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lunes, 20 de junio de 2016

La felicidad no existe

   No creo que la felicidad sea gratis. La verdad que no. Todo el mundo habla hoy en día de cómo las cosas llegan y como todo se supone que tiene un tiempo y no sé que más cosas. Para mí, todo es una mentira. Ese cuento que no han metido en el que siendo uno mismo se logra todo simplemente no es cierto. Esa historia que cuenta que la belleza interior es lo que cuenta, es pura mentira. Todo es falso en este mundo en el que nos hemos esforzado por parece mucho mejores de lo que somos.

 Detestamos mirarnos al espejo y ver un monstruo que nos devuelve la mirada. Nos indignamos con lo que pasa en el mundo y jugamos a que no entendemos, a que todo se sale de nuestra comprensión, que el mundo está loco y nosotros solo somos pobres victimas, vacas que miran el tren pasar sin poder hacer nada para detenerlo. Fingimos interés, incluso al nivel de dar nuestro tiempo y dinero para que los demás vean que en verdad nos preocupan las cosas.

 Para mi todo tiene que ver con la culpa pero también con el hecho de que todos sabemos muy bien de qué somos capaces. Cuando una persona mata a otra, en verdad no nos sorprende que ocurra. Después de miles de años de existencia, la raza humana no puede permitirse el lujo de no comprender un fenómeno tan humano como el homicidio. Pero tenemos que fingir sorpresa y hacernos los que no entendemos nada, porque si aceptamos nuestra parte más oscura, admitiremos que existe, le daremos fuerza.

 O al menos esa es la historia. Yo creo que es al revés, que cuando se reconoce lo que está mal, es cuando se le quita la fuerza o al menos se le puede manipular cuando uno quiera. Si admitiéramos las cosas horribles que hacemos, sería más sencillo acabarlas todas y dejarnos de hipocresías que no le sirven a nadie de nada. Tantas vigilias y tantos pesamos vacíos, que lo único que hacen es distraer, hacer que la gente pierda el hilo de lo que estaba pasando con todo.

 Pero a nadie le molesta. O al menos eso parece. A la gente le da igual que maten dos o cien más pero tienen que mostrarse indignados porque asociamos la falta de sentimientos con las características clásicas de un monstruo. No podemos dejar de pensar que cuando algo no nos afecta hasta el hueso, es que estamos hechos de piedra o, peor, que no somos humanos y no podemos llegar a sentir nada por otros.

 Esa es una exageración estúpida que generaliza lo que somos como seres humanos. Tenemos la obsesión de hacer de todos nosotros un estándar, de querer hacernos todos iguales cuando no lo somos. Nacemos diferentes porque nuestras condiciones lo son. Tratamos de borrar eso para que nadie crea que tenemos ventaja o desventaja, la ilusión de que todo está bien.

 El modo más actual de reflejar eso es a través de nuestros cuerpos. Es lo más visible, lo más fácil de detectar. Es por eso que el ser humano siempre se ha adornado y ha modificado su apariencia: a veces para asustar, otras veces para enamorar y otras para mezclarse con su entorno. Nos arreglamos, nos hacemos, cambiamos para que podamos entrar al canon que se esté usando en el presente. Porque lo que más tememos es salirnos del molde o bueno, eso es lo que temíamos, al parecer.

 En los años recientes ha surgido algo nuevo y es el orgullo por la diferencia. ¿Pero que tan real es? ¿Es de verdad orgullo o es simplemente una más de las tapaderas que usamos para fingir sentimientos que no tenemos, porque tenemos miedo de mostrarnos como somos en realidad? Personalmente me niego a creer que la mayoría de la gente esté tan cómoda consigo misma como parece.

 Todos seguramente responderán que, en efecto, no lo están. Y sin embargo caminan por la vida como si nada, como si a veces el mero acto de caminar no fuese un suplicio. Porque a veces lo es y creo que todos los sabemos. A veces salir al mundo, dejar de estar en los lugares en los que nos sentimos de verdad nosotros mismo, es difícil. Pero la mayoría lo que hace es disfrazarse, ponerse otra piel, más resistente, y caminar por el mundo diciendo que ha cambiado y que ahora todo es distinto.

 Yo no me lo creo. Y no me lo creo porque eso viene de las mismas personas que dicen sentirse felices con como son pero entonces de modifican porque solo así serán aceptados. Para poder avanzar no es necesario entonces aceptarse a uno mismo sino más bien aceptar que hay que hacer cambios que no tienen reversa para que el mundo pueda aceptarnos en sus extraños e hipócritas brazos. Hay pruebas de ello por todos lados.

 Alguien feo, porque la gente fea existe, que de pronto aparece y es perfecto, con un rostro impecable, obviamente intervenido, y un cuerpo envidiable producto de horas y horas en un gimnasio. De pronto vemos a esa persona que antes ignorábamos. No era que no lo viéramos pero decidíamos no hacerlo. Pero cuando hay cambios, es entonces que la gente empieza a cobrar importancia, empieza a ser más notable e interesante.

 Es por eso que ciertas personas con gustos comunes van a un lugar o a otro y es solo para mostrarse, para probar que están cambiando o ya han cambiado, que se han ido amoldando al modelo físico actual que será el mismo ahora y en setenta años.  Puedes aceptarte como eres pero es mejor si eres como todos quieren ser. Esa es la realidad del mundo.

 Solo hay que sacar la cabeza por la ventana y ver el mundo como es y no como uno o como los demás quieren que sea.  Es cierto que queremos que todos los seres humanos estén en paz y tranquilos, que todos nos aceptemos y nos amemos con nuestras diferencias, ignorando los cambios a los que nos hemos sometido y a los que incluso hemos sometido a otros. Lograr esa comunidad de personas felices, de personas que han logrado sus objetivos, es algo que es prioridad en nuestro mundo. De hecho no se trata de felicidad sino de saber amoldarse a la idea actual de ser feliz. Poco importa el sentimiento real.

 Antes mencionábamos el cambio físico pero también pueden haber otros cambios que hagan que la gente sea más o menos notable. Todo lo que tiene que ver con el esfuerzo es algo que hoy se premia. Se dan flores y se alaba a cualquiera que se parta la espalda por lograr algo. Claro que, para que todo sea más efectivo, debe ser una persona que también haya hecho cambios en lo físico y en su manera de ver el mundo.

 Hay muchos que han hecho esfuerzos en este mundo y nadie nunca les ha puesto atención. Eso es porque lo único que habían hecho era esforzarse y, por sí mismo, eso no es nada. Tiene que estar acompañado de un cambio integral y es entonces cuando todo el mundo empieza a erigir monumentos, a declarar que uno y otra son ejemplos para todo el mundo, porque la mentira no se sostiene sin ejemplos.

 Necesitamos a esas personas, a esos que han sido exitosos y que ahora dicen ser felices y lo pueden comprobar porque tienen cosas que nos lo indican. Es feo llamar cosa a la familia, pero eso podría comprobar el éxito. Lo mismo el trabajo, el cuerpo e incluso el discurso. Eso es lo primero que se cambia cuando se empieza uno a dar cuenta que quiere ser uno de esos ejemplos para el resto de la sociedad.

 Yo físicamente tengo demasiadas desventajas para taparlas todas al mismo tiempo. No me alcanzan ni las manos ni el cerebro. Y mi “comunidad”, o como se le de la gana de llamarlo, no recibe con brazos abiertos. Solo lo finge porque sin unión no hay nada y si no hay nada no se pueden lograr los cambios en los que parecemos estar de acuerdo. Sin embargo, el modelo físico está muy presente, claramente delineado.

 En cuanto a lo demás, es difícil porder impresionar o llegar a ser un ejemplo sin haber nunca tenido un día de trabajo, sin haber sentido el amor de una persona (el tipo clásico de amor) y sin sentir de verdad que soy feliz todos los días de mi vida. Yo no siento eso ni soy nada de eso ni creo que nunca lo vaya a poder ser.


 Yo solo vivo, respiro, camino, como, hago y duermo y todo lo demás, que no es mucho. Eso es todo. Y a veces eso es difícil para mi. Y cuando intento cambiar es cuando llega la fría daga de metal y la siento hundirse en mi costado, lentamente. Y me odio a mi mismo… De nuevo.

jueves, 7 de enero de 2016

Desnudos en el canal

   El agua estaba muy fría. Al fin y al cabo el invierno se acercaba, o al menos eso era lo que decían los periódicos y las noticias en televisión. Pero el invierno nunca había llegado tan tarde ni sería nunca tan breve. Sin embargo, para él, el agua estaba muy fría y sentía como si pequeños cuchillos se le clavaran por todos lados. No era una sensación agradable pero al menos no estaba solo: K estaba con él. Ambos estaban completamente desnudo y flotaban al lado del muelle moviendo los brazos y las piernas, lo que los hacía parecer pulpos no muy diestros en el arte del nado.

 Fue solo un choque de una mano con otra lo que desencadenó, por fin, una conversación. No habían dicho una palabra cuando salieron de la casa con toallas y solo sus trajes de baño. Tampoco dijeron nada cuando, como si se hubieran puesto de acuerdo (y nadie recordaba haberlo hecho), se quitaron los trajes de baño y se lanzaron al agua sin más. Pero cuando las manos chocaron sin querer, las palabras empezaron a salir de sus bocas.

 No se conocían bien y empezaron a preguntarse cosas de la vida, detalles que en verdad no tienen importancia y banalidades que son interesantes solo para el que las pregunta y a veces ni eso. A ratos detenían la conversación y nadaban de verdad un rato, aprovechando la amplia extensión de agua que tenían en frente, así como el día que era uno de los pocos que ambos tenían libres. Era un domingo y por razones que no vale la pena aclarar, los dos estaban allí y se quedaron hasta entrada la noche.

 Salieron desnudos del agua subiendo por una escalerilla el muelle. Allí, en silencio de nuevo, dejaron que el agua resbalara por sus cuerpo y la brisa fría de la noche los secara por algunos minutos. No había luz en esa zona así que solo se escuchaban la respiración. Sin embargo, era obvio que una tensión iba creciendo entre ambos. Había algo que crecía, que parecía respirar allí con ellos y que ellos dos conocían y no negaban en lo más mínimo. Todo esto sin palabras.

 Al rato se pusieron los trajes de baño, se secaron un poco con las toallas y se dirigieron al edificio que había cerca que resultaba ser un hotel. Pidieron las llaves de sus respectivas habitaciones y no se despidieron ni reconocieron a viva voz nada de lo que había pasado ese día. Tan solo se separaron y nada más.

 Sobra decir que ambos pensaron, esa misma noche, sobre lo ocurrido y soñaron (tanto despiertos como dormidos) con el otro. K soñó con él y él con K y fueron sueños simples pero agradables, de esos que no cansan sino que en verdad ayudan a descansar el cuerpo, a relajar la mente y a tener una noche agradable.
Al otro día, K se fue primero, muy temprano en la mañana. El lunes era festivo pero él tenía que estar con su esposa y sus hijos. Se sentía culpable, mientras desayunaba, y pensaba en ellos peor al mismo tiempo pensaba en él y deseaba que apareciera en el comedor en cualquier momento. Pero eso no pasó y K supo que era lo mejor. Apenas terminó de comer se dirigió a la recepción y pidió un taxi que lo llevase al aeropuerto. Cuando estaba abordando el taxi, él se despertó.

 El vuelo fue una tortura para K. Eran solo dos horas pero todo el tiempo estuvo pensando en esas horas en el canal, esas horas sin ropa y de frente a alguien que creía conocer pero del que de verdad no sabía absolutamente nada. Se habían conocido hacía tanto tiempo, en circunstancias tan tontas como el colegio, que era tonto pensar que en verdad supiera algo de la persona que tenía en frente. Más aún considerando que dicha persona no se veía nada igual a como era en el pasado. Él había conocido a un tipo encorvado, tímido, regordete y decididamente conservador en todos los aspectos posibles.

 El hombre que había tenido en frente en el canal no era ese. Y por eso en el avión se preguntaba, una y otra vez, si tal vez esa persona no había sido alguien más. De pronto había sido un desconocido siguiendo el juego y queriendo ver hasta que punto podían llegar las cosas. Pero no llegaron mucho más allá de estar desnudos juntos en un lago así que K se alegraba… O eso creía.

 Lo que sí le ponía una sonrisa autentica en la cara a K era ver los pequeños rostros de sus hijos. Era un niño de seis y una niña de ocho años. Los amaba como a nadie más en el mundo, más que a la madre que él quería pero que ahora dudaba amar. Pero ella no podía saberlo así que la saludó de manera tan efusiva como a los niños, haciendo una actuación que nadie podía considerar falsa o exagerada.

 Le contó a los niños de los canales y de lo aburrido que había sido trabajar allí en esos días pero que algún día los llevaría pues era un sitio hermoso para nada y pasar un día entero en el agua. Esto lo dijo pensando en él, pensando en su cuerpo y en la poca luz que los iluminaba al final del día. Después de decirlo se sintió algo culpable, por lo que rellenó su boca de comida y dejó que su esposa le contara todo sobre los chismes que tenía acumulados del fin de semana.

 Pero K no escuchó mucho de lo que ella decía. Su culpa había empezado a carcomerle el alma y le hacía ver que, aunque la quería, ya no la amaba como lo había hecho hacía tantos años. Ahora ella se convertía en otra desconocida y él, K, también.

 Cuando él se levantó ese lunes festivo, escuchó un automóvil arrancar bajo su ventana. Eso era porque su cuarto estaba ubicado sobre la recepción. Pero nunca hubiese podido saber que ese automóvil era un taxi y que dentro iba K. Pero lo más importante es que así lo hubiese sabido, no le hubiese importado.

 Desnudo como había estado en el lago, así mismo se había acostado la noche anterior. Había despertado con las sabanas por la cintura por culpa de la calefacción, que apagó después de salir de un salto de la cama. Se miró en un espejo que había colgado detrás de la puerta de la habitación y fue entonces que recordó el día anterior.

 Él no confiaba que K supiese quién era en realidad pero eso daba un poco igual. Al fin y al cabo habían cruzado miradas varias veces el sábado y ambos parecían convencidos de saber quienes eran y lo que esperaban del otro. K, para él, había sido el ideal cuando estaba en el colegio. Resultaba que él no era el chico encorvado sino otro, que se hacía notar mucho menos y que siempre había odiado a K por su facilidad con todo, desde las matemáticas hasta las mujeres.

 Odiar no es una palabra muy grande en este caso pues ese era el verdadero sentimiento, eso era lo que corría por la sangre de él cada vez que veía a K destacarse en algo, lo que fuera. Pero al mismo tiempo quería ser él o al menos estar cerca de él. Esta obsesión extraña no duró mucho porque, como todos los jóvenes, él cambiaba de objeto de deseo con mucha frecuencia, cosa que aprendió a controlar mucho después.

 Sin embargo cuando vio a K en el hotel, se dio cuenta que había algo entre ambos, algo extraño. Fue así que le escribió una nota para que lo acompañara a nadar y allí lo sorprendió quitándose el bañador pero K hizo lo propio casi al mismo tiempo, cosa que a él le encantó.

 La conversación en el agua fue perfecta. Tonta y simple, puede ser, pero ideal. Era obvio que había querido hacer algo más en ese momento, con ambos tan indefensos en más de un sentido. Pero algo le dijo que era mejor reservarse todo eso para otra ocasión, si es que alguna vez había alguna.

 Fue cuando se estaban secando en el muelle que, el brillo de la luna rebotó en el anillo que había en una de las manos de K. Y entonces él decidió no proseguir con lo ocurrido y simplemente olvidarlo. Por eso si lo hubiese visto la mañana siguiente, igual lo hubiese dejado ir sin decirle nada. Él igual soñó con él y se permitió volverlo objeto de su deseo por un tiempo, hasta que el recuerdo se gastó.


 Nunca se volvieron a ver pero siempre se recordaron. K nunca dejó a su esposa ni a sus hijos y él nunca salió a correr por nadie en su vida. Ambos eran muy parecidos en sus convicciones y lo sabían por sus respuestas a las preguntas que se habían hecho. Una de las preguntas que K le hizo a él fue si repetiría esa misma experiencia otra vez. Dijo que sí. Él le devolvió la pregunta y K le respondió con un si mucho más rápido y contundente.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Beso en la espalda

   Sentí su beso de todos los días en la espalda y luego como su peso dejaba la cama y se alejaba de mi. La verdad yo estaba muy cansado. El día anterior había tenido que trabajar como nunca y no había tenido tiempo ni de voltearlo a mirar. A veces sentía culpa, pues en esos días que debía entregar mi trabajo, siempre pasaba a ignorarlo y él debía de ver que hacía mientras yo escribía sin cesar y gritaba por el teléfono. Cuando las cosas eran al revés, él siendo el ocupado y yo no, jamás me dejaba de lado. Me pedía consejos y que le corrigiera todo lo que pudiera, así yo no supiera nada de informes inmobiliarios. Juan parecía siempre estar allí para mi pero yo rara vez para él. Cuando me despertó con el beso, no lo sentí medio dormido como siempre. Y quise levantarme y pedirle que no se fuera o al menos darle un beso de verdad de despedida pero no sé que me impidió hacerlo.

 Cuando me liberaba de mi trabajo, había demasiado tiempo de sobra y esta vez me la pasé pensando en mis errores. La verdad, tenía miedo de que algún día de estos ese beso en la espalda dejara de existir. Tenía miedo que Juan decidiera no volver o si acaso volver solo para decirme que no aguantaba más y que prefería cualquiera cosa a seguir viviendo así conmigo. En ese momento de susto, lo único que me quedaba era mejorar como esposo. Así que me puse a hojear por varios libros de cocina que teníamos, rara vez usados, y encontré una que creí ser capaz de hacer. Primero tenía que ir al supermercado a comprar los ingredientes pues no habíamos podido ir por culpa de mi trabajo. Me di cuenta que hasta nutricionalmente mi trabajo estaba afectando mi relación y mi cuerpo.

 En el supermercado aproveché para comprar cosas que a él le gustan como cereal de colores y un café especialmente aromático. También pescado, que yo odio pero el adora, y otros productos que compartimos a lo largo de la semana cuando, por coincidencias de la vida, los dos estamos desocupados. Sin duda esos eran los mejores momentos, cuando nos quedábamos en la cama hasta tarde, abrazados o besándonos como cuando nos conocimos. Después nos pasábamos el día comiendo dulces y demás cosas no muy buenas para la salud pero compartidas en todo caso. Nos tomábamos de la mano y veíamos películas o lo que hubiese en televisión y por la noche seguramente hacíamos el amor en ese mismo sofá donde habíamos estado toda la tarde.

 Todo eso normalmente pasaba un sábado o un domingo. Entre semana él estaba muy cansado y a veces yo tenía que ir a la oficina a discutir ideas, o más bien a refutar las ideas de mi editora. Solo teníamos esos dos días y eso era cuando el calendario era amable con nosotros. El mes en el que sentí miedo no habíamos tenido un solo fin de semana decente y eso que ya estábamos a veintinueve. No quería que eso pasara más, no quería que fuésemos de esas parejas que están contentas con no verse nunca, como si el compromiso fuera lo más importante. A mi los compromisos y las promesas me resbalan si no contienen nada y yo a él lo amo todavía y lo sé y lo siento. Lo necesito.

 Revisé la lista que había hecho para comprar los víveres y me di cuenta que me faltaban las especias que le daban el sabor preciso a la receta que pensaba hacer. Tenía que comprar orégano y pimienta , tal vez algo de laurel, tomillo y albahaca. Sin duda era un sabor muy italiano que yo nunca había tratado de hacer pero lo iba a intentar pues de ello dependía mi estabilidad mental ese día. Mientras observaba el estante de las especias, alguien cerca revolvía el contenido de uno de los congeladores. Era uno de esos que tienen las cajas de los helados y era un hombre el que sacaba uno y la volvía a poner, y movía unas para sacar la que estuviera más abajo y luego volvía y miraba y así. No le di mucha importancia. Tomé mis especias y caminé con cierto apuro a la caja.

 Fue saliendo del supermercado que una mano se posó en el hombro y me di la vuelta casi al instante por miedo de que fuera un ladrón o algo parecido. Resultó que no era un ladrón sino el tipo del congelador. Pero eso solo lo pensé por un segundo pues ese tipo resultaba ser también uno de los mejores amigos de Juan. Sonreí falsamente mientras le daba la mano y veía que sostenía en la otra una bolsa con dos cajas de helados. No nos veíamos hacía bastante, cuando en una fiesta yo me había sentido bastante incomodo y él me había ayudado haciéndome uno de los mejores mojitos que he probado. Recordamos ese momento y nos reímos. Viendo mis bolsas, me invitó a su automóvil y me dijo que me llevaría a casa para que no caminara tanto. Me iba a negar pero eso no hubiera servido de nada. Era de esas personas que insistían.

 En el automóvil, recordamos todo lo que tenía que ver con esa fiesta. Había sido memorable pues había sido una de las primeras a las que Juan y yo habíamos asistido como pareja de casados y mucha gente se incomodaba visiblemente cuando veían nuestros anillos y más aún cuando mis nervios me urgían a tomarle la mano a mi esposo, como si estuviésemos a punto de atravesar la línea enemiga. El amigo de Juan, que se llamaba Diego, de pronto anunció que muchas de esas personas ya no le hablaban por ese día. A mi eso me sentó muy mal pero él trató de animarme diciendo que la gente era toda una porquería y que no se podía vivir de lo que solo unos pocos pensaban.

 Me preguntó que pensaba mi familia y la de él y le conté que, por extraño que pareciera, todos parecían estar ahora más cómodos con nuestra relación que antes. De pronto era el hecho de haber formalizado todo lo que nos daba cierto grado de madurez y de respeto, pero francamente yo me sentía igual antes y después de casarme. Nunca le había dicho a nadie, pero todo eso para mi sobraba con tal de que pudiera despertarme junto a él todos los días. Juan era más tradicional en ese sentido y me casé para hacerlo feliz. Apenas dije eso miré la cara de Diego, pero no había en su cara nada que indicara que esa razón había sido errónea. Cuando llegamos a casa, lo invité a pasar.

 Hice algo de café y le pregunté por su vida mientras alistaba los ingredientes de mi receta. Me dijo que se había divorciado y en el momento estaba tratando de que su ex no le quitara su derecho de ver su hija, una bebé muy bonita de la que yo había visto fotos en esa fiesta hacía meses. Diego me dijo que no tenía mucho dinero ahora y que había tenido que mudarse. Él era periodista y trabajaba desde casa, lo que explicaba que estuviera en mitad de la tarde comprando helado en el supermercado. Estuvo de acuerdo conmigo en que la vida así podía destruir una relación pero, al ver mi cara de tristeza mientras cortaba unos tomates, dijo que no todas las parejas llegaban hasta el punto del divorcio. Muchas historias terminaban mucho mejor que la suya.

 Mientras el bebía café, yo iba condimentado la carne y cortando más verduras y poniéndolo todo en el horno. La verdad es que nunca me había dado cuenta que Diego era tan entretenido. Como amigo de Juan, siempre me había parecido algo payaso, poco serio. Pero ahora parecía que su vida le había dado una lección muy dura y su personalidad parecía haber respondido a ello. De todas maneras, cada cierto rato, salían toques de ese humorista frustrado que tenía dentro. Me aconsejó un poco respecto a las especias y el tiempo y temperatura del horno, pues con su ex habían hecho un curso de cocina. Me iba a disculpar por recordarle esos momentos pero no me dejó, prefiriendo verificar todo él mismo.

 La tarde estaba terminando y le dije que se quedara un rato más para saludar a Juan. Miró el reloj preocupado y dijo que no podía quedarse mucho después de eso. Fue en ese momento que se me quedó mirando y entonces me dijo que no me preocupara pues mi relación con Juan tenía algo que la de él nunca había tenido de verdad. Le pregunté que era pero justo ahí timbró Juan y se saludaron con Diego como cuando estaban en el colegio. De pronto eran chicos de diecisiete años y me alegró verlos a ambos tan felices. Diego empezó a disculparse, argumentando que debía irse pero yo se lo impedí, invitándolo a probar la cena que él mismo había ayudado a lograr. Juan sonreía sorprendido y todos cenamos a gusto, riendo de las anécdotas de Diego y del día de Juan en la oficina y entonces supe, en un momento, cual iba a ser la respuesta de Diego.


 Cuando por fin lo dejamos ir, lleno y contento, nos despedimos con abrazos, prometiendo no dejar pasar mucho tiempo hasta vernos de nuevo. Apenas se fue, Juan me abrazó y me besó y me agradeció por esa noche. Después de limpiarlo todo, fui directo a la cama donde me esperaba Juan ya casi dormido. Me pidió acostarme junto a él. Nos quedamos mirándonos por largo rato hasta que nos besamos suavemente y entonces, después de un par de ajustes a nuestras posiciones, nos quedamos dormidos. Recuerdo que lo último en que pensé antes de sucumbir al cansancio fue en la mirada de Juan. Por eso tomé sus manos y las apreté con fuerza contra mi. Otro beso cálido en la espalda.