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lunes, 23 de enero de 2017

Remoto

   Los bordes de las ventanas estaban cubiertos de escarcha. La noche había sido muy fría y todo parecía indicar que el resto del mes iba a ser exactamente igual. Alrededor de la pequeña casita, ubicada en un claro de bosque, había un sinfín de charcos, grandes y pequeños, que habían formado lodazales que hacían casi imposible el ingreso o salida de la casa. Ciertamente era un lugar remoto y nadie nunca se habían molestado en arreglar uno o dos detalles que hacía falta atender.

 Adentro, el único hombre con vida en varios kilómetros estaba calentando agua en una tetera vieja, bastante golpeada, que parecía haber sido sacada directamente de un museo. El hombre se calentaba las manos con el fuego que bailaba debajo de la tetera, mirándolo fijamente, como si se fuera a escapar en cualquier momento. Tan distraído estaba que demoró en reaccionar cuando la tetera empezó a pitar. No era algo bueno, pues se debían evitar los sonidos fuertes.

 Vertió el contenido de la tetera en una taza igual de vieja y trajinada que la tetera y sopló repetidas veces hasta que se atrevió a tomar. Se quemó la lengua por no saber esperar. Sostuvo la taza con las manos cubiertas por guantes y, mientras esperaba a que se enfriase, miró a su alrededor como si fuera la primera vez que se fijaba en lo que había dentro de la pequeña cabaña. Se la sabía de memoria pero le gustaba jugar a ver si había algo, algún detalle que se le hubiese escapado.

 Era solo una habitación: en una de las esquinas estaba la cama y una mesita de noche con tres cajones. Al lado de la mesita había una armario viejo y ese ocupaba el resto de la pared. La cocina, o más bien la única hornilla que tenía, estaba en la pared opuesta, junto a una pequeña mesa y dos sillas. En una de las esquina de ese lado había una nevera pequeña, de esas de hotel, conectada a la única toma eléctrica del lugar. La puerta de la casa estaba en uno de las paredes más largas. De resto, no había casi nada.

 Eso sí, había muchas cobijas y abrigos hechos de pieles de animales. Él no los había cazado ni nada por el estilo pero seguramente el dueño anterior había utilizado la cabaña como base para su afición a la cacería. Las pieles parecían ser de animales varios pero el hombre jamás había querido averiguar más allá de la cuenta porque no estaba de acuerdo con eso de matar animales por su piel. Aunque, ahora que estaba donde estaba, no podía evitar encontrar la razón en esas acciones. Si no tuviera esas pieles, estaría congelado y muerto en vida en aquel lugar perdido.

 En cuanto a cazar, lo hacía todos los días. Trataba de no pensarlo mucho o sino el estomago se le revolvía y eso siempre era un problema aún mayor pues no tenía manera de comprar medicamentos y las plantas que había por la zona poco o nada ayudaban a los sistemas internos del ser humano. Debía comer lo que había y no pensar en su vida anterior que ahora estaba muy lejos de él. Ahora debía comerse lo que encontrara, como lo encontrara, fuese una ardilla o algo más grande.

 A veces encontraba hongos y sabía que serían más abundantes en la primavera, pero todavía faltaban un par de meses para eso. Él había llegado hacía solo un par de meses, durante el otoño, así que no había experimentado nada diferente al frío y la nieve en ese lugar. Siempre que lo pensaba parecía que había estado allí desde hacía mucho más tiempo. Se sentía como una eternidad y sus recuerdos eran como sumergirse en un lago oscuro que ya no es posible reconocer.

 La cabaña, lo quisiera o no, era ahora su hogar. Lo que había tenido antes ya no existía o al menos no debía existir para él. Había tomado la decisión de perderse en el bosque y no podía ya echarse para atrás, era muy tarde para arrepentirse. En todo caso sabía que era lo mejor pues nada en el mundo era para él. Lo había tenido que aprender casi a los golpes pero por fin había comprendido que no todo es para todos, que no todos somos iguales y que algunos deben tomar rutas alternas en la vida.

 Apenas terminó el té, lavó la taza en un cuenco de plástico enorme lleno de agua. Luego abrió el armario y, de la parte baja, tomó una ballesta algo rudimentaria y un carcaj con unas pocas flechas que él mismo había podido tallar a partir de algunos leños que había fuera de la cabaña. Por la tormenta reciente, los maderos debían estar congelados e incluso cubiertos hasta arriba de esa mugrosa mezcla entre nieve y barro. Prefería no pensar si llegase a necesitar esa madera.

 La calefacción que usaba era la hornilla que mantenía prendida todo el tiempo, a excepción de cuando salía a cazar. El gas que alimentaba el fuego llegaba de alguna parte, pero jamás le preguntó a la persona que le brindó ese refugio de donde salía el gas. Solo lo usaba y listo. Cuando la hornilla fallara, y algún día lo haría, sería el día de hacer hogueras y depender de la madera pero ojalá pudiera pasar el invierno sin  que eso pasara. Salió de la casa pensando en ello y se internó rápidamente en el bosque, caminando torpemente pero sin detenerse.

 Caminó por una media hora. El bosque se hizo más agreste a su alrededor e incluso más blanco. La nieve parecía haber congelado todo el paisaje y eso no era nada bueno pues los animales debían estar resguardados, lo que hacía casi imposible la casa. Empezó a caminar más y más despacio hasta que llegó a otro claro, parecido al de su cabaña, pero ocupado casi en su totalidad por un lago que parecía estar hecho de metal, pues estaba congelado. Puso un pie y empujó. Todavía no había congelado por completo.

 La grieta que se formó al él apretar se fue agrandando, hasta que apareció un hueco en la superficie del lago, tras el cual se podía ver el agua fría que había debajo de la capa de hielo. Se quedó mirando ese agujero por varios minutos hasta que se fijó que el tiempo pasaba y no podía demorarse demasiado fuera de la cabaña. Bordeó el lago hasta llegar al otro lado y allí se metió en el bosque de nuevo, mirando hacia arriba con atención. Cuidaba cada paso, para no asustar a presas potenciales.

 Al sentir un movimiento, alzó la ballesta y disparó. Al instante hubo un ruido y algo cayó de un árbol. Era un hermoso ejemplar de faisán, que por alguna razón, estaba en ese bosque. Peor para él. Le sacó la flecha que tenía atravesada, lo cogió de las patas y volvió caminando a la cabaña a paso firme, justo antes de que el sol bajara y se ocultara detrás de los altos árboles que formaban el espeso bosque en el que vivía aquel hombre cazador, misterioso y solitario.

 El faisán entero fue su cena. Lo hizo en una sartén después de desplumarlo y quitarles las partes que no se comían. Al final de todo, no era mucho animal el que había para comer, pero era suficiente para sobrevivir una nueva noche. Esas eran sus jornadas ahora: desayunar, pensar, cazar, preparar y comer. Todo culminaba con un él metiéndose en la cama que tenía, sin quitarse ni una sola prenda de ropa, donde se quedaba dormido después de varias horas de mirar al techo y escuchar el bosque.


 La hornilla se contoneaba cerca de él y muchas veces las sombras que se formaban a su alrededor hacían que el hombre recordara algunos pasajes de su vida anterior, de una vida que francamente ya no parecía la suya. Era como si recordara una película que había visto muchos años, solo que eran escenas que casi nunca se ven en las películas. Lo que más recordaba era a su padre y a su madre, a sus hermanos también. Pero a nadie más. El resto de personas siempre parecían, en los recuerdos y en los sueños, como sombras y nada más. Después de un tiempo trataba de ignorar todo eso y simplemente dormir. Recordar ya no servía para nada.

lunes, 29 de agosto de 2016

El náufrago

   El mar y venía con la mayor tranquilidad posible. El clima era perfecto: ni una nube en el cielo, el sol bien arriba y brillando con fuerza. La playa daba una gran curva, formando una pequeña ensenada en la que cangrejos excavaban para alimentarse y done, en ocasiones, iban a dar las medusas que se acercaban demasiado a la costa. La arena de la playa era muy fina y blanca como la nieve. No había piedras por ningún lado, al menos no en la línea costera.

 Del bosque de matorrales y palmeras en el centro de la isla, surgió un hombre. Caminaba despacio pero no era una persona mayor ni nada por el estilo. Arrastraba dos grandes hojas de palma. Las dejó una sobre otra cerca en la playa y luego volvió al bosque. Hizo esto mismo varias veces, hasta tener suficientes hojas en el montón- Cuando pareció que estaba contento con el número, empezó a mirar de un lado al otro de la playa, como buscando algo.

 El hombre no era muy alto y no debía tampoco llegar a los treinta años de edad. A pesar de eso, tenía una barba muy tupida, negra como la noche. La tenía en forma de candado, lo que hacía parecer que no tenía boca. Andaba por ahí completamente desnudo, ya bastante bronceado por el sol. El hombre era el único habitante de la isla y, era posible, que hubiese sido el único ser humano en estar allí de manera permanente.

 En la cercanía había varios bancos de arena pero ninguna otra isla igual de grande a esa. Era una región del mar muy peligrosa pues en varios puntos el lecho marino se elevaba de la nada y podía causar accidentes a os barcos que no estaban bien informados sobre la zona. Sin embargo, el tráfico de barcos era extremadamente bajo por esto mismo. La prueba era que, desde su naufragio, el hombre no había visto ningún barco, ni lejos ni cerca ni de ninguna manera.

 En cuanto a como había llegado allí, la verdad era que no lo recordaba con mucha claridad. En su cabeza tenía una gran cicatriz que iba de la sien a la base del pómulo, por el lado derecho de su cara. No era profunda ni impactante pero sí bastante notoria. Solo sabía que había sangrado mucho y que la única cura fue forzarse a entrar al agua salada del mar para que pudiese curarse.

 Eso había llevado su resistencia al dolor a nuevos limites que él ni conocía. Pero había sobrevivido y se supone que eso era lo importante. Al menos eso decían las personas que no habían vivido aquella experiencia. Vivirlo era otra cosas, sobre todo con lo relacionado con la comida y como mantenerse vivo sin tener que recurrir a medidas demasiado extremas.

 Al comienzo se enfermó un poco del estomago pero pronto tuvo que sacar valor de donde no tenía y empezó a ser mucho más creativo de lo que nunca había sido. Al final y al cabo, aunque no lo recordara, él era el contador de una empresa de cruceros. Tan solo era un hombre de números y nada más. Desde joven se había esforzado en sus estudios y por eso lo habían contratado. Lamentablemente, fue por culpa de ese trabajo que estuvo en el barco que tuvo el accidente y ahora estaba en la playa buscando palos largos.

 Cuando por fin encontró uno, volvió a la playa con las hojas de palmera. Primero clavó el palo en la tierra y se aseguró de que estuviera bien derecho y no temblara. Luego, empezó a poner las hojas alrededor del palo, tratando de formar algo así como una casita o tienda de campaña. Era un trabajo de cuidado porque las hojas se resbalaban. Cuando pasaba eso, apretaba las manos y pateaba la arena

 Llevaba allí por lo menos un mes. La verdad era que después de un tiempo se deja de tener una noción muy exacta del tiempo y de la ubicación. Abandonado en un isla pequeña, no tenía necesidad alguna de saber que hora era ni que día del año estaba viviendo. Ni siquiera pensaba sobre eso. Resultaba que eso era algo muy bueno pues su dedicación a sus tareas en la isla era más comprometida a causa de eso, menos restringida a diferentes eventuales hechos.

 No tenía manera de alertar a un barco si viniera. Tal vez podía agitar una de las ramas de las palmeras más grandes, pero eso no cambiaba el hecho de que pensaba que nadie vendría nunca por él. Ni siquiera sabía qué había pasado con su embarcación y con el resto de la gente. Por eso, día tras días, miraba menos el mar en busca de milagros y lo que hacía era crear soluciones para sus problemas inmediatos. Por eso lo de la casita con hojas de palma.

 Después de armar el refugio, salió a cazar. En su mano tenía una roca del interior de la isla y su misión era aplastar con ella a todos los cangrejos que viera por la playa. A veces esto probaba ser difícil porque los cangrejos podían ser mucho más rápidos de lo que uno pensaba. Además eran escurridizos, capaces de enterrarse en la arena en segundos, escapando de manera magistral.

 Sin embargo, él era mucho más inteligente que ellos y sabía como hacerles trampa para poder aplastarlos más efectivamente con la ropa. Los golpeaba varias veces hasta que se dejaban de mover, entonces los lavaba en el mar y luego los comía crudos. La opción de cocinarlos de alguna manera no era una posibilidad pues en la isla no había manera de crear fuego de la nada.

 El sabor del cangrejo crudo no era el mejor del mundo, lo mismo que no es muy delicioso comer un pescado así como viene. Pero el hambre es mucho más fuerte que nada y las costumbres en cuanto a la comida se van borrando con la necesidad. Su dieta se limitaba a la vida marina, en especial los peces que pudiese cazar en las zonas bajas o los cangrejos de la playa. No comía nunca más de lo que deseaba ni desperdiciaba nada. No se sabía cuando pudiese ser la siguiente comida.

 La peor parte de su estadía se dio cuando llegó la temporada de tormentas. Era obvio que su rudimentario refugio no iba a ser suficiente y por eso traté de diseñar un lugar en el cual esconderse en el centro de la isla, donde al menos tendía la protección del viento.  Cavo con su manos buscando más hojas y palos y plantas que le sirviera para atar unos con otros. Era un trabajo arduo.

 Lo malo fue que la primera tormenta se lo llevó todo con ella. Los truenos caían por todos lados, en especial la parte alta de las palmeras, haciendo que el lugar oliera a quemado. El olor despertó en el naufrago un recuerdo. Este era bastante claro y no era nada confuso ni complicado. Era de cuando se sentaba por largas horas al lado de su abuelo, pocos días antes de que muriera. A pesar del cáncer que lo carcomía, el viejo pidió un cigarro antes de morir y él se lo concedió. Incluso con eso, aguantó algunas semanas más hasta su muerte.

 El recuerdo no le servía de nada contra la naturaleza pero sí que le servía para recordar al menos una parte de quién era. Sabía ahora que había tenido un abuelo. Incluso mientras caían trombas de agua sobre la isla y él estaba acostado en su hueco en la mitad de la isla, tapándose con hojas, pensaba en todo lo que posiblemente no recordaba de su vida pasada. Tal vez tuviese una familia propia o hubiese logrado cosas extraordinarias o quién sabe que más.

 La tormenta se retiró al día siguiente. El naufrago recogió las hojas que la lluvia y el viento habían arrancado de los árboles.  Trató de mejorar sus condiciones de vida, tejiendo las hojas de las palmeras para hacer una estructurar para dormir más fuerte. Los días y los meses pasaron son que nadie más se acercara a ese lado del mundo.


 Un día pensó que venía alguien pues una gaviota, que jamás veía por el lugar, aterrizó en la playa y parecía buscar comida. Él solo vigiló al pájaro durante su estadía. Un buen día l ave se elevó en los aires, se dirigió al mar y allí cayó del cielo directo al agua. Algún animal se lo comió al instante. El naufrago supo entonces que la esperanza era algo difícil de tener.

domingo, 14 de febrero de 2016

Encuentro

   El rocío cubría gran parte del terreno, haciendo que cada pequeña planta, cada flor y casa montoncito de musgo brillaran de una manera casi mágica. La mañana en las tierras altas y alejadas del mundo era diferente a las del resto del planeta. Aquí parecía que todo se demoraba en despertar, tal vez porque el sol se veía a través de una cortina de niebla o tal vez porque no existía civilización en miles de kilómetros. Eso sí, muchas migraciones habían pasado por este lugar pero ninguna se había quedado, ninguna gente había decidido de hacer de ese páramo su hogar. Y era extraño pues había agua en abundancia y ríos donde pescar y animales que cazar. Eso sí el balance natural era frágil. En todo caso allí no vivía nadie.

 Los pasos de Bruno no fueron entonces escuchados por nadie, ni por mujer ni por hombre ni por niño, solo por algunas aves que parecían estar buscando insectos entre las plantas bajas y el ocasional venado que no huía, sino que pasaba alejado del ser humano. Se veían mutuamente pero se dejaban en paz. El venado lo hacía porque no conocía al ser humano pero podría ser peligroso. El humano lo hacía porque ya había comido y no le era necesario comer más. Esa era la realidad del asunto. Siempre la crueldad de una de las bestias es más poderosa que la de la otra y por eso es que hay depredadores y depredados. Bruno además tenía respeto por el lugar y por eso no cazaba a lo loco ni pisaba el musgo si podía evitarlo. Incluso en ese lugar perdido había piedras.

 Sus botas resbalaban un poco, sobre todo sobre rocas húmedas o sobre los terrenos mojados a las orillas de los ríos. Eran sitios de una belleza increíble y cada cierto tiempo recordaba su cámara y la sacaba para tomar una foto pero recordaba lo mucho que odiaba como el sonido al accionar el obturador rompía con la magia del sitio por unos preciosos segundos. Era como si se violara a la naturaleza tomándole fotografías, así que no lo hacía demasiado, solo cuando había algo que estaba seguro que no podría recordar después y que solo guardándolo en una imagen podría perdurar. Tenía fotos de varios ríos, de los picos rocosos entre la neblina, de un cañón profundo y negro y de los venados comiendo en la pradera.

 Fue cuando llegó a la cima de una de esas montañas de pura roca, queriendo ver si ninguna tenía nieve, que descubrió algo de lo más extraño. La punta de la montaña era algo plana al final y allí se sentó un rato, teniendo cuidando de no caer por la parte más peligrosa. Y fue sentándose que vio lo que creyó eran más rocas. Pero más las miraba y más se daba cuenta que las rocas parecían pulidas y casi podía verles una forma, como de ser vivo. Estaban a tan solo unos metros más abajo pero como todo allí era más lento, su cerebro estaba contagiado y se demoró un buen rato decidiendo si debía bajar a mirar o no.

 Cuando por fin lo hizo, descubrió que las rocas no eran rocas sino huesos. Había lo que era posiblemente un fémur, largo y casi pulido por el viento, unos pequeños huesitos regados por alrededor, que bien podían ser de la mano o de un pie, y un poco más allá un cráneo con un hueco en la parte superior. El cráneo pesaba bastante y se notaba que el hueco era producto de una caída o algún accidente, es decir, el animal que fuera no tenía ese hueco por naturaleza. Era un cráneo alargado, de cuencas oculares grandes y trompa como la de un perro pero más ancha, más grande. Y en la boca todavía tenía algunos dientes, todos afilados. Bruno se cortó tocándolos y fue cuando la magia se terminó.

 Nunca había visto un animal que pudiese tener ese cráneo, fuese en un libro o en fotos de los páramos. Ya mucha gente había venido por estas tierras y habían documentado todo o casi todo pero seguramente se les habría escapado uno que otro espécimen. Lo raro es que este animal debía ser grande y difícil de ignorar, así que se trataba de un misterio con todas sus características. Además, para reforzar lo extraño del caso, porqué estarían solo esos huesos y porqué casi en la cima de una montaña? No era un lugar común para que los animales viniesen a pasear. De hecho los venados siempre pastaban por zonas planas y las aves tampoco merodeaban por allí. Tal vez algunas cabras salvajes o algo parecido pero ese no era el cráneo de una cabra.

 Esta vez no dudó en tomar foto a todo y se sintió parte de esos programas de televisión donde investigan una muerte violenta. Casi quiso tener la pequeña regla que ponían al lado de los objetos para las fotos y ese exagerado flash sobre la cámara. Pero obviamente no tenía nada tan complicado y se conformo con tomar una veintena de fotos, las suficientes para mostrar bien el cráneo y los otros huesos que había en el lugar. Dejó el cráneo donde lo había encontrado y bajó la montaña hasta una zona más plana, con algunos árboles. Recordó que tenía hambre y busco por instinto sombra para poder comer. Pero sabía que eso era solo por costumbre pues allí todo siempre estaba envuelto en sombras, sin el sol que hiciese de las suyas.

 En su maleta guardaba algunos restos de pescado que había comido más temprano así como frutos secos y un termo lleno de agua fresca de uno de los muchos riachuelos de la zona. También tenía un par de duraznos pequeños que había encontrado al inicio del viaje y nunca volvió a ver un árbol similar. Seguramente una semilla había sido llevada hasta allí por alguna ave o un animal migrante. Comió también uno de los duraznos y tiró la pepa a una parte del terreno sin árbol. Le deseó buena suerte a la semilla y siguió su camino hacia la gran pradera a la que se dirigía desde hacía un par de días.

 Se suponía que era el lugar preferido por todas las especies de la región y eso era porque estaban protegidos del exterior pero también porque había comida y refugio. Era todo en uno mejor dicho. Pero algunos animales solo iban ocasionalmente, pues sabían que muchos depredadores merodeaban esa planicie para cazar y tener más de cenar que lo habitual. Fue todo un día de caminata extra para alcanzar la planicie. Antes tuvo que quitarse la ropa, bañarse desnudo en un riachuelo de agua congelada y lavar la ropa para quitarle los olores que tuviera. Estuvo tiritando por un buen tiempo pues en ese clima la ropa no se secaba con rapidez pero rápidamente se adaptó al clima y decidió seguir así desnudo.

 Se sentía más libre que nunca, pues podía moverse más ágilmente a pesar de tener su gran mochila a la espalda. Todavía tenía los zapatos puestos, así que no tenía que temer a las piedras con filo o a los insectos tóxicos. Cuando se acercó a la planicie dejó oír una expresión de asombro que nadie nunca escuchó y ningún animal entendió. Había algunos venados pero también veía, desde un punto alto, a un par de lobos acechando y a un zorro comiendo lo que parecía fruta. Había también unas aves grandes como perros peleando por los restos de algún pobre venado. Todo era entre roca y musgo y flores de todos los colores. Era hermoso, incluso viendo la muerte que cernía sobre el lugar. Era la naturaleza en sí misma y su magia en exposición.

 Entonces un sonido extraño rompió el silencio. El sonido venía de una zona en descenso, por lo que Bruno no podía ver que era. Tenía algo de metálico peor también de gruñido. Incluso parecía el sonido que la gente hacía cuando hacía gárgaras. En su mente, el explorador pensó en todos los animales que podrían hacer ese ruido, en toda criatura que fuese depredadora y viviese en este fin del mundo. Pero no había tantas opciones y entonces fue cuando vio algo que lo hizo agacharse detrás de un gran pedrusco y quedarse allí temblando ligeramente. Lo primero que pensó fue en tomarle una foto pero lo mejor era estar pendiente del animal y no distraerse ni atraer atención sobre si mismo.

 Se tranquilizó y miró de nuevo. El animal ya había subido la cuesta y los demás huyeron atemorizados. Solo los lobos se quedaron gruñendo y eso, por lo visto, no fue buena idea. La criatura se lanzó ágilmente sobre uno de ellos y lo destrozó. Bruno dejó salir un gritito y la criatura pareció escucharlo pues se giró hacia donde estaba él. Olió el aire pero al parecer decidió que tenía suficiente con la comida que acababa de obtener. Empezó a comer arrancando pedazos del pobre lobo y manchándose de sangre todo su hocico, que era más grande que el de un perro, y sin cerrar unos grandes ojos amarillentos.


 La criatura era, o parecía más bien, a lo que mucha gente llamaría dinosaurio. Pero no tenía la piel escamosa sino más bien con pelo corto y duro. Las patas eran garras y las delanteras eran alargadas y fuertes. La manera de pararse era tal cual la de los monstruos jurásicos de las películas pero no mucho más era similar. Lo extraño de todo, era que se veía hermoso, natural en ese momento. Era una criatura más y posiblemente Bruno era la primera persona en verla en mucho tiempo. Sacó la cámara, tomó una foto y ágilmente salió de allí despavorido, pero a la criatura eso no lo importó pues no sabía qué era un ser humano, ni le importaba.

jueves, 7 de mayo de 2015

La isla maldita

   Una de las flechas pasó volando por el lado de la oreja izquierda de Tomás, quién se lanzó al suelo apenas comenzaron los disparos. Los demás corrían a protegerse al lado de un árbol o solo corrían hasta que sintieran que todo estaba atrás. Pero era una ilusión pues la fechas siempre los alcanzaban. No se podía ver quien era el atacante pero la idea principal era simplemente sobrevivir y no ser atravesado por alguna de esas flechas, que parecían venir en grandes cantidades y que cada vez eran más certeras.

 Después de un par de horas de iniciado el ataque, ya habían caído cinco de las doce personas que estaban intentando escapar de la isla. Casi la mitad yacían muertos y de los demás casi todos estaban heridos de una u otra manera. Como ganarle a alguien que no veían? Además no tenían muchas opciones de escape y la mente les funcionaba con lentitud, no veían nada con claridad, ni el camino frente a ellos ni las ideas en su mente. El fracaso de su intento de fuga era inminente y Tomás estaba seguro de ello.

 Al fin y al cabo, era él el que había alentado a los otros a escapar. Su propio desespero y miedo le habían hecho hacer promesas vacías y carentes de todo sentido. Desde su captura, había estado temblando y la única idea que había tenido, la del escape, era la única que veía con claridad en su mente. Los había llevado a todos a través del bosque no porque estuviese seguro de poder salvarlos sino porque no podía pensar en nada más. Y los demás, habiendo estado más tiempo allí, no tenían voluntad alguna. Era como si obedecer fuese lo único que podían hacer. Y ahora cinco de ellos…

 Seis. El arquero, quien fuese que fuera, le había atravesado el pecho a una de las pocas mujeres que había huido con ellos. La pobre mujer cayó con fuerza al suelo seco detrás de algunos pisos agrupados de forma extraña, obviamente plantados allí por alguien. Las seis personas restantes estaban todas temblando, sus cuerpos ya casi incapaces de sostenerse por sí solos. No lo pensaban, pero hubiesen podido intentar rendirse. Tal vez eso podría funcionar.

 Todos vestían sus largas túnicas blancas, ahora manchadas de sangre y tierra. Iban descalzos, como los animales, por lo que correr se hacía cada vez más difícil. Todos estaban terriblemente delgados, desnutridos y tan dañados mentalmente que no tenían como luchar contra nada. Que hubiesen encontrado la voluntad de rebelarse y de tratar de escapar, había sido una sorpresa más que placentera. Pero la verdad, como dicho con anterioridad, era que no era rebeldía ni ganas de vivir. No se trataba de una necesidad. Era solo que ya no podían rehusarse a nada. Ya no tenían voluntad y nunca más volverían a tenerla.

 Si uno se pone a pensarlo bien, no había una razón real para que escapasen. Que ganaban con ello cuando ya no servían para nada, cuando la pasión por la vida se les había escapado lentamente, con cada día que pasaban en ese lugar, en ese edificio sin esquinas en esa isla maldita. Ninguno de ellos iba a ser capaz, si es que escapaba, de reconstruirse una vida propia, de volver a ser quienes eran o incluso de ser alguien más. De los seis que permanecían con vida, había un par que llevaban más de un año allí y nadie en el mundo podía devolverles lo que habían perdido en ese tiempo.

 Siete. Ocho. No, no era una opción rendirse. Aunque ellos no recordaban, habían sido pareja hacía mucho tiempo. Tal vez por eso se habían escondido juntos, de la mano, detrás de unos arbustos espesos y altos. Pero eso no les había servido de nada, también tenían flechas en el cuerpo y su sangre manchaba la tierra que ya había visto sangre humana en el pasado. Hacía tiempo, solo meses de hecho, ellos se habían casado y habían querido empezar una familia. Pero como los demás, tomaron una mala decisión y ahora estaban muertos.

 Los cuatro que quedaban eran Tomás, Gabriela, Marcos y H. La última era una mujer negra, con cicatrices en el rostro, que ni la gente del lugar sabía como llamar. Como no hablaba, tal vez por traumas relacionados con su larga estadía en el centro, la llamaron H, por aquello de que esa letra es muda. Era extraño pero el nombre era cómico y era algo así como un toque de color en un mundo gris y oscuro. Nadie se daba cuenta de ese toque de color pero era algo extraño que estuviese allí, como burlándose de todo.

 Tomás era quién había llegado hacía más poco. Tenía todo más fresco en su mente y, aunque en ocasiones se sentía alcanzado por todo lo que había visto y sentido en ese lugar, seguía teniendo algo de la esperanza y de la fuerza que había tenido afuera de ese horrible lugar. Al fin y al cabo, eso le había servido para convencerlos a todos de seguirlo a él, hacia la libertad. Pero eso, se podía decir ya, había sido un fracaso completo. Estando escondido entre las ramas de un árbol enorme, metros encima del suelo, se daba cuenta de que había llevado a un montón de gente directo a sus tumbas. Y lo peor era que él estaba perdiendo lo poco que tenía en su mente, lo sentía irse y esto lo hacía llorar en silencio.

 Gabriela había sido madre. Tal vez por eso se había refugiado en una gran madriguera, entre las raíces de otro de esos árboles gigantes que había por aquí y por allá. No quería saber que animal había hecho semejante hueco y la verdad era que no le importaba. Como le iba a importar si ya no había más en ella sino instinto de supervivencia, ganas de seguir adelante pero vacías, sin sentido alguno. De pronto era su instinto de madre, ya inútil, que seguía mandándola hacia delante, sin tener ni la más mínima idea si allí adelante había algo que valiese la pena.

 Marcos era un hombre viejo o al menos lo parecía. La verdad era que no era físicamente tan viejo pero su corta estadía había sido suficiente para ahogarlo y sacar de él lo poco de bueno que había. A diferencia de los demás, Marcos no era lo que uno pudiese llamar “una buena persona”. Había matado gente y en sus mejores días había sido el brazo fuerte de uno de los criminales más buscados de su país. Y la verdad era que le había encantado matar, no tenía ningún problema con ello y jamás había sentido ni un poco de arrepentimiento. Pero allí estaba, media cabeza calva y sus músculos desaparecidos entre la locura y el hambre.

 Todos estaban allí por una razón pero ninguno la recordaba. Todos, por diferente razones, habían querido tener dinero fácil involucrándose en pruebas mentales y físicas en lo que se suponía era un centro de ayuda para pacientes clínicamente dependientes. O al menos eso decía el aviso que prometía pagar grandes cantidades por hacer pruebas inofensivas y resolver encuestas tediosas. Pero eso no era lo que había sucedido.

 Todos habían ido porque querían dinero faci﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽fue queras tediosas. Pero eso no era lo que habe, ya ine pero vacimportar si ya no habro era algo extraño que estuviesácil y, hay que decirlo, ninguno sabía la clase de maniático que dirigía el centro. Sobra decir que todo era una farsa. En esa clínica no había nadie que en verdad necesitase estar allí. Todos los pacientes eran idiotas que habían venido detrás de una paga rápida y fácil, creyendo que el mundo era así de amable y generoso. Creían que las cosas caían del cielo y que no había que ganarse la vida como todos los demás, que no había que luchar contra los otros como animales en ese entorno horrible y voraz que llaman una vida.

 Pues bien, la clínica los usó para sus experimentos. Los desapareció del mundo con excusas varias como accidentes y muertes particulares y así usaron sus cuerpos y sobretodo sus cerebros para hacer con ellos lo que mejor les pareciera.

 Y ahora corrían como gatos asustados por entre el bosque que formaba la parte más grande de la isla donde estaba la clínica a la que le habían entregado sus vidas. Nueve. Gabriela había sido acorralada en la madriguera, sin manera de salir. El arquero la había encontrado dormida y con una sonrisa en la cara. Esto lo hizo dudar por un segundo, por lo inusual que era expresión pero de todas maneras la flecha voló derecha hacia la frente de la mujer, dejándola descansar para siempre.

 Siguió entonces Marcos, que había estado caminando como un tonto hacia uno de los acantilados de la isla. La flecha le atravesó el cuello y lo hizo caer de frente, al mar. Obviamente no era lo mejor pero ya recogerían el cuerpo al otro día. Se estaba haciendo de noche y cazar sin luz no tenía mucho sentido, menos aún cuando las presas iban a estar allí todavía en la mañana.

 Al otro día cayó Tomás, llorando. El arquero, por un error inconcebible, le clavó una de sus flechas en una pierna por lo que Tomás sufrió más de lo debido y, por un momento, volvió a ser quién había sido hacía tanto tiempo. Esa revelación fue cruel pero la otra flecha lo solucionó todo.

 De H nunca supieron nada. Porque la mujer sin voz y con una historia más grande que la de esa maldita clínica, no era una mujer cualquiera. Esas cicatrices eran las de una luchadora, entrenada y brillante. Escapó, nadie supo nunca como, y fue la única persona salida de ese maldito sitio que pudo reconstruir su vida como alguien más.


 Pero fue la excepción. Pues de ese lugar nadie salía vivo ni muerto. Nadie salía y punto.