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lunes, 3 de octubre de 2016

Bajo la neblina

   Cuando se despertó, estaba en un mundo muy distinto al que recordaba. Todo parecía cubierto por una espesa neblina y sentía que cualquier cosa podría estar allí, esperándolo, poco pasos más allá de donde estaba. Había estado acostado en el suelo, lo que parecía ser una calle. Se levantó con cuidado, pues lo invadió de pronto un dolor en todo el cuerpo que casi lo derriba de nuevo al piso. Se sintió algo mareado e incluso tuvo ganas de vomitar. Pero se resistió. Se pasó una mano por la panza y terminó de ponerse de pie.

 La neblina hacía que cerrara los ojos con frecuencia. Parpadear era la respuesta obvia a semejante situación en la que había luz pero no servía de nada. Estiró las manos para ver si la neblina era sólida en algún punto, pues lo parecía, pero esta se desvaneció tan pronto sus dedos se encontraron con ella. Tenía miedo. Sus manos empezaron a temblar y no era solo por el frío que sentía sino porque no tenía ni idea de lo que iba a pasar después. No sabía que había más allá de ese fenómeno climático extraño. Parecía mejor quedarse allí.

 Sus piernas se movieron primero, casi independientes de todo el cuerpo. De alguna manera, sentía que era importante empezar a moverse y no quedarse en el mismo sitio de siempre. Así que caminó de frente, teniendo cuidado con no estrellarse contra nada. Estiraba las manos para evitar postes y otras estructuras de varios materiales que había por todo el espacio. Lo raro fue cuando se estrello con otra cosa pero esta era algo más blanda que el resto. De hecho, cuando sus ojos se ajustaron a la luz y la neblina, se dio cuenta de que había sido una persona.

 Dicha persona no se quedó a charlar sino que siguió su camino como si nada hubiese pasado. Cuando él se dio cuenta de que había tenido a otro ser humano tan cerca, quiso seguirlo y pedirle ayuda o decir algo, lo que fuera. Pero eso fue imposible: la persona se había ido en un momento y no tenía sentido perseguir a nadie por entre la neblina, Podía incluso ser muy peligroso. Así que siguió su camino a lo largo de una calle y no se detuvo hasta que un edificio le cerró el paso. Caminó por el lado del mismo y entonces encontró un gran aviso con la palabra “hotel”.

 A un lado del aviso el hombre pudo escuchar un ruido. Eran voces. Se acercó con cuidado y se dio cuenta de que era una puerta. Entró al edificio empujando con demasiada fuerza la puerta, lo que casi le hice caer al suelo. No lo hizo porque uno de sus manos seguía apretando el asa de la puerta. Cuando se incorporó, se dio cuenta que adentro del hotel no había neblina y que podía ver como una persona normal, sin necesidad de estirar los brazos o de adivinar que pasaba delante de él.

 El espacio delante de él era muy grande y, hay que decirlo, hermoso. Casi todo estaba hecho de madera. En las paredes ese material parecía salirse, convirtiéndose en varias formas que algunos artistas seguramente habían creado con la intención de darle un toque mágico a la primera planta del edificio. Los adornos eran también espectaculares: escaleras rematadas con metales preciosos, joyas en el techo, en candelabros y lámparas y varios cuadros y esculturas, casi todas de seres humanos a los que le faltaba alguna parte de su cuerpo.

 Lo siguiente que vio fue a los hombres y a las mujeres. Era raro que no hubiese sido lo primero en su lista de lo que veía pero es que el lugar era tan impresionante que era difícil saber adonde mirar. Las personas que había allí parecían estar cada una haciendo lo suyo. Que él viera, no había nadie interactuando, ni siquiera los que estaban apostados en la recepción. Él se les acercó y les habló, pidiéndoles ayuda ya que no sabía donde estaba ni porqué. Pero ellos ni se inmutaban. Estaban concentrados en sus computadores.

 Se acercó entonces a un pequeño bar que había a un lado. Algunas personas tomaban un trago y otros fumaban o leí el periódico. De nuevo, no interactuaban entre sí. Parecía que se ignoraban los unos a los otros intencionalmente. Él trató de hablar con un par de personas pero no le hicieron el mínimo caso. Estuvo tentado a golpearlos en la cara o a gritarles pero la verdad era que no sentía la fuerza para hacer nada de eso.  Desde que se había despertado en el suelo, en la calle, su cuerpo se sentía débil, incapaz de pelear si fuese necesario.

 Salió de la zona del bar y se cruzó frente a casi todos los huéspedes y trabajadores del hotel que pudo encontrar en el primer piso. Incluso se metió a las cocinas y a la zona de calderas pero en ningún momento le prohibieron el paso ni le pusieron atención. En un momento pensó que era invisible y la gente simplemente no lo veía pero luego se dio cuenta que eso no explicaba porqué no se hablaban entre ellos. No sabía que hacer, estaba desesperado y no encontraba un camino fuera de esa situación de locos en la que no sabía como se había metido.

 Determinado, subió a uno de los pisos de habitaciones en ascensor y decidió actuar como un loco: tocando cada puerta para ver quién le abría y le hablaba. Aunque al comienzo nadie salía, después algunas personas empezaron a abrir sus puertas. Pero no parecían dispuestos a ayudar sino que parecían muy enojados. Al parecer no les gustaba en lo más mínimo que alguien se metiera con la paz que había en aquel rincón del mundo. No gritaban ni nada parecido pero era obvio que él no era bienvenido.

 Para evitar un incidente, salió del hotel lo más pronto que pudo. Caminó un rato sin darse cuenta que estaba entre la neblina y que no tenía ni idea hacia donde había ido y porqué. Cuando dejó de pensar en las caras de las personas del hotel, se dio cuenta que había llegado a un parque. Se sentó en el pasto y miró hacia arriba: el sol estaba casi sobre su cabeza, brillando de manera débil sobre el mundo. Estaba muy confundido. Parecía que la gente se negaba a ver la realidad pero no tenía sentido el porqué. Y no lo entendería si no hablaban con él.

 Se dio cuenta que la única reacción obtenida había sido al hacer algo fuera de lo común así que se dio cuenta que si quería salir de allí debía hacerlo de una manera tan alocada que las personas tendrían que reconocer su existencia o dejarlo destruir su tranquilidad y parecía que eso no les gustaba nada. Era obvio que si seguía sus actitudes, estaría atrapado bajo la neblina por mucho tiempo, quién sabe cuanto. La única respuesta factible era salirse de la norma y tratar de sacarlos de su zona de confort, moviendo el eje de su mundo.

 Sin pensarlo dos veces, el hombre se puso de pie y empezó a quitarse, una a una, sus prendas de vestir. Primero la camisa y luego la camiseta que llevaba debajo. Luego el cinturón, los pantalones y antes de eso los zapatos, que lanzó tan lejos como pudo. Cuando estuvo en ropa interior dudó un poco de su plan. De pronto lo estaba haciendo por las razones erróneas. Tal vez sí era lo mejor seguirles la cuerda. Pero entonces, allí entre la neblina, vio que una mujer lo miraba asustada. Temblaba de arriba a bajo y tenía a un niño cogido de su mano. Esa fue la señal.

 Con un movimiento rápido se quitó los calzoncillos y los lanzó en dirección a la mujer que no gritó pero pareció haberlo hecho. Así como estaba, empezó a caminar en línea recta, sin importar por donde pisaran sus pies. Evitaba algunos objetos pero de resto miraba hacia delante y trataba de pensar que más podías hacer. Bailar serviría pero para eso tendría que detenerse y eso no parecía buena idea. De la nada, le vino la idea a la mente: empezó a silbar, al ritmo de una canción que recordaba de hacía muchos años.


 La neblina pareció empezar a desvanecerse, al mismo tiempo que el sol empezaba a bajar en el cielo. Pronto, el hombre pudo ver mejor su camino y a la gente que lo miraba de un lado y de otro. Siguió silbando y luego decidió cantar, elevando su voz al máximo que le era posible. Una zona sin neblina se había creado. En un momento escuchó una risa. Y después otra más. Y después otras voces que cantaban más canciones y que hablaban. No eran todo pero eran muchos. Él no sabía que era lo que había hecho pero estaba seguro de que era lo correcto.

miércoles, 31 de agosto de 2016

A oscuras

   Las gruesas gotas que lluvia que cayeron esa tarde fueron suficientes para despertarme. Sin querer, me había quedado dormido a la mitad de una película. Tenía las arrugas de la sabana marcadas en mi cara y parecía que ya era bastante tarde, muy tarde para en verdad aprovechar lo que quedaba del día. Por el cansancio particular que sentía todas las tardes, me había perdido de nuevo de la mitad del día. Lo que menos me gustaba del caso es que, en algún punto de la noche, debía obligarme a dormir.

 Me puse de pie, cerré el portátil y me acerca a la ventana más cercana. Afuera no se veía nada. Estaba muy oscuro y solo se oían los constantes truenos y relámpagos que eran algo muy común de estas tormentas. Cada cierto tiempo un trueno iluminaba la noche y marca un espacio por un momento pero después cambiaba de sitio y jamás era lo mismo en toda la noche.

 Caminé en la oscuridad al baño, donde oriné tratando de despertarme por completo pero me di cuenta que, al menos en parte, eso no era posible. No porque estuviese cansado ni nada por el estilo sino porque siempre habían partes y cosas que yo no conocía, pequeñas sorpresas que mantenían siempre ocupado. Intenté usar agua para despertarme y eso fue lo único que funcionó, a medias porque al salir del baño patee sin querer el guarda escobas, lo que me causó un gran dolor. 

 Caminé a la cocina medio cojeando y allí busqué algo de comer pero no había casi nada. Lamentablemente, ninguno de mis clientes me había pagado hasta ahora y sin ese dinero no tenía absolutamente nada. Tomé lo último de jamón y de queso que tenía, sin la mantequilla que me encantaba, y me hice un sándwich con un pan duro que encontré en la alacena. Me dolió la mandíbula después de comer pero definitivamente eso era mejor que aguantar hambre y yo tenía mucha.

 Comí en silencio y a oscuras. No quería prender la luz porque me había quedado dormido en la oscuridad y sabía que mis ojos se habían acostumbrado a esa cantidad de luz.  Si prendía las luces de la casa, sería demasiado para mis ojos y dormir de nuevo sería casi imposible. Por eso me quedé un largo rato en la oscuridad después de comer mi sándwich, pensando sobre todo y nada.

 La verdad, el tema del dinero me tenía pensativo. Normalmente yo pedía un adelante siempre que hacía trabajos para la gente pero esta vez el cliente no había podido hacer eso por mi pero no era suficiente razón para negarle mis servicios. Al fin y al cabo que necesitaba el trabajo. Y ahora estaba terminado y la persona no aparecía. No era la primera vez y no sería la última, no con la gente como es.

 Decidí volver a mi habitación y tomar la billetera. No tenía mucho, más bien casi nada allí. Solo algunas monedas, nada importante. En el cajón en el que guardaba todo, mi caja de seguridad en cierto modo, tenía un billete que había pasado por alto o, mejor dicho, que había dejado para emergencias como un accidente o algo por el estilo. Pero ya que no me había pasado nada en tanto tiempo, decidió arriesgarme. El hambre que tenía era enorme y prefería vivir ahora y no después, si es que eso tiene razón.

 Mi barrio es algo oscuro y las luces de la calle no son muy brillantes, lo cual es perfecto para mi. Salí con mi viejo pero confiable paraguas. La tienda a la que iba estaba en la cuadra siguiente. Tomé una pizza congelada y una lata de mi bebida gaseosa favorita. Además, unas galletas de chocolate para comer en otro momento, tal vez antes de dormir.

 Cuando salí de la tienda estaban cerrando. Era medianoche. Tenía mucha suerte al vivir en un barrio lleno de fiestas y jóvenes en el que el comercio abría hasta tarde. Si no hubiera sido por eso no hubiese podido comer como lo hice después, pasada la una de la madrugada. Caminé alegremente bajo la lluvia con mi bolsita de provisiones y fue al cruzar la única calle que tenía que cruzar cuando pasó lo que debía pasarme por vivir distraído o por estar demasiado contento bajo la lluvia.

 Mi pie derecho, por alguna razón, se deslizó mucho hacia delante. Perdí el equilibrio y caí al suelo, en la mitad de la calle. El susto grande no fue ese sino ver que un carro se me acercaba y paraba justo a un metro o menos de donde estaba yo tirado. Me levanté como pude pero no podía apoyar el pie pues me había hecho daño al apoyarlo mal sobre el piso mojado. El del coche no salió a ayudarme ni nada por el estilo. Al contrario, uso el claxon del vehículo para apurarme.

 Mojado y con dolor, tiré la sombrilla a un lado y me puse de pie como pude. El idiota del coche siguió su camino. Quise darme la vuelta e insultarlo y recordarle a su madre con algún insulto, pero no se me ocurrió nada en el momento. Estaba muy ocupado cojeando para apoyarme sobre el muro de un edificio, recogiendo mi bolsa y mi paraguas del piso.

 Allí me quedé un rato, sin pensar en nada, solo en el dolor que sentía. La puerta de mi edificio estaba solo a unos metros pero no me moví hasta pasado un cuarto de hora. La lluvia me caía encima y se mezcló con mis lágrimas. Mi caída había causado que algunos sentimientos guardados de hacía tiempo salieran sin control. Pero los controlé como pude para poder regresar a mi casa y seguir mi noche.

 Apenas entré en la casa, eché la pizza al horno y la bebida al congelador. Abrí el paquete de galletas y me comí un par, como para que el sabor dulce me ayudara para superar el tonto suceso que había acabado de vivir. Me limpie las lagrimas y me senté en el sofá, pensando que era una tontería pensar en mi soledad solo porque me había caído al piso. Porque cuando me puse de pie en la calle, pensé que hubiese sido ideal estar con alguien para que me ayudara y se compadeciera de mi.

 Pero eso jamás lo había tenido y, la verdad, no era algo que hubiese buscado nunca activamente. Por eso llorar por semejante cosa era tan estúpido. Sin embargo me hizo sentir mal, muy solo y patético. Tenía que admitir que pensaba que todo sería mejor con una persona a mi lado, alguien que no me dejara dormir en las tardes, que pudiese abrazar en las noches, que me acompañara a la tienda y que me ayudara a levantarme del suelo si me caía en la mitad de la calle.

 Había vivido ya muchos años pensando que era algo que no quería, que mi libertad era más importante que compartir mi vida con alguien pero ahora me daba cuenta que una cosa no tiene que ver con la otra. Podía haber optado por un poco de ambos. Hay gente que entiende lo de ser libre y es capaz de respetar eso en la vida de alguien más. ¿Porqué me había limitado tanto? ¿Porqué había hecho que las cosas fueran de un color o de otro en mi vida, cuando no tenía porqué ser así?

 El timbre del horno avisando que la pizza ya estaba lista me sacó de mis pensamientos. La saqué y la puse en un plato. Tomé la bebida y me senté en mi mesa de cuatro sillas a comer casi en la oscuridad. Afortunadamente entraba la luz de otros hogares y del tráfico de la calle, lo que era suficiente para poder cortar la pizza y comer con tranquilidad.

 Mientras comía, me daba cuenta que también había estado solo tanto tiempo porque nadie se había interesado en estar conmigo. Es cierto que había decidido no tener nada con nadie pero tampoco era que rechazara a gente todos los días. De hecho, era muy poco común que alguien me dirigiera un piropo o al menos unas palabras amables, claramente coqueteo. Eso solo había pasado un par de veces en mi vida y ambas cuando era muy joven.


 Creo que la gente ve en mi algo que les asusta, algo que les dice que no es seguro acercarse. Tal vez solo quieren estar un rato e irse o ni siquiera acercarse en primer lugar. No sé que es lo que piensan porque casi siempre siento que no me ven, que soy invisible. Pero no importa. Habiendo terminado mi pizza y mi bebida, vuelvo a la cama con las galletas. Gracias al dolor en mi tobillo, me quedo dormido rápidamente.

viernes, 10 de junio de 2016

El jarabe

   El jarabe que me había dado el doctor tenía un sabor horrible. No era algo sorprendente ya que prácticamente todos los jarabes sabían horrible, no importa de que sabor se supone que sea. Este era para mi garganta, pues la tenía bastante gastada por culpa de la gripa. Por un par de días no había podido hablar del dolor y el jarabe fue como magia para mi cuerpo, pues ya al otro día podía hablar con normalidad. Decidí ser juicioso y tomarme la cucharada que debía tomarme cada tantas horas sin falta. No deseaba quedarme con ese horrible dolor toda la vida.

 Lo malo de todo era que tenía que seguir trabajando, haciendo cosas para ganar al menos un poco de dinero para seguir viviendo. Mi trabajo consistía en moverme de un lado al otro de la ciudad, vendiendo productos por catalogo a quienes lo solicitaran. Internet hacía la mayoría del trabajo pero había quienes preferían hacerlo con un ser humano porque así podían hacer preguntas que serían respondidas al instante. Y la gente siempre tenía muchas preguntas.

 Cuando iba por la mitad del jarabe, tuvo que visitar a una señora mayor al otro lado de la ciudad. La casita en la que vivía no era nada muy especial por fuera. Sin embargo por dentro era como entrar en un museo de hace cincuenta años. Todo estaba perfectamente conservado pero nada de lo que había por ahí era actual. Lo único que contrastaba con el diseño general era el celular que la mujer cargaba en la mano.

 Tuve que llevar mi tableta electrónica para mostrarle a la mujer los productos. Mientras ella veía lo que había, me contaba de su hija la psicóloga, quien era la persona que le había recomendado el servicio. Me hablaba de ella como si yo la conociera y francamente no tenía idea de quién me estaba hablando. Debía ser que otro vendedor se había encargado de ella o que pedía por internet y la señora no entendía muy bien lo que eso significaba.

 Le tuve mucha paciencia. De hecho, estuve toda la tarde allí, esperando a que mirara cada una de las secciones del catalogo, incluso aquellas que obviamente a ella no le interesaban, como la de los juguetes o la de aparatos electrónicos. Me sirvió leche entera, que no puedo tomar porque soy intolerante a la lactosa, y varias galletas de avena que parecían hechas por ella misma.

 Las galletas me las comí despacio pues estaban algo secas y tuve que pedirle agua para poder comerlas. Le expliqué lo de la leche pero la señora no entendía nada de la lactosa y de las horribles cosas que me pasarían si me ponía a tomar leche. El caso es que me dejó servirme un vaso de agua en la cocina. Aprovechando, me tomé mi cucharada de jarabe ahí mismo.

 Esa jugada no fue la más inteligente. Siempre se me olvidaba que el medicamento me daba un sueño tremendo, una sensación debilitante bastante desagradable. Era como si me curar a partir de la destrucción de todo lo que era mi ser. Cuando me preguntó sobre el tipo de madera que habían usado para la tapa de un piano, yo ya estaba medio dormido, con la sensación de tener la cabeza inflada y llena de humo. Le respondí a partir de mi memoria y miré el reloj. No era tan tarde como creía pero tampoco tan temprano como para no irme.

 Le pregunté a la mujer si podíamos seguir otro día y ella me dijo que le parecía lo mejor. Sin embargo, me pidió que le repitiera lo que había pedido para asegurarse de no haber pedido algo innecesario y también para saber si se le había olvidado algo. Fue el momento más complicado de mi vida. Me sentía peor que borracho, me sentía a la merced de cualquier persona. Como pude, fui diciendo uno a uno los nombres de los productos que había ido anotando.

 Me esforzaba por pronunciar bien cada nombre, por no equivocarme y parecer un idiota. Sentí que el tiempo se dilataba y que cada palabra que salía de mi boca tomaba años para salir en verdad, como si fuera un truco de magia muy lento. Al terminar miré a la mujer y, como yo la veía, parecía calmada y no del todo extrañada por mi comportamiento. Mientras ella pensaba si faltaba algo, tomé más agua.

 Cinco minutos después estaba en la puerta, despidiéndome con un apretón de manos que de pronto fue muy fuerte. No se me podía pedir que controlara la fuerza en ese caso. Me sentía muy extraño y lo único que quería era volver a mi casa. Creo que tuve un ataque de pánico apenas estuve en la calle y tuve la suerte de no estar en un sitio concurrido ni nada por el estilo. Sentía mis dientes castañar y el sonido de mis rodillas al temblar.

 Decidí respirar profundo y caminar hacia la avenida, que no quedaba muy lejos de allí. Eran solo dos calles. Esa era mi primera misión. Ya después habría otras pero lo importante era ir paso a paso. Así que puse un pie frente al otro y empecé a caminar hacia la avenida. El mundo no se quedaba quieto, me daba vueltas y tenía unas ganas terrible de vomitar. Era la primera vez que el jarabe me sentaba así de mal.

 Tal vez había sido la mezcla con la galletas de avena viejas o ese sorbo que había tomado de la leche a petición de la mujer. Era ofensivo cuando alguien no creía que uno supiera sus propios gustos. Era algo insultante pero tuve que concederle el deseo a la anciana para que mi tiempo allí terminara lo más rápido posible.

 Cada paso lo daba como si sus pies fueran de plomo. Los exageraba mucho para poder sentir que estaba avanzando. Muchas veces me pasaba que creía haber caminado y de verdad no me había movido del mismo sitio. Era algo horrible pero eso al menos me había pasado en casa un domingo, cuando había tomado el jarabe y me habían dado ganas de ir al baño. Lo único terrible de esa historia es que tuve que cambiar las sabanas cuando recobré mi estado mental normal.

 Cuando por fin llegué a la avenida, tomé aire y respiré intranquilo. Sentía que sudaba frío, que las gotas me resbalaban por la nuca y por las sienes. Traté de no mirar a nadie a los ojos pero fracasé olímpicamente. Caminé hacia una parada de bus cercana y sentí como todo el mundo me miraba a mi. Me miraban de arriba abajo como si fuera un monstruo caminando suelto por ahí. Yo no mantenía la mirada con nadie y solo miré la calle, esperando que apareciera un taxi pronto.

 Jamás me subía a los taxis en mi ciudad. Los conductores eran groseros y no tenían ni idea de manejar. Además, cobraban como si estuviesen llevando a la reina de Inglaterra y no a mí, un pobre diablo que apenas y tenía un trabajo con el cual poder seguir viviendo de manera más o menos decente. Mantuve la mano arriba mientras pasaban los carros y por fin paró uno. Lo miré y, aunque la imagen era brillante, supo que sí era un taxi. Me subí con torpeza a la parte trasera y el conductor arrancó.

 Me preguntó para donde iba pero yo no podía hablar de inmediato. Necesitaba recuperar mis fuerzas. Sin embargo hice el mayor esfuerzo y dije algo que no supe que fue pero al parecer sí había sido mi dirección porque el hombre no volvió a preguntarme nada. Sin embargo, no confiaba en mí mismo así que saqué mi celular y busqué mi nombre. Tenía escrita mi dirección por si se me perdía el aparato alguna vez, aunque ningún ladrón devuelve nada en estos tiempos.

 Le mostré la dirección al hombre y creo que asintió. En el asiento trasero de ese taxi me sentí morir. Quería llorar y gritar y patear y hacer otro montón de cosas porque me sentía débil y a punto de perder el conocimiento. El viaje parecía no parar y yo miraba por la ventana y hacia delante moviendo las piernas con desespero, cruzando los dedos porque parara ya.

 Cuando por fin lo hizo, me enredé sacando dinero y creo que le di más de lo que era. No me importó, no en ese momento. Salí a la calle con mi maletín en una mano y mi celular en la otra. Caminé derecho y descubrí que sí estaba en mi edificio. Minutos después la ropa estaba por el piso y yo estaba metido en la cama temblando.


 ¡Maldita medicina! Y yo no decía nada porque la porquería sirve y, ¿qué sentido tendría quejarse de lo que sirve?

lunes, 28 de marzo de 2016

La sombra de los libros

   Como todos los días, se sirvió una taza de cereal con leche fría y una cucharada de azúcar aparte pues no le gustaban las hojuelas sin mucho sabor pero tampoco las azucaradas. Lo comía despacio, mirando las noticias de la mañana o, sino estaba de humor, leyendo alguna cosa en internet. Eso ocurría normalmente entre las siete y las ocho de la mañana. Ya para las nueve debía estar ya en su puesto de trabajo, después de un breve viaje en bus.

 Su trabajo no era nada del otro mundo: era el encargado de mantener el orden en una librería, cuidando que cada uno de los ejemplares estuviera donde tenía que estar. Era una librería bastante grande, con dos pisos completos a disposición de quienes vinieran a buscar algo que leer. Había grandes clásicos, que eran fáciles de ordenar alfabéticamente, pero también libros de diferentes artes y temas y para niños, que eran a veces más difíciles de ordenar por las formas en las que venían.

 En el día sólo interactuaba con un par de personas y la verdad era que casi no había que hablar. No solo por la regla no oficial de no hablar en voz alta, como si estuvieran en una biblioteca, sino que también por el hecho de que él hacía tan bien su trabajo, que no había necesidad de estarle diciendo qué hacer. Apenas llegaba un libro nuevo sabía muy bien donde poner los ejemplares. Lo mismo si encontraba libros rotos o cosas por el estilo.

 Cabe aclarar que no interactuaba nunca con los clientes. Eso lo hacían los vendedores y él no era una. Extrañamente la gente entendía eso a la perfección puesto que él se ponía un uniforme algo distinto al de sus compañeros. Por eso el día que Alex le habló, fue sin duda un día muy distinto.

 En años de trabajar allí, nadie nunca le había dirigido la palabra. Incluso mientras ordenaba libros, nadie nunca parecía notar que estaba allí. Eso le ocurría no solo en el trabajo sino en la vida en general. En el bus siempre lo empujaban y parecían no darse cuenta que estaba allí. Cuando hacía fila para algo a veces se lo saltaban hasta que él protestaba pero muchas veces no decía nada, por lo acostumbrado que estaba.

 Alex en cambio se le acercó tocándole la pierna ligeramente, pues él estaba subido en una escalera, y le preguntó acerca de un libro de fotografía que estaba buscando. Por la falta de costumbre, él se le quedó mirando un momento como esperando a que Alex se diese cuenta por si mismo del error que había cometido. Pero eso no pasó. De hecho Alex sonrió y le preguntó si no sabía dónde estaba ese libro. Lo único que hizo él fue extender su mano e indicar así el camino. No abrió la boca para nada. Alex entendió, sonrió de nuevo y se fue.

 Ese encuentro hizo que él soñara despierto toda esa semana. Se imaginaba discutiendo las técnicas de fotografía, de las cuales no sabía nada, de algún gran artista de ese contexto, asombrando así a Alex. Se pintaba mucho más interesante de lo que era y por eso, después de un rato, solar despierto perdía todo interés real. No tenía sentido imaginar cosas que no pasarían, menos aún cuando el resto del mundo seguía ignorándolo. Había sido una cosa de una sola vez.

 En sus días libres vestía con camisetas de diferentes diseños, con dibujos extraños o colores vibrantes. Era su manera de vivir con el hecho de que nadie lo notara nunca. Como las cosas eran así, pues se podía permitir se lo que escandaloso que quisiera con su vestimenta y, como lo comprobó apenas lo intentó, eso no cambiaba nada.

 Así que el sábado siguiente salió a caminar y a comprar algunas cosas que necesitaba. Se puso una gorra, una pantalones cortos amarillos y una camiseta con motivos florales. Hacía calor, entonces el atuendo venía bien. Fue primero a un centro comercial pero no encontró las medias que quería y por eso tuvo que ir a otro al que no iba casi. Cuando encontró unas medias divertidas, casi se estrella con Alex, que estaba mirando la ropa interior. Él se disculpó rápidamente y estuvo a punto de seguir de largo pero Alex le sonrió y le preguntó si era el chico de la librería.

 Él jamás, hasta donde se acordaba, se había sonrojado por nada en su vida. Pero seguro que lo hizo cuando Alex le hizo esa pregunta, pues nadie nunca se la había hecho, nadie nunca lo había reconocido y se sentía bastante extraño. Por alguna razón, la mano donde tenía los dos pares de medias que iba a comprar, estaba temblando. Alex se dio cuenta pero no dijo nada. En cambio, dijo que le gustaban esas medias pero que él lo que buscaba eran bóxeres o algo así porque necesitaba con urgencia.

Esa confesión de su privacidad hizo que él se sonrojara aún más. No dijeron nada por un momento y entonces fue Alex el que dijo que no había encontrado nada. Se despidió diciéndole que ojalá se encontraran nuevamente. La mente del pobre joven empezó a correr como nunca antes puesto que eso tampoco se lo había dicho nunca nadie. ¿Qué habría querido decir Alex con eso? Tal vez era solo una forma de ser amable pero tal vez lo dijera en serio, tal vez sí quería volverlo a ver pronto.

 Solo unos minutos después reaccionó y se dio cuenta de donde estaba y qué estaba haciendo. Pagó sus medias y cuando llegó a casa lo único que echarse en la cama y pensar y soñar despierto hasta que empezó a soñar dormido sin darse cuenta.

 La semana siguiente en la librería estuvo con los nervios sensibles. El lunes había creído ver a Alex en un bus y el miércoles pensó que se lo había cruzado a la hora del almuerzo, en la calle. Así que estuvo todo el tiempo mirando para todos lados, pensando que el personaje en cuestión iba a entrar de un momento a otro a la librería. Estaba siendo un poco descuidado con su trabajo: en un mismo día hizo caer varias torres e libros, tanto así que por primera vez desde Alex, algunas personas parecieron notar su presencia. Incluso interactuó más de lo normal con sus jefes.

 Para el viernes, el nerviosismo había desaparecido. Siempre terminaba por ser coherente y había concluido que no tenía sentido alguno que Alex volviese de la nada a la librería. Al fin y al cabo, la primera vez que había venido parecía que buscaba algo que no era para él y si le gustaran más los libros seguro ya habría vuelto así que lo sensato era pensar en que no iba a volver o al menos no pronto. Así que dejó todo como estaba y siguió su vida de sombra como siempre.

 Sin embargo, algo cambió en él. Ya no estaba dispuesto a que lo empujaran en el bus ni que la gente se le colara en la fila del banco. No estaba dispuesto a dejar que los demás creyeran que no existía porque un día, en la ducha, se dio cuenta de que él sí existía: pagaba un alquiler, trabajaba, tenía sueños y ambiciones y soñaba despierto a cada rato. Eso lo hacía alguien y si eres alguien debes defender tu lugar.

 Empezó a imponerse, sin violencia pero con vehemencia, en el trabajo y en todas partes y pronto varias personas se dieron cuenta de su presencia y de que sus aportes eran valiosos y valían la pena ser escuchados. Se le confió la organización de la presentación de un nuevo libro y todo lo relacionado fue un éxito, desde la organización espacial de la firma de autógrafos, hasta el tiempo y el lugar para las fotos y demás. La autora quedó contenta con él y también la gente de la librería.

 Los clientes se dieron cuenta de su presencia como por arte de magia y fue entonces cuando se le ascendió a jefe de personal. Las cosas habían mejorado y todo por su encuentro con alguien que solo había visto dos veces, que él supiera, en su vida. Se lo imaginaba a veces, en las noches, caminando por ahí y sonriendo.


 Lo extraño de todo es que él era igual de distraído que la demás gente. Pues si hubiese puesto atención a los varios años en los que había vivido en su edificio, de varios pisos pero un espacio cerrado al fin, hubiese sabido que Alex era uno de sus muchos vecinos. Pero de eso solo se daría cuenta mucho después, por un pequeño accidente con alcohol de por medio. Pero esa es una historia para otro día.