. Entran a Ramón y cierran la puerta.

Marisa concluye, sin temor a equivocarse, que estos son los mismos hombres que atentaron contra la base Vostok. Y al parecer, vienen a terminar su trabajo.

martes, 9 de septiembre de 2014

Universos

Se han puesto a pensar, alguna vez, en las vidas de los demás? Sean honestos consigo mismos, en verdad lo han hecho? Y no estoy hablando de sus familiares o por breves momentos cuando ven el noticiero y el sentimiento más recurrente es la lástima.

No, yo hablo, por ejemplo, de cuando entran a un gran almacén. Sea una tienda por departamentos o una de esas grandes de utensilios y accesorios para la casa. Nunca han visto a la señora que compra tres o cuatro plantas artificiales porque lo hace y que vida lleva? Yo sí. Imagino que adora las plantas más que a cualquier cosa porque ellas no van a contradecir ni responder. Solo se van a dejar querer y hacer.

Raro pero cierto: todos tenemos nuestras locas patologías y no tenemos que ser psicoanalistas para saberlo. Cada uno de nuestros comportamientos tiene una razón. Lo mismo sucede con ese hombre, el que compra en solitario ropa de cama en una tienda. Yo creería que vive solo, ya que pocos hombres ven esa como una tarea propia, lo cual está claramente mal. Los que lo hacen muchas veces viven solos: se imaginarán dormir por fin con alguien en esas sabanas nuevas? Tal vez cambiar un poco su ambiente para sentirse menos atrapados en su soledad?

Sí, lo sé. no toda la vida es una tragedia. No hay nada más divertido que ver a un niño verdaderamente emocionado en una juguetería al ver el juguete que más le hace feliz, sea cual sea. Nos preocupamos mucho con lo que el niño elija o no pero todo debería estar enfocado en el nivel de felicidad. Si a una niña le hace feliz vestirse de Batman, quienes somos el resto de los humanos para decirle que está mal?

La felicidad, eso sí, siempre es relativo. Muchas veces caminamos por las galerías comerciales y los parques y vemos parejas tomadas de la mano. Este comportamiento no siempre indica un amor profundo, a veces es solo una costumbre adquirida como saludar a alguien de mano o de beso.

He visto parejas en los parques hablando y poniendo atención a lo que dice el uno y el otro. Son una pareja feliz, digo yo. Se entienden y se preocupan por el otro. Muchas veces pueden haber diferencias pero las personas aprenden, como en todo, a derrotar los problemas.

Es preocupante cuando ya ríen demasiado, solo uno de ellos ríe o, pero aún, una de las personas parece el guardaespaldas del otro. Y no, no hablo de esposos con el bolso de la mujer afuera de la tienda de ropa. Hablo de aquellas parejas que todo lo hacen con otros y uno de ellos se vuelve un protagonista secundario en su propia película. Cuando veo parejas así, no es difícil ver el dolor y/o el fastidio del personaje relegado.

Todos también hemos usado, alguna vez, un modo de transporte. Sea el avión, el taxi, el bus o el tren, es apenas humano ver que hacen los demás y sacar conclusiones: somos seres que nos adelantamos a los hechos y a lo dicho. Por mi parte, creo que esta cualidad es una de las mejores del ser humano: allí nace la creación de historias que pueden ser infinitas.

El joven que lleva una patineta y habla por celular: seguro habla con su novia y va en camino a verla. Tomarán un café, se darán besos y luego harán el amor en una de las casas, oportunamente solas, de alguno de los dos.
O ese señor que mira el reloj nerviosamente. Va de camino a una reunión importante y para él lo óptimo es que el tiempo esté de su parte. Tiene todo milimétricamente calculado para poder cerrar un negocio en un tiempo calculado al segundo por él.
Y no falta nunca la mujer mayor. Ella sí sabe de lo que se trata todo esto: mira a los demás pasajeros y, si eres de mucha imaginación y pocos dispositivos electrónicos, seguro cruzaran miradas cómplices cuando estén imaginando las vidas que tienen por delante.

Nuestra capacidad de imaginar es lo que nos hace únicos como raza y nuestra manera de comportarnos ante cada situación es lo que nos define como seres humanos distintos. La igualdad es un concepto puramente jurídico: la realidad es que ningún ser humano es igual a otro y jamás lo será. Cada uno somos un universo, algo pequeño e insignificante en el gran esquema de las cosas, pero único en todo caso.

Por eso algunos comportamientos que vemos en la calle son, muchas veces, incomprehensibles: dos personas tomadas de la mano y todos mirando como si fuera un espectáculo público, una mujer vestida provocadoramente que hace girar más de una cabeza o incluso un niño llorando porque ha perdido algo muy querido.

Lo cierto es que vivimos metidos en nosotros mismo, lo cual es comprensible y apenas obvio. Pero tenemos la capacidad de ser mucho más: de eso se trata la creación que no solo es divina sino muy humana. Quienes no usan esta cualidad lastimosamente quedan encerrados en cuatro paredes mentales y nunca aprenden de la inmensidad de universos que circulan alrededor.

No se trata de que todos seamos creadores todos los días: eso es casi imposible por las amplias limitaciones de nuestros cuerpos y mentes pero es un buen ejercicio diario el imaginar algo, cualquier cosa. Y que mejor que imaginar a partir de aquellos seres con los que compartimos este lugar día a día.

Esa es mi propuesta para todos: hoy, mañana o cuando vean el momento, imaginen la vida de alguien más. Dejen de lado sus atormentadas e importantes vidas y abran su mente al sinfín de posibilidades que nos da este pequeño mundo nuestro.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El Hotel Z

Todo estaba listo. Las almohadas bien puestas, los sobrecamas perfectos, los baños impecables y cada detalle arreglado para alcanzar la excelencia. Eso pensó Juan. Era uno de los trabajadores del hotel más elegante del Valle de los Pinos.

El hotel, el Z, fue sin duda uno de los mejores y más refinados establecimientos de su tipo en el mundo. No solo por estar ubicado en un lugar alejado y hermoso, sino por la calidad de cada uno de sus servicios.

Juan llevaba trabajando aquí apenas dos años años, pero se había enamorado de cada rincón del edificio. Alguna vez la gran casa fue la mansión de un conde austrohúngaro que venía a disfrutar de los veranos junto al lago que queda a solo unos pasos de la casa. La mansión perdió el brillo después de las dos guerras pero entonces un empresario francés la compró, la rehabilitó y la convirtió en el mejor establecimiento dedicado al placer y la relajación.

El dueño, el francés, todavía vivía y lo hacía en una de las tres suites presidenciales del hotel. La suite París, como él mismo la había bautizado, era perfecta en cada detalle: exquisitos cuadros de la época de Louis XIV, artesanías de los Pirineos y alfombras hechas en los Alpes. En la sala central, que separaba los dos cuartos de la suite, había una mesa circular, siempre adornada con los más exquisitos dulces franceses. Así lo disponía el dueño.

Las otras dos suites eran la Moscú y la New York, también muy solicitadas. De hecho, Juan acababa de dar los últimos toques a la suite New York. Un empresario norteamericano y su esposa venían a pasar algunos días y era imperativo que todo fuera perfecta y así lucía: hermosas fotografías de antaño colgaban por toda la suite, recordando el pasado de la gloriosa Gran Manzana.

Juan se dirigió entonces al vestíbulo al que, en pocos minutos, entrarían los esperados huéspedes. Allí estaban el jefe de la cocina, un par de camareras y un botones, esperando como si fueran miembros del ejercito. Estaban impecables, todo tan perfecto que sin duda agradaría al cliente más exigente.

El joven se ponía al lado de una de las camareras y esperaban. Entre ambas jóvenes, una rubia y la otra pelirroja, hablaban por lo bajo a gran velocidad. Juan las callaba y ellas hacían caso pero retomaban su conversación a los pocos segundos.

 - No lo podemos evitar. No ha visto a la mujer que llegó en la madrugada?

Juan estaba extrañado por el comportamiento de sus compañeras pero más porque lo que una de ellas había dicho: una dama, un dama real, jamás llegaría a un hotel tan temprano.

 - Es muy linda
 - Claro que no. Solo es alta y delgada.
 - Ya quisiera ser así.

Pero la discusión terminaba al instante al abrirse las majestuosas puertas del hotel. La pareja, un hombre bien parecido, con algunas canas en las sienes, y su mujer, con una piel excesivamente grande, entraban al lugar como cara de complacencia.

 - Te lo dije mi vida. Es el mejor de este lado del Atlántico.

La mujer sonreía a todos mientras Juan los presentaba y él mismo lo hacía con ellos.

Rápidamente, tras decirle al jefe de cocinas que deseaban para la cena, la pareja acompañada por Juan se dirigía hacia el quinto piso del edificio y se instalaba en la New York. Parecían estar algo agotados por el viaje pero complacidos. Tanto, que el norteamericano había puesto un billete de cien dólares en la mano del joven.

Como siempre, Juan bajaba por la escaleras en vez de usar el ascensor. Esta era su costumbre, para poder ver el lago por los ventanales. Lamentablemente la tarde se había tornado gris, lo que auguraba un clima difícil para la noche.

En el segundo piso, Juan iba a seguir bajando cuando vio la puerta de una de las habitaciones abierta. Siendo un atento servidor de los huéspedes, decidió ir a ver que sucedía.

La habitación era mucho más pequeña que cualquiera de las suites pero agradable en todo caso. La luz estaba apagada. La ventana de esta habitación daba hacia el bosque, por lo que estaba sumida casi en la absoluta oscuridad. Juan había dado unos pocos pasos cuando la puerta se le cerraba detrás y una mujer se le acercaba.

 - Sabía que caería.
 - Disculpe?
 - Necesito que me ayude.
 - Que necesita?
 - Tengo que hablar con alguien y usted me va a ayudar.

Juan estaba confundido. La lluvia había empezado a golpear el vidrio de la ventana con fuerza y la mujer se le había acercado más. Con la poca luz que llegaba del exterior, Juan pudo ver a la mujer con más claridad: era hermosa. Delgada y alta como la habían descrito las camareras.

 - Tiene que ser hoy.
 - No le entiendo.

La mujer se devolvía a la puerta y pulsaba el interruptor de la luz. Luego se sentaba en la cama y prendía un cigarrillo.

 - Que no entiende?
 - Si necesita hablar con otro huésped lo puede hacer en cualquiera de las zonas comunes.
 - Necesito hablar con un hombre casado. Sin que su esposa esté allí.

Juan seguía sin entender. Porque le había hecho esa trampa a él? Porque no a otro?

 - Usted se ve atento, amable.

La mujer se quitaba el abrigo y una parte de las dudas de Juan parecían disiparse. La mujer estaba embarazada.

 - Es el padre. Supe que iba a venir y llegué primero.
 - El padre? Pero si yo...
 - No usted. El hombre en la New York.
 - Como sabe que...?
 - Eso no importa. Necesito hablarle. Entiende?

La mujer entonces se ponía de pie y caminaba hacia una pequeña mesa. Sobre ella había una bandeja con medio limón y un vaso de agua.

 - Se lo pedí a una de las camareras. Tengo nauseas seguido.

Apretó el limón sobre el vaso y se limpiaba las manos en la ropa.

 - Lo siento, no soy de la clase de mujer que viene a este sitio.

Juan no decía nada.

 - Mire, solo necesito hablar con él. Es urgente, como puede ver.

 La mujer tomaba un largo sorbo de agua con limón. Mientras hacía caras, Juan se le acercaba un poco.

 - Está bien?
 - Sí... Ayúdeme, se lo ruego. Necesito que...

Pero Juan nunca supo que necesitaba la hermosa mujer. Se había empezado a ahogar y luego se había desvanecido en los brazos del joven.

De pronto, había dejado de respirar. Se había vomitado al colapsar y ahora estaba allí, inerte.

Juan no supo bien que hacer y solo encerró el cuerpo en el cuarto, con llave. Un joven botones de pronto aparecía de la nada.

- Juan! Por fin te encuentro. Es terrible.
- Que pasa?
- Hubo un deslizamiento de tierra. La carretera está bloqueada.

Ese día, algo había cambiado en Juan. Ese día sería el primero en el que iba a tomar decisiones por su propia cuenta y no basadas en las reglas o los dictámenes de nadie más. Ese día, alejados del mundo por una tormenta, los huéspedes del hotel Z conocerían al verdadero Juan y, de paso, desvelarían sus verdaderas personalidades.

viernes, 5 de septiembre de 2014

En el tren

La estación estaba repleta, como siempre en la hora pico de la noche. Casi no se podía circular por los andenes y muchas personas cargaban paquetes y maletas grandes. Estaba claro que no solo operaban a esa hora trenes de cercanías sino también a ciudades más lejanas.

Martha se abrió paso con dificultad, con el billete del tren en una mano y halando una pequeña maleta con la otra. En una de las pantallas veía el nombre del destino y suspiró al sentir el calor generado por la gran cantidad de personas.

No pasaron ni cinco minutos cuando un tren blanco, haciendo bastante ruido, entró a la estación. Muchas de las personas en el andén se alistaron y pocos minutos después abordaron el tren.

Martha se sentó en el último coche, lejos del ruido de la parte frontal. Puso su pequeña maleta en la estructura metálica sobre los asientos y se sentó justo debajo, junto a la ventana.

El tren rápidamente tomó velocidad y una pequeña pantalla empezó a listar las próximas paradas: la de Martha era la última, lo que hacía que el viaje durara unas 2 horas. Había 3 paradas antes, la próxima a unos 45 minutos.

Un par de asientos fueron ocupados pero no se podía decir que el tren estuviera relleno ni mucho menos. De hecho, en el grupo de cuatro sillas donde estaba Martha, no había nadie más.

De un bolso que tenía en el hombro, la mujer de 30 años sacó una tableta electrónica y empezó a leer un libro. Lo había dejado en la mitad, oportunamente cuando la joven heroína se disponía a viajar en el Orient Express.

Cuando llegaron a la siguiente parada, Martha se había aburrido de leer y había empezado a jugar un juego de colores y esferas y demás. No era una opción ver por la ventana ya que todo estaba sumido en la oscuridad, así ahora las luces de la estación iluminaran un poco el panorama.

Fue en esa estación que un hombre, tal vez cinco años mayor que ella, se sentó en el asiento de enfrente. Ella apenas lo miró por encima de la pantalla de su aparato cuando el hombre guardaba su maleta y se sentaba, él sí mirando por la ventana, hacia la oscuridad.

Martha se aburrió rápido de su juego y, por primera vez, miró a la cara de su compañero de viaje, que miraba las luces lejanas de alguna ciudad.

 - Guille?

El hombre se incorporó, como si acabara de despertarse de una siesta. Miró a Martha fijamente, entrecerrando los ojos y finalmente su cara formó una sonrisa.

 - Tata?
 - Sí, soy yo.
 - No te reconocí cuando subí.
 - Nadie pone mucha atención en los trenes - dijo ella, riendo tontamente.

Esto último no sabía porque lo hacía. De pronto se acordara de aquella época, en el colegio, en la que había coqueteado con Guille en su último año y se habían dado un beso el último día de clases, sin verse uno al otro nunca más.

 - Que has estado haciendo? No nos vemos hace mucho.

Él también recordaba el beso. Siempre le había gustado Martha pero nunca tuvo el coraje de decírselo en el colegio.

 - Pues trabajo como corredor de bolsa.
 - En serio? Debes ganar mucho dinero.
 - No me puedo quejar.

Guille se había divorciado hacía unos pocos meses e iba de camino a ver a sus hijos, que ahora vivían con la madre.

 - Y tu?
 - Voy de camino a ver unos inmuebles. Trabajo en una inmobiliaria.
 - Divertido, no?
 - A veces. Se conoce mucha clase de gente.

Ese mismo día, más temprano, Martha había entregado las llaves de una casa a una pareja bastante extraña: habían hecho preguntas del tipo "estas paredes son gruesas de verdad o se oye a través" o "el piso es fácil de limpiar".

De pronto había aparecido un hombre de la empresa ferroviaria, revisando los boletos. Martha y Guillermo le habían dado sus billetes y el hombre los había recibido alegremente, con una sonrisa e incluso una broma.

  - También te bajas en la última parada? - preguntó Guille a Martha cuando el revisor había dejado el coche.
 - Tu igual?
 - Sí. Que raro no?

Ambos estaban felices por esta coincidencia. Sentían que había algo que no se había terminado de cerrar cuando habían estado en el colegio y cada uno por su lado sabía que no había mucho que se los impidiera.

 - No estás casada...
 - Disculpa?
 - Lo siento, noté que no tienes argolla.
 - Tranquilo. Sí, no estoy casada. Nunca me casé de hecho. Tu?
 - Divorciado

Y esa pregunta desencadenó una larga conversación sobre las relaciones humanas y lo difícil que era ajustarse a otro ser humano, a veces tan diferente y otras veces tan parecido.

Martha recordó pero no habló de su más grande amor, un joven en la universidad que la cambió por una chica más bonita, de un día para otro. Guille recordó a su ex esposa y sus constantes discusiones.

La charla se alargó tanto que siguieron hablando de ello cuando el tren por fin se detenía en la última estación. Cuando salieron del vagón, caminaron juntos a la salida de la estación y rieron recordando anécdotas colegiales mientras esperaban el autobús respectivo.

La verdad era que Martha usaba otra línea de autobús, diferente a la de Guille, pero él había propuesto ir a comer algo y la vida de la mujer ya era muy monótona y negarse a una invitación como esta hubiera sido una tontería.

Mientras comían una hamburguesa, ambos pensaban en las posibilidades que la vida les ofrecía. Después de todo, coincidir en un tren parecía sacado de una romántica película del pasado.