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jueves, 24 de marzo de 2016

Muerte de la madre

   El pequeño auto blanco se detuvo a un costado de la vía interna del cementerio, al lado de un gran árbol que se inclinaba sobre la vía haciendo sombra y dejando caer sus hojas secas encima.

 El primero que salió fue Ricardo y luego siguió Alex, este muy cabizbajo y con los ojos bastante rojos. Tenía en sus manos un pequeño arreglo floral pero casi lo deja caer al suelo cuando salió del auto. Afortunadamente, Ricardo había dado ya la vuelta y atrapó las flores antes de que se estrellaran contra el piso. Le preguntó a Alex si estaba bien y este solo asintió. Era evidente que mentía pero no podía obligarle a volver a demorar mucho más el proceso. Al fin y al cabo habían venido para afrontar las cosas y no para seguir huyendo.

 Cuando Alex hubo salido por fin del carro, caminaron unos cuantos metros sobre el césped del lugar. No todas las tumbas tenían flores y a algunas ya ni se le podían ver los nombres de los difuntos. El viento y el agua los habían borrado con el tiempo. Algunos tenían flores muy bonitos, casi recién cortadas, pero otros no tenían nada o, lo que es peor, solo ramilletes de flores podridas y grises, que hacían que el lugar se sintiese aún más triste de lo que ya era.

 Por fin llegaron al lugar indicado por la mujer de la recepción. Todavía no habían quitado la carpa que tenía el logo del cementerio, lo que quería decir que estaban ajustando todavía algunos detalles de la tumba. Ricardo se detuvo junto a una de las columnas de metal de la carpa y Alex solo se dejo caer al suelo húmedo. La lluvia que caía ligera persistía desde hacía unos tres días.

 Alex rompió en llanto. Empezó a decir cosas pero no todas las entendía Ricardo pues las decía media voz, interrumpido por su sollozo que cada vez era peor. En un momento parecía que no podía respirar y Ricardo dio un paso adelante pero Alex, sin darse la vuelta, lo detuvo con un gesto de la mano. Ricardo devolvió el paso y vio a su esposo, desde hacía solo unos días, llorar sobre la tumba.

 Luego, sí se le entendió muy bien lo que decía. Le pedía disculpas a su madre por haberse casado en secreto, por haber huido y por haber peleado con ella tantas veces. Se disculpaba por su actitud en varias ocasiones y pedía que por favor le dijera que lo perdonaba. Eso era obviamente imposible pero Ricardo, que no era creyente, no dijo nada. Además las palabras de Alex también lo herían un poco pero sabía que no se trataba de él si no de muchas otras cosas que tal vez ni entendiese pues esa mujer que estaba allí enterrada no era su madre sino la de Alex.

 La lluvia arreció y Ricardo tuvo que acercarse más a Alex para no mojarse. Esta vez no lo detuvo. Ya no lloraba con fuerza, más bien en silencio, casi acostado encima de la tumba. Apenas se escuchaba su respiración accidentada, su nariz ya congestionada por las lagrimas y por el clima que no hacía sino ponerse peor. Ricardo tuvo que tocarle el hombro y preguntarle si estaba bien. Alex, de nuevo, solo asintió. Se echó la bendición y dijo una oración en voz baja. Momentos después, corrían al carro y se metían rápidamente.

 Ricardo empezó a conducir sin saber muy bien adonde ir. Y aunque le preguntó a Alex, este no decía nada. Miraba a un punto lejano más allá de la ventanilla y de la lluvia y no parecía capaz de dar una respuesta que tuviese sentido. Así que Ricardo salió del cementerio y se dirigió hacia el hotel donde se estaban quedando. Era extraño alojarse en un hotel cuando estaban en su ciudad natal, pero con la muerte de la madre de Alex, todo los había cogido por sorpresa. Habían tenido que llegar sin avisar a nadie y a muchas personas era mejor ni avisarles que estaban allí.

 En el camino, Ricardo trató de hacer charla, comentando lo bonito que era el carro y lo barato que había salido su alquiler. Él nunca había hecho eso y le parecía muy curioso. Pero Alex no decía nada, ni siquiera parecía que estuviera allí con él. Solo cuando se dio cuenta para donde iban fue que dijo tan solo dos palabras: “Tengo hambre”.

 Estaban en un semáforo y afuera ya estaba diluviando a Ricardo lo cogió esa afirmación por sorpresa. Imaginó que Alex quería comer algo fuera del hotel, o sino no hubiera dicho nada. Así que trató de recordar todo lo que conocía de camino al hotel y entonces le llegó la imagen de un restaurante con el que había ido varias veces con sus padres. Estuvieron allí en unos diez minutos.

 Alex seguía sin muchas ganas de nada pero al menos parecía menos pálido que antes. Ricardo le puso un brazo encima y lo acarició, terminando con un beso en la mejilla. Alex se limpió una lágrima y no dijo ni hizo nada.

 Adentro del restaurante se sentaron junto a la ventana y siguieron viendo como la lluvia caía por montones. Se oía el rumor del viento, que parecía querer romper el ruido de volumen tan alto que salía del restaurante. Había bastante gente y había sido una fortuna encontrar una mesa. Ricardo empezó a leerle el menú a Alex pero este en cambio empezó a hablar, mirando la ventana.

 Decía que su madre, desde que era pequeño, le había dicho lo que soñaba para él: una vida típica con una esposa hermosa y devota y un trabajo de “hombre”. Tal cual lo decía. Y desde temprana edad él sabía que había muchas cosas mal con lo que ella decía pero nunca le dijo nada. Al menos no hasta que lo encontró a los quince años besando un chico en frente de la casa y le gritó que era su novio.

 Alex explicó que para entonces ya peleaban todos los días. Su relación nunca había sido buena, en ningún aspecto, y la única manera en que se comunicaban era gritándose y respondiéndose de la peor manera posible. Alex dio algunos ejemplos de los insultos que usaban y Ricardo no pudo evitar sonreír pero dejó de hacerlo pronto pues Alex parecía determinado a seguir hablando.

 Recordó que su padre siempre había sido el segundo al mando de su hogar y cuando murió, pues no cambió mucho. Fue duro perder un padre justo cuando se empieza a ser hombre. Alex supuso que eso no había sido muy bueno para él y que la sola presencia de su madre y hermanos no había sido suficiente. Además, lo admitía, ir a la iglesia todos los domingos de su vida no aminoró la culpa de lo que hacía.

 Le admitió a Ricardo, mirándolo por fin a los ojos, que por mucho tiempo sintió culpa y odio hacia si mismo. Se iba a ir al infierno y algunas veces, a los quince o dieciséis, bebía tanto que ya no le importaba el destino de su alma. Era feliz diciéndole a sus novios y amantes que el infierno los esperaba a todos.

 Justo en el silencio que siguió, llegó la mesera. Ricardo se demoró un poco y pidió lo que pensaba era lo más rico, así como dos jugos de frutas que hacía mucho no probaba. Apenas se fue, Alex siguió hablando, esta vez del punto clave: su matrimonio.

 Ricardo sí sabía esa historia: ellos vivían hacía un par de años en otra ciudad, en otro país lejano y allí se habían conocido. Les parecía gracioso que fuesen del mismo sitio pero se vinieran a conocer tan lejos. Durante ese tiempo la relación fue creciendo. Vivieron juntos y entonces vieron que el siguiente paso natural era casarse y lo hicieron. Ricardo no tenía a quién avisarle pues él nunca había tenido padres, solo amigos a los que llamo y que se entusiasmaron con la noticia. A Alex no le fue igual.

 Fue horrible escucharle repetir lo que le había dicho su propia madre y su hermanos. Ese fue otro día en el que lloró pero pareció recomponerse más rápidamente. Fue él el que decidió que se casaran lo más pronto posible. Alex agregó a su relato que su madre le había confesado, en la rabia del momento, que su embarazo no había sido deseado y que estuvo a punto de abortar pero el padre de Alex la detuvo justo a tiempo. Eso era lo que le carcomía la mente ahora y no lo dejaba en paz.

 Cuando la comida llegó, Alex apenas dejó de mirar por la ventana. Comía lentamente, como si estuviera a punto de morir. Entonces Ricardo se puso a pensar que podría hacer para mejorar esa situación e hizo lo primero que le vino a la mente, sin pensarlo.

 Casi tumbando el vaso de jugo, se inclinó sobre la mesa y le dio un beso a Alex en la boca. No pocas personas se dieron la vuelta para verlos pero eso no importó pues el efecto deseado había sido conseguido: Alex por fin dejó de mirar hacia fuera y miró a los ojos de Ricardo. Se besaron otra vez y se tomaron de la mano por el resto de la comida. Hablaron de otras cosas y, cuando ya se iban a ir, Alex rió  por un chiste tonto que había recordado Ricardo.


 Esa noche Alex lo abrazó con fuera y Ricardo estuvo seguro que Alex había llorado. Pero no dijo nada. Solo abrazó fuerte y besó su cuerpo, para que supiera que estaba allí, siempre.

domingo, 13 de marzo de 2016

Él no existe

   Me pasa seguido. A veces cuando veo a alguien que me gusta en alguna parte o a veces solo cuando mi mente se queda en blanco y no tengo nada en particular en que pensar. Mi mente se va yendo lentamente y entonces se forma siempre la misma imagen en mi mente. Bueno, no siempre es la misma ya que con el tiempo ha ido cambiando un poco pero lo básico siempre es igual: estoy yo y está él y no hay nadie más sino nosotros. A veces se trata solo de un beso y otras veces es un abrazo suave, que puedo llegar a sentir si estoy muy inspirado en el momento. A veces también puede ser hacer el amor o momentos antes o después de eso. Varía mucho y no sé de que dependa, probablemente de mi ánimo del momento y de la persona que imagine.

 Después es que la realidad me golpea en la cara y caigo en cuenta que nada de eso es verdad y que, en mi vida, eso ha pasado tan pocas veces que las puedo contar con los dedos de una mano y me sobran dedos. Claro, habrá quién diga que con dos veces que te pase eso en la vida es suficiente pero eso sería cierto si la segunda vez fuese más duradera o las dos. Pero en mi caso ni siquiera estoy seguro de haber sentido algo real alguna vez. La verdad es que no sé que he sentido ni que han sentido por mi, pues es difícil preguntar semejante cosa. Además las personas rara vez darán una respuesta real, si es que todavía se les puede preguntar. Y para mi el tiempo sí que pesa bastante. No es lo mismo una relación de tres meses que una de un año o más. No hay punto de comparación.

 Cuando voy por la calle o donde haya gente, pasa que también tengo esos pequeños momentos en los que imagino cosas. Pero lo divertido del cuento es que no me imagino en mi mente a la persona que estoy viendo en vivo sino que la transformo un poco, principalmente porque lo más normal es que no conozca la voz de la persona y mucho menos su personalidad y manera de ser. En mi mente siempre son amables y bastante cariñosos, de hablar suave y de modales impecables. Siempre se preocupan por mi y saben exactamente que decir para sacarme una sonrisa o para hacerme sentir mejor. Me los imagino perfectos o casi.

 A uno así no he conocido nunca. Puedo decir, y no quiero decir con esto que esté orgulloso, que he salido con muchos durante buena parte de mi vida. Y sí, confieso que no ha sido precisamente para buscar amor para siempre. Normalmente siempre empiezo al revés y sé muy bien que eso nunca termina bien. Es decir, eso nunca va a llegar adonde yo de verdad quisiera que llegaría. Si te acuestas con un hombre de entrada, el respeto se pierde casi al instante, así como el misterio y esa gana como de descubrir y tratar de ganarse a la persona averiguando como es y todo eso. Siempre lo he hecho mal y lo sigo haciendo.

 Me besan con suavidad, con tiempo, como si no importara nadie más sino nosotros. Me encanta que lo hagan así porque eso para mí quiere decir que hay mucho más que un interés rápido. Por eso en mi imaginación todos se toman el tiempo, todos dicen mi nombre y yo sé el de ellos. Siempre sé como son aunque a veces ni siquiera les veo la cara, sobre todo en sueños, y la verdad es que no sé de donde salen ni porqué. Pero no importa pues ahí están. O ahí está. Nunca he sabido si lo que imagino es a uno que puede ser muchos o a muchos que representan a ese único que quisiera conocer algún día. Supongo que la idea es que sea alguien tan especial que no sepa yo nada en absoluto. Así que no me molesta si no entiendo todo.

 El otro lado de las cosas es que, en la realidad, los chicos siempre se interesan en otro tipo de hombres para salir y esa es una verdad del mundo de los hombres que les gustan los hombres. Si alguna vez se lo preguntaron es igual que entre hombres y mujeres: hay unos que invitarías a casa a presentarle a tu mamá y hay otros que nunca dejarías que se acercasen, ni siquiera a tus amigos. Eso es así con todo el mundo. Y yo, y no es por hacerme la victima, siempre he estado del lado de esos a los que nadie quiere que conozcan. Bueno, al menos en casi todos los casos porque también he conocido un par de madres. Lo malo es que, con el tiempo, se revela que no era yo el tipo de persona para aquello entonces soy yo mismo el que me pongo en el grupo de los que están solo por un tiempo.

 Antes de dormir me sucede mucho, que pienso bastante en el tema. A veces es sexual pero a veces, si hace frío, me imagino unos brazos a mi alrededor, el sentir de una piernas entrelazadas con las mías y entonces sonrío aunque no haya nadie. Para mi ese es el punto fuerte de una relación, el momento en el que se comparte algo tan intimo como la cama, que para mi siempre ha sido algo tan personal. Además creo que es algo que imaginamos todos en algún momento, sin importar quienes seamos. Porque querer compartir un momento como ese, de palabras susurradas y calor compartido, creo que es algo que todos idealizamos y nadie deja de pensar.

 Irónicamente, yo jamás he dormido con nadie. Es decir, nunca he pasado la noche a dormir en la cama de nadie. Esto tiene una simple explicación: como dije antes, soy de los que no presentas a nadie y como uno de estos pasa seguido que me piden que me vaya o simplemente me dan ganas de irme porque se siente todo muy incomodo cuando ya ha terminado. Así que ni siquiera hay necesidad de decir nada. Solo coge uno sus cosas y se va, sin más. Confieso que me encantaría quedarme toda una noche con alguien pero entiendo que eso requiere algo que nunca he conocido y es alguien al que de verdad le gustes y que no tenga problemas de ningún tipo. Y que de paso tu tampoco los tengas. Se requiere algo de madurez.

 Por eso todo lo que imagino suele pasar en un futuro próximo, obviamente desconocido. Es un lugar muy bonito donde todo parece posible, donde todo es lo que yo quiero que sea y como quiero que sea. Ese futuro próximo me ofrece cosas que siempre he querido y no solo a aquella persona que me quiera sino también un trabajo ideal, un hogar bonito, incluso una mascota que nunca he tenido y tal vez ni vaya a tener. Por eso cuando me imagino con él, nos imagino en ese lugar solo para nosotros. Ya no se trata de encuentros fugaces o de momentos. No quiero tener solo pequeños fragmentos que no sirven de nada por si solos. Quiero tener algo más sólido y real y por eso mi mente me lleva a un mundo complejo que sé es irreal.

 Porque la realidad es que no tengo mucho para ofrecer. De hecho, hace poco decidí no tener como prioridad el buscar o encontrar a nadie para tener una relación. Es cómico, pues esa decisión no cambió en nada mi situación ni mi vida ni como pasaban las cosas, principalmente porque no era que tuviese muchas opciones o que saliera mucho y conociera gente o cosas así. Fue solo una decisión porque estaba cansado, frustrado de que siempre todo sea para los demás y nada sea para mí. Fue un momento en el que pensé: “Creo que merezco eso y más. Y no tengo porque conformarme con lo poco cuando sé que merezco lo mucho”. Como dije, no me ha servido de nada pero al menos creo que ahora tengo una visión algo más madura del tema. No estoy cerrado ni abierto. Solo estoy.

 Veces incluso hablamos. Hablo con ese ser imaginario que está dentro de la misma clasificación que un unicornio o el ave fénix. Y él me responde y me toca como si yo le gustara. Y me gusta y casi me hace llorar, por razones que conozco muy bien. Porque esa persona lo que hace es reforzarme, viene a apoyarme y a decirme las cosas que nadie nunca me ha dicho con honestidad. Obviamente sé que yo lo controlo todo, siendo mi imaginación, pero es difícil no emocionarse al imaginarse a semejante ser humano. Es perfecto en todo sentido. O al menos lo es para mí y creo que eso es lo que cuenta.

 Pero nadie es así. Y si lo es, no es conmigo. Me gusta la fotografía y me la paso viendo fotos de todo un poco y cuando veo esos chicos que son el estereotipo de chico que todo el mundo busca, me doy cuenta que terminando desarmándolos y veo que detrás no hay nada pues no me creo por un momento que alguno de ellos se pudiese acercar a mi con intenciones de las que ocurren en mi mente. Simplemente no he avanzado tanto para tener esa clase de confianza en mi mismo, que de hecho no es confianza sino sería para mí mentirme sin tapujos. Y para qué decirme mentiras? No me serviría de nada y yo lo único que quiero es que alguien se fije en mi existencia. De ahí en adelante, ya veremos.


 Por ahora lo tengo a él. Que me deja abrazarlo, que huele levemente a duraznos en el cuello y que tiene los pies fríos y me gusta calentar. Él no existe, no es real. Pero, por ahora, es lo que tengo. Y lo amo por eso.

domingo, 28 de febrero de 2016

Eras tú

   Estabas de espaldas y por eso no fue fácil reconocerte. La clave fue reconocer el suéter que tenías puesto, el que compraste ese día que fuimos juntos a comprar ropa. Ese día, tu no parabas de hablar y creo que era una manera de decirme que no querías hablar de lo otro, de nuestra inminente separación. No entendías, ni tratabas de hacerlo, que yo no me iba por decisión propia. Al fin y al cabo éramos niños todavía. Estábamos entrando a la adolescencia pero tu de eso no querías saber nada. Querías que me quedara y tu manera de decirlo fue hablar y hablar y hablar, pues si seguías sin parar yo no tendría oportunidad de escapar de ti. Eras joven y no entendías que eso no era amistad, era algo distinto.

 Ese día me pediste todo el día y te lo concedí. Me hablaste de tus planes a futuro, como si fueras un gran empresario, y me explicaste que el negocio del yogur helado era cada vez más rentable. No sé si te diste cuenta pero yo sonreí varias veces pero no porque me dieras ganar de reír sino porque te admiraba de verdad. Estabas convencido de todo lo que decías, lo anunciabas todo con tanto empeño y claridad, estabas seguro de tu futuro éxito y querías que todo el mundo supiera. Sin embargo, creo que no te dabas cuenta que también era obvio que te sentías solo, que tu casa no era el lugar donde te gustaba estar y que cuando me besaste al despedirnos sentí tus labios temblar.

 Eras un niño en esa época y hoy lo sigues siendo. Cuando me miras de frente, por fin, sé quién eres pero tu no te acuerdas de mi. En tus ojos no veo ninguna chispa, ningún asomo de asombro o de sorpresa. Están apagados pero tan brillantes y grandes como siempre. Los tienes un poco cansados, debe ser por el trabajo porque te convertiste en ese hombre de negocios que siempre quisiste ser. No me sorprende que hayas seguido tus sueños, pues siempre tuviste empuje, siempre quisiste más de todo. Tu ambición por ser mejor la reconocí en ese tiempo y ahora me haces ver que no me equivocaba.

 No me reconoces y lo entiendo. Sabes que me fui hace tanto tiempo y que lloraste y estuviste mal por muchos meses hasta que te diste cuenta que la situación no iba a cambiar por mucho que dejaras los ojos en la almohada. Éramos niños cuando nos conocimos pero creo que fuiste el primero en convertirse en hombre y lo hiciste cuando me dejaste en el pasado. Tu vida después, no me la sé muy bien. Sin embargo, nunca supiste que eras observado por ojos que sabían que habías sido mi mejor amigo y ellos me informaban, cada mucho, como estabas y que hacías. Si tu supieras todo esto de pronto te escandalizaría, te asustarías y saldrías corriendo de mi presencia. Y sin embargo me das la mano y me hablas de tu negocio y no parece que sepas quién soy.

 Tu no sabes que cuando cambié de ciudad, en ese entonces, también cambié de vida y de manera de ver el mundo. Tu lo pasabas bien, lo supe. Tuviste varias novias y eras un galán con todas las chicas del colegio. Te convertiste en un casanova y, en palabras de otros que no nombraré, en el chico más guapo de nuestra secundaria. No supe más de ti hasta la graduación. Salías sonriente, feliz, en la foto que te tomaron a la salida de la ceremonia. Nunca supiste que la mía fue un año después, ya que tuve que repetir un año escolar por bajo rendimiento. Fue así que dejaste de estar en mi vida, ya no eras alguien de quién quisiera saber nada pues estábamos ya muy lejos y muy adelante para alcanzarte, si es que de eso se trataba. Dolió mucho pero creo que tu, mejor que nadie, lo entenderías.

 Y ahora estás aquí. Me hablas de cómo quieres expandir tu marca por toda la ciudad. Ya tienes tres ubicaciones de tu famoso yogurt helado, con el que revolucionaste el comercio local y ahora quieres hacerlo más grande y mejor. Viniste a esta firma de publicidad y te encontraste conmigo pero no sabes quién soy y, ahora, viéndonos todos los días, no veo cambio en tus ojos y sé que simplemente esos tiempos quedaron en el pasado. Me pasas informes y propuestas y te explico que puede ir bien para tu producto y para el tipo de comercio que buscas tener. Me miras a los ojos y me hablas, con una pasión que me hace sentirme abrazado, del esfuerzo que te ha tomado construir tu pequeño imperio y de las grandes ambiciones que tienes para él. Me preguntas si es posible y te digo que todo lo es.

 El contrato de asesoría es por un año y se puede renovar si el cliente lo desea. Ya han pasado seis meses y tu no pareces querer renovarlo. Sí, también pienso que ya tienes suficiente y que podrías lanzarte a la aventura así nada más pero tienes que saber que me encantaría seguirte viendo dos veces a la semana. Me hablas y me hablas, como ese último día y no tienes ni idea. En tus ojos no hay indicio, ni en tu cuerpo ni en tu voz ni en ninguna parte. No sabes quién soy y duele mucho pues eres una visión de un tiempo más fácil, de una época más fresca y menos difícil. Eres casi como un espejismo que no quiere desaparecer.

 Otro mes se evapora y casi quisiera que rogaras por la renovación del contrato. Debes saber que se haría en un abrir y cerrar de ojos, de manera rápida y especial solo para ti. El otro día, no sé si te fijaste, me cogiste la mano para enseñarme como dibujar el logo de empresa. Si alguna vez has visto un rojo tan brillante en tu vida, dímelo.  Al parecer tampoco notaste mis palpitaciones y como mi mano empezó a sudar ligeramente.  Tenías un desastre ambulante en frente y no te diste cuenta. Hubieses podido decir algo justo entonces, hubieses podido sorprenderme con alguna revelación fantástica pero no hiciste nada. Solo me hiciste dibujar y luego te alejaste.

 Es difícil. Los días pasan tan rápidamente como si alguien los quemara en las hornillas de la vida y todos ellos se convierten en un polvo que nadie puede retener. Todo va tan rápido, todo se mueve tan deprisa que creo que incluso tu quisiera que el mundo se detuviese por un momento para poder respirar y ver el entorno. Incluso tu quisieras caminar descalzo por un prado, en la parte alta de una colina, y ver el campo desde allí. Incluso tu quisieras ver la calma de lo que alguna vez fue o lo que pudo haber sido. Lo último es menos probable, seguro eres menos susceptible al pasado que la mayoría, porque te ves fuerte, con una voluntad férrea que encanta y a la vez intimida un poco. Sabes que eres cautivador, es fácil darse cuenta de ello. Te queda mucho todavía de aquel joven casanova.

 Solo falta un mes y el contrato se termina. Los últimos días se ponen lentos, como si el tiempo mismo quisiera torturar a las almas perdidas, a aquellos que no saben si arriba es arriba o abajo es abajo. Ese cambio de ritmo casi duele en los huesos y es entonces que por fin aparece una señal en tus ojos. Pero no es la que se buscaba. Es un brillo de tristeza, de miedo. Uno de esos días, de los últimos, me confiesas que temes que todo fracase, me confiesas que tu miedo es por tu empresa, por los años que has trabajado por todo lo que tienes y que tal vez pueda desaparecer en cualquier momento. Dices estar feliz con lo logrado pero también que no quieres perder ninguna parte de la esencia de lo que eres al crecer, al expandir lo que requiere más espacio para crecer.

 Sientes una de mis manos sobre tu hombro y escuchas, con calma, como  tu empresa va a ser un éxito en el mercado. En apenas una semana se acaba nuestro contrato y escuchas como los planes que hemos estado elaborando ya están dando sus primeros frutos. Todo está listo para que crezcas, para que sepas lo que es ser un empresario envidiado, exitoso de verdad. Escuchas, sonriendo, los ánimos y buenos deseos que la compañía tiene para ti, pero no escuchas nada que venga de mi porque eso no importa. Sientes que la mano se retira y la conexión se rompe. Aunque no lo del todo, pues en ese preciso momento me miras y sabes quién soy. Lo sabes todo y puede que lo hayas sabido desde siempre. Tus ojos se ven como cuando éramos jóvenes y por un momento eres ese niño con una idea y con una ambición más grande que el cuerpo.

 El contrato termina. Cada uno por su lado. Tu te vas a tus cosas, a tu empresa y a tus planes de comerte el mundo. No lo sabes pero serás un gran personaje, uno de esos pocos que la gente de verdad admira y respeta. Ya eres una persona querida pero lo serás mucho más. Y no sabes que una de esas personas que te quiere estuvo tan cerca de ti todo este tiempo.


 Pero a decir verdad, yo a ti no te quiero. Porque creo que siempre te he amado.

viernes, 26 de febrero de 2016

Adicción

   Nunca hubo una razón en especial pero siempre terminaba pasando lo mismo, tanto así que tuvimos que ir a una profesional para saber si todo marchaba bien. Era preocupante que siempre cayéramos en el mismo vicio, casi a las mismas horas todos los días pero siempre de modos diferentes. La verdad no era algo que buscáramos, ninguno por su lado ni ambos por un acuerdo mutuo. No había nada de eso. Lo explicábamos así: como empezamos de manera clandestina, pues siempre teníamos un cierto miedo, un apuro particular y por eso la costumbre nunca se nos quitó. Alguna gente lo sabe y no le importa, algunos otros lo saben y nos miran como bichos raros. Y otros más no lo saben ni lo van a saber nunca porqué son cosas privadas al fin y al cabo.

 El caso es que, como le confesamos a la psicóloga, creemos ser adictos al sexo. Así de simple y claro. No, no estamos orgullosos de serlo. Sería lo mismo que estar orgullosos de ser diabéticos o de que nos gustara los espagueti a la boloñesa. Pero la verdad es que tampoco nos sentíamos mal por ello y la doctora nos dijo que posiblemente no hubiese nada malo con nosotros. Nos miramos a los ojos y no sabíamos si soltar una carcajada o echarnos a llorar. Bueno, al fin y al cabo ella ni nos conocía, ni sabía como éramos cada uno por su lado y en pareja.

 Le contamos cómo empezó todo. Trabajábamos juntos, en la misma oficina. Eso se acabó hace unos meses pues nos dimos cuenta que la gente empezaba a hablar y que el clima social se iba a poner muy pesado por lo que habíamos hecho. De nuevo, no era algo que nos enorgulleciera pero habíamos empezado como una pareja clandestina. Al comienzo nos caíamos mutuamente mal. Hasta nos echábamos miradas de odio cada cierto tiempo y evitábamos la presencia del otro. Pero un buen día al ascensor del edificio se le ocurrió averiarse y nos quedamos solos. Ambos pensamos que nos iban a lanzar a la garganta del otro y sí fue así pero no exactamente. Cuando salimos de ese ascensor nuestra visión del otro era completamente distinta.

 La psicóloga parecía estar a punto de reír pero retrajo su sonrisa cuando le explicamos que cada uno estaba en una relación por su parte y que empezamos a vernos a espaldas de personas que queríamos pero ya no amábamos como antes. Su expresión se endureció y, como una profesora de jardín de infantes, nos preguntó porqué lo habíamos hecho. Le dijimos que no había sido planeado pero que tampoco lo habíamos podido evitar. Las cosas eran como eran y no pudimos quitarnos las manos de encima del otro. Simplemente había un magnetismo, una fuerza más allá de nuestras capacidades que nos acercaba y nos hacía sucumbir a nuestros más bajos instintos. De nuevo, hay que decir que no estábamos orgullosos pero definitivamente estábamos felices.

 Entonces la doctora preguntó por cuanto tiempo habíamos mantenido nuestra relación en secreto. De nuevo nos miramos, pero esta vez fue con vergüenza, bajando la cabeza pero tomándonos las manos y apretando para darnos fuerzas mutuamente. Respondimos que fue todo un año, un año que, a decir verdad, fue fantástico. No solo nos enamoramos perdidamente sino que lo hacíamos en todas partes, incluso en la misma oficina. No podíamos decir que habíamos sido como conejos, eso sería incluso grotesco. Pero es justo decir que habíamos intentado quitarles el trono en el reino de los animales en celo.

 Nuestras parejas se enteraron casi al mismo tiempo y cuando eso sucedió no hubo tanto trauma y tanto drama como podía haber habido. Tampoco fue que todo fuera color de rosa pero hablando las cosas se solucionan y eso hicimos. Hablamos y ellos se dieron cuenta que las relaciones estaban ya muertas o por lo menos agonizando. Se habían acostumbrado tanto al rigor de la rutina que ya nada era emocionante y por eso nuestros escapes al deposito de materiales de la oficina eran como inyección de adrenalina que entraba directamente a la sangre y al cerebro con la fuerza de un ejercito.

 Sí hubo peleas, argumentos y discusiones. Pero no pasó de ser una semana pesada, de esas en que no se duerme ni se vive como una persona normal. Y suena mal pero nos teníamos el uno al otro. No dormíamos pero lo hacíamos en la misma cama, no cerrábamos los ojos pero nos hablábamos al oído y nos dábamos animo. Sí, también tuvimos mucho sexo y posiblemente fue muy bueno pero la conexión que establecimos fue tan importante que el sexo se convirtió entonces en solo una parte del todo, de toda esa gran estructura que llamamos amor.

 La mujer, sin explicación alguna, se secó una lágrima con un pañuelo. Al parecer la habíamos emocionado y ni nos habíamos dado cuenta. Pero volvimos al tema central de la visita: nuestra vida sexual. Empezó a ser aún más emocionante y mejor después de nuestras respectivas separaciones y de ahí en adelante fue sorpresa tras sorpresa y la verdad es que teníamos pocos limites, mejor dicho, teníamos aquellos limites que toda persona sensata y responsable tiene pero el resto de barreras las quemábamos todas juntos. Había fines de semana que no salíamos de casa porque como ya no trabajábamos juntos pues no había sexo en la oficina y lo compensábamos con maratones increíbles en una cama que era básicamente solo el colchón pues estábamos conscientes del ruido que hacíamos.

 La doctora tosió, interrumpiendo nuestro discurso, que parecía también tener una energía en constante aumento. Se disculpó y fingió que no había sido a propósito sino solo algo del momento. Continuamos.

 Compramos cuanto juguete se nos ocurrió, vimos algunas películas aunque la verdad teníamos más que suficiente con el otro en la cama. Bajamos aplicaciones en el teléfono que nos aconsejaban intentar posiciones nuevas y solo no deteníamos en un momento de la noche para comer algo, recargar baterías y, si acaso, estar un tiempo separados el uno del otro, así fuera por algunos metros. El descanso podía ser de hasta dos horas, pues era lo necesario para pedir un domicilio, esperar a que llegara (aunque a veces utilizábamos ese tiempo), recibirlo y comer.

 La doctora interrumpió de nuevo pero esta vez con una pregunta. Quiso saber si hablábamos mientras comíamos o si solo comíamos y ya. Le respondimos, un poco extrañados, que siempre hablábamos. Incluso durante el sexo no todo eran gemidos y gritos y palabras obscenas. Algunas veces estábamos con la situación tan controlada que podíamos compartir ideas, anécdotas del día que habíamos tenido o noticias que habíamos escuchado en alguna parte. Lo mismo hacíamos cuando comíamos, incluso nos tocábamos las manos y nos mirábamos a los ojos. Eso mismo hicimos en la oficina de la doctora, solo que también hubo una sonrisa y un brillo especial en nuestros ojos.

 Ella entonces preguntó que nos gustaba más del sexo? Las palabras que salieron de nuestras bocas se atropellaron unas a las otras pues respondimos al mismo tiempo. Con diferentes palabras, habíamos dicho exactamente lo mismo. Esta vez nos quedamos mirándonos las caras, un poco asustados pero más que todo apenados. Lo que habíamos dicho era simplemente que lo mejor de tener sexo era complacer al otro. La doctora pidió que elaboráramos sobre eso. Cada uno dio sus razones pero en concreto se trataba de que nos gustaba ver al otro feliz, ver al otro sentir placer y hacerlo sentir mucho más que bien. Eso era lo que preferíamos. No tanto hacerlo en un sitio o en otro o con mucha o poca frecuencia.

 Ella dio dos palmas solas y nos miró, feliz. Tenía una sonrisa tan grande en la cara que daba un poco de miedo y tuvimos que tener valor y preguntarle porque estaba feliz. Nos tomó de las manos y no explicó que la gente que solo busca tener sexo, quienes de verdad están obsesionados con ello, normalmente no sienten lo que sentimos nosotros. Buscan el placer efímero en el acto pero no complacer a nadie y es muy frecuente que no amen a la persona con la que comparten esos momentos. La doctora se puse de pie y nosotros también. Nos abrazó, cada uno por su lado, y dijo que no había nada que temer. Éramos una pareja envidiable, en sus palabras, y la única recomendación que nos hacía era tratar de hacer otras actividades que también tuvieran el mismo fin, el placer, para variar las cosas y no aburrirse.


 Eso fue lo que hicimos. Empezamos a jugar tenis, cosa difícil pues uno de nosotros no era muy deportista que digamos, y también nos propusimos hacer pequeños viajes cada cierto tiempo para compartir otro tipo de vida y no solo la de nuestros hogar. Pero lo cierto es que nos amábamos y que cuando nos mirábamos de una manera especial y nuestras manos, piernas o dedos se encontraban, teníamos el mejor sexo de nuestras vidas y de la vida de muchos otros. “Hacíamos el amor”, dicen que es mejor decir. Pero creemos que el sexo es también una hermosa palabra.