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miércoles, 12 de julio de 2017

Sobrevivir, allá afuera

   El bosque era un lugar muy húmedo en esa época del año. La lluvia había caído por días y días, con algunos momentos de descanso para que los animales pudieran estirar las piernas. Todo el lugar tenía un fuerte olor a musgo, a tierra y agua fresca. Los insectos estaban más que excitados, volando por todos lados, mostrando sus mejores colores en todo el sitio. Se combinaban el sonido de las gotas de lluvia cayendo al suelo húmedo, el graznido de algunas aves y el de las cigarras bien despiertas.

 Lo que rompió la paz fue un ligero sonido, parecido a un estallido, que se escuchó al lado del árbol más alto de todo el bosque. De la nada apareció una pareja de hombres, tomados de la mano. Ambos parecían estar al borde del desmayo, respirando pesadamente. Uno de ellos, el más bajo, se dejó caer al suelo de rodillas, causando una amplia onda en el charco que había allí. Los dos hombres se soltaron la mano y trataron de recuperar el aliento pero no lo hicieron hasta entrada la tarde.

 Era difícil saber que hora del día era. Los árboles eran casi todos enormes y de troncos gruesos y hojas amplias. Los dos hombres empezaron a caminar, lentamente, sobre las grandes raíces de los árboles, pisando los numerosos charcos, evitando los más hondos donde podrían perder uno de sus ya muy mojados zapatos. La ropa ya la tenía manchada de lo que parecía sangre y barro, así que tenerla mojada y con manchas verdes era lo de menos para ellos en ese momento.

 Por fin llegaron a un pequeño claro, una mínima zona de tierra semi húmeda cubierta, como el resto del bosque, por la sombra de los arboles. Cada uno se recostó contra un tronco y empezó a respirar de manera más pausada. Ninguno de los dos parecía estar consciente de donde estaba y mucho menos de la manera en como habían llegado hasta allí.  Parecía que no habían tenido mucho tiempo para pensar en nada más que en salir corriendo de donde sea que habían estado antes.

 El más alto de los dos fue el primero en decir una sola palabra. “Estamos bien”. Eso fue todo lo que dijo pero fue recibido de una manera muy particular por su compañero: gruesas lagrimas se deslizaron por sus mejillas, cayendo pesadamente al suelo del bosque. El hombre no hacía ruido al llorar, era como si solo sus ojos gotearan sin que el resto del cuerpo tuviera conocimiento de lo que ocurría. Pero el hombre alto no respondió de ninguna manera a esto. Ambos parecían muy cansados como para tener respuestas demasiado emocionales.

 Algunas horas después, ambos tipos seguían en el mismo sitio. Lo único diferente era que se habían quedando dormidos, tal vez del cansancio. Los bañaba la débil luz de luna que podía atravesar las altas ramas de los árboles. Sus caras parecían así mucho más pálidas de lo que eran y los rasguños y heridas en lo que era visible de sus cuerpos, empezaban a ser mucho más notorios que antes. Se notaba que, donde quiera que habían estado, no había sido un lugar agradable.

 El más bajo despertó primero. No se acercó a su compañero, ni le habló. Solo se puso de pie y se adentró entre los árboles. Regresó una hora después, cuando su compañero ya tenía una pequeña fogata prendida y él traía un conejo gordo de las orejas. Nunca antes había tenido la necesidad de matar un animal salvaje pero había estado entrenando para una eventualidad como esa. Le encantaban los animales pero, en la situación que estaban, ese conejo no había estado más vivo que una roca.

 Así tenía que ser. Entre los dos hombres se encargaron de quitarle la piel y todo lo que no iban a usar. Lo lanzaron lejos, sería la cena perfecta de algún carroñero. Ellos asaron el resto ensarto en ramas sobre el fuego. La textura era asquerosa pero era lo que había y ciertamente era mucho mejor que no comer nada. Se miraban a ratos, pero todavía no se hablaban. La comida en el estomago era un buen comienzo pero hacía falta mucho más para recuperarse por completo.

 Al terminar la cena, tiraron las sombras y apagaron el fuego. Decidieron dormir allí mismo pero se dieron cuenta que la siesta de cansancio que habían hecho al llegar, les había quitado las ganas de dormir por la noche. Así que se quedaron con los ojos abiertos, mirando el cielo entre las hojas de los árboles. Se notaba con facilidad que había miles de millones de estrellas allá arriba y cada una brillaba de una manera distinta, como si cada una tuviese personalidad.

 Fue entonces que el hombre más alto le dio la mano al más bajo. Se acercaron bastante y eventualmente se abrazaron, sin dejar de mirar por un instante el fantástico espectáculo en el cielo que les ofrecía la naturaleza. Poco a poco, fueron apareciendo estrellas fugaces y en poco tiempo parecía que llovía de nuevo pero se trataba de algo mucho más increíble. Se apretaron el uno contra el otro y, cuando todo terminó, sus cuerpos descansaron una vez más, con la diferencia de que ahora sí podrían estar en paz consigo mismos y con lo que había sucedido.

  Horas antes, habían tenido que abandonar a su compañía para intentar salvarlos. No eran soldados comunes sino parte de una resistencia que trataba de sobrevivir a los difíciles cambios que ocurrían en el mundo. Al mismo tiempo que todo empezaba a ser más mágico y hermoso, las cosas empezaban a ponerse más y más difíciles para muchos y fue así como se conocieron y eventualmente formaron parte del grupo que tendrían que abandonar para distraer a los verdaderos soldados.

 La estratagema funcionó, al menos de manera parcial, pues la mayoría de efectivos militares los siguieron a ellos por la costa rocosa en la que se encontraban. Fue justo cuando todo parecía ir peor para ellos que, de la nada, se dieron cuenta de lo que podían hacer cuando tenían las mejores intenciones y hacían lo que parecía ser lo correcto. En otras palabras, fue justo cuando necesitaron ayuda que de pronto desaparecieron de la costa y aparecieron en ese bosque.

 No había manera de saber como o porqué había pasado lo que había pasado. De hecho, sus pocas palabras del primer día habían tenido mucho que ver con eso y también con las heridas que les habían propinado varios de sus enemigos. Ambos habían sido golpeados de manera salvaje y habían estado al borde de la muerte, aunque eso no lo sabrían sino hasta mucho después. El caso es que estaban vivos y, además, juntos. Tenían que agradecer que algo así hubiese pasado en semejantes tiempos.

 Al otro día las palabras empezaron a fluir, así como los buenos sentimientos. Se tomaron de la mano de nuevo y empezaron a trazar un plan, uno que los llevaría al borde del bosque y eventualmente a la civilización. Donde quiera que estuvieran, lo principal era saber si estaban seguros de que nadie los seguiría hasta allí. De su supervivencia se encargaría el tiempo. Caminaron varios días, a veces de día y a veces de noche pero nunca parecían llegar a ninguna parte.

 El más bajo de los dos empezó a sentir que algo no estaba bien. Se abrazaba a su compañero con más fuerza que antes y no soltaba su mano por nada, ni siquiera para comer. El miedo se había instalado en su corazón y no tenía ni idea de porqué.


 El más alto gritó cuando una criatura se apareció una noche, cuando dormían. Parecía un hombre pero no lo era. Fue él quién les explicó que nunca encontrarían una ciudad. Ellos le preguntaron porqué y su única respuesta fue: “Funesta es solo bosque. Todo el planeta está cubierto de árboles”.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Beso en la espalda

   Sentí su beso de todos los días en la espalda y luego como su peso dejaba la cama y se alejaba de mi. La verdad yo estaba muy cansado. El día anterior había tenido que trabajar como nunca y no había tenido tiempo ni de voltearlo a mirar. A veces sentía culpa, pues en esos días que debía entregar mi trabajo, siempre pasaba a ignorarlo y él debía de ver que hacía mientras yo escribía sin cesar y gritaba por el teléfono. Cuando las cosas eran al revés, él siendo el ocupado y yo no, jamás me dejaba de lado. Me pedía consejos y que le corrigiera todo lo que pudiera, así yo no supiera nada de informes inmobiliarios. Juan parecía siempre estar allí para mi pero yo rara vez para él. Cuando me despertó con el beso, no lo sentí medio dormido como siempre. Y quise levantarme y pedirle que no se fuera o al menos darle un beso de verdad de despedida pero no sé que me impidió hacerlo.

 Cuando me liberaba de mi trabajo, había demasiado tiempo de sobra y esta vez me la pasé pensando en mis errores. La verdad, tenía miedo de que algún día de estos ese beso en la espalda dejara de existir. Tenía miedo que Juan decidiera no volver o si acaso volver solo para decirme que no aguantaba más y que prefería cualquiera cosa a seguir viviendo así conmigo. En ese momento de susto, lo único que me quedaba era mejorar como esposo. Así que me puse a hojear por varios libros de cocina que teníamos, rara vez usados, y encontré una que creí ser capaz de hacer. Primero tenía que ir al supermercado a comprar los ingredientes pues no habíamos podido ir por culpa de mi trabajo. Me di cuenta que hasta nutricionalmente mi trabajo estaba afectando mi relación y mi cuerpo.

 En el supermercado aproveché para comprar cosas que a él le gustan como cereal de colores y un café especialmente aromático. También pescado, que yo odio pero el adora, y otros productos que compartimos a lo largo de la semana cuando, por coincidencias de la vida, los dos estamos desocupados. Sin duda esos eran los mejores momentos, cuando nos quedábamos en la cama hasta tarde, abrazados o besándonos como cuando nos conocimos. Después nos pasábamos el día comiendo dulces y demás cosas no muy buenas para la salud pero compartidas en todo caso. Nos tomábamos de la mano y veíamos películas o lo que hubiese en televisión y por la noche seguramente hacíamos el amor en ese mismo sofá donde habíamos estado toda la tarde.

 Todo eso normalmente pasaba un sábado o un domingo. Entre semana él estaba muy cansado y a veces yo tenía que ir a la oficina a discutir ideas, o más bien a refutar las ideas de mi editora. Solo teníamos esos dos días y eso era cuando el calendario era amable con nosotros. El mes en el que sentí miedo no habíamos tenido un solo fin de semana decente y eso que ya estábamos a veintinueve. No quería que eso pasara más, no quería que fuésemos de esas parejas que están contentas con no verse nunca, como si el compromiso fuera lo más importante. A mi los compromisos y las promesas me resbalan si no contienen nada y yo a él lo amo todavía y lo sé y lo siento. Lo necesito.

 Revisé la lista que había hecho para comprar los víveres y me di cuenta que me faltaban las especias que le daban el sabor preciso a la receta que pensaba hacer. Tenía que comprar orégano y pimienta , tal vez algo de laurel, tomillo y albahaca. Sin duda era un sabor muy italiano que yo nunca había tratado de hacer pero lo iba a intentar pues de ello dependía mi estabilidad mental ese día. Mientras observaba el estante de las especias, alguien cerca revolvía el contenido de uno de los congeladores. Era uno de esos que tienen las cajas de los helados y era un hombre el que sacaba uno y la volvía a poner, y movía unas para sacar la que estuviera más abajo y luego volvía y miraba y así. No le di mucha importancia. Tomé mis especias y caminé con cierto apuro a la caja.

 Fue saliendo del supermercado que una mano se posó en el hombro y me di la vuelta casi al instante por miedo de que fuera un ladrón o algo parecido. Resultó que no era un ladrón sino el tipo del congelador. Pero eso solo lo pensé por un segundo pues ese tipo resultaba ser también uno de los mejores amigos de Juan. Sonreí falsamente mientras le daba la mano y veía que sostenía en la otra una bolsa con dos cajas de helados. No nos veíamos hacía bastante, cuando en una fiesta yo me había sentido bastante incomodo y él me había ayudado haciéndome uno de los mejores mojitos que he probado. Recordamos ese momento y nos reímos. Viendo mis bolsas, me invitó a su automóvil y me dijo que me llevaría a casa para que no caminara tanto. Me iba a negar pero eso no hubiera servido de nada. Era de esas personas que insistían.

 En el automóvil, recordamos todo lo que tenía que ver con esa fiesta. Había sido memorable pues había sido una de las primeras a las que Juan y yo habíamos asistido como pareja de casados y mucha gente se incomodaba visiblemente cuando veían nuestros anillos y más aún cuando mis nervios me urgían a tomarle la mano a mi esposo, como si estuviésemos a punto de atravesar la línea enemiga. El amigo de Juan, que se llamaba Diego, de pronto anunció que muchas de esas personas ya no le hablaban por ese día. A mi eso me sentó muy mal pero él trató de animarme diciendo que la gente era toda una porquería y que no se podía vivir de lo que solo unos pocos pensaban.

 Me preguntó que pensaba mi familia y la de él y le conté que, por extraño que pareciera, todos parecían estar ahora más cómodos con nuestra relación que antes. De pronto era el hecho de haber formalizado todo lo que nos daba cierto grado de madurez y de respeto, pero francamente yo me sentía igual antes y después de casarme. Nunca le había dicho a nadie, pero todo eso para mi sobraba con tal de que pudiera despertarme junto a él todos los días. Juan era más tradicional en ese sentido y me casé para hacerlo feliz. Apenas dije eso miré la cara de Diego, pero no había en su cara nada que indicara que esa razón había sido errónea. Cuando llegamos a casa, lo invité a pasar.

 Hice algo de café y le pregunté por su vida mientras alistaba los ingredientes de mi receta. Me dijo que se había divorciado y en el momento estaba tratando de que su ex no le quitara su derecho de ver su hija, una bebé muy bonita de la que yo había visto fotos en esa fiesta hacía meses. Diego me dijo que no tenía mucho dinero ahora y que había tenido que mudarse. Él era periodista y trabajaba desde casa, lo que explicaba que estuviera en mitad de la tarde comprando helado en el supermercado. Estuvo de acuerdo conmigo en que la vida así podía destruir una relación pero, al ver mi cara de tristeza mientras cortaba unos tomates, dijo que no todas las parejas llegaban hasta el punto del divorcio. Muchas historias terminaban mucho mejor que la suya.

 Mientras el bebía café, yo iba condimentado la carne y cortando más verduras y poniéndolo todo en el horno. La verdad es que nunca me había dado cuenta que Diego era tan entretenido. Como amigo de Juan, siempre me había parecido algo payaso, poco serio. Pero ahora parecía que su vida le había dado una lección muy dura y su personalidad parecía haber respondido a ello. De todas maneras, cada cierto rato, salían toques de ese humorista frustrado que tenía dentro. Me aconsejó un poco respecto a las especias y el tiempo y temperatura del horno, pues con su ex habían hecho un curso de cocina. Me iba a disculpar por recordarle esos momentos pero no me dejó, prefiriendo verificar todo él mismo.

 La tarde estaba terminando y le dije que se quedara un rato más para saludar a Juan. Miró el reloj preocupado y dijo que no podía quedarse mucho después de eso. Fue en ese momento que se me quedó mirando y entonces me dijo que no me preocupara pues mi relación con Juan tenía algo que la de él nunca había tenido de verdad. Le pregunté que era pero justo ahí timbró Juan y se saludaron con Diego como cuando estaban en el colegio. De pronto eran chicos de diecisiete años y me alegró verlos a ambos tan felices. Diego empezó a disculparse, argumentando que debía irse pero yo se lo impedí, invitándolo a probar la cena que él mismo había ayudado a lograr. Juan sonreía sorprendido y todos cenamos a gusto, riendo de las anécdotas de Diego y del día de Juan en la oficina y entonces supe, en un momento, cual iba a ser la respuesta de Diego.


 Cuando por fin lo dejamos ir, lleno y contento, nos despedimos con abrazos, prometiendo no dejar pasar mucho tiempo hasta vernos de nuevo. Apenas se fue, Juan me abrazó y me besó y me agradeció por esa noche. Después de limpiarlo todo, fui directo a la cama donde me esperaba Juan ya casi dormido. Me pidió acostarme junto a él. Nos quedamos mirándonos por largo rato hasta que nos besamos suavemente y entonces, después de un par de ajustes a nuestras posiciones, nos quedamos dormidos. Recuerdo que lo último en que pensé antes de sucumbir al cansancio fue en la mirada de Juan. Por eso tomé sus manos y las apreté con fuerza contra mi. Otro beso cálido en la espalda.