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viernes, 1 de julio de 2016

Aromas y dolores

   El olor del lugar era penetrante, un aroma que contenía mucho otros, que despertaba los sentidos y hacía sentir cosquillas en todo el cuerpo. La tienda era pequeña pero el restaurante al fondo era mucho más grande. El local estaba ubicado en una de esas viejas casonas, por lo que la mayoría de mesas estaban ubicadas en un pequeño patio central donde la gente podía comer a la luz del sol, protegidos por una claraboya por si arrancaba a llover en cualquier momento.

 Mucha gente se daba cita en el lugar. Desde colegiales enamorados a miembros de grupos ilícitos. Claro, estos últimos iban bien vestidos y arreglados y solo sabía uno que habían estado allí cuando, días después, aparecían muertos en el periódico y uno se daba cuenta de quienes eran. También iba gente mayor a la que le encantaba el dulce y muchos turistas que pasaban por la zona y deseaban probar algo auténticamente nacional, el sabor local, por decirlo de alguna manera.

 Ese sabor no era uno, eran muchos, igual que los olores en el corredor que conectaba la tienda con el restaurante. A un lado de ese corredor, de uno cinco metros de largo por uno de ancho, estaba la cocina. Para poderla meter allí tuvieron que juntar dos habitaciones de la vieja casa, tumbando una pared que alguna vez había estado allí. Era el único cambio drástico hecho en la propiedad. De resto, todo era exactamente como en la época en la que la habían construido.

 Eso había sido, por lo menos, hace unos cien años. Pero el método de construcción había sido tan bueno, que solo tenían que hacer arreglos generales cada diez años o más. La casa había sido propiedad de una familia por mucho tiempo hasta que la línea de hijos se fue desvaneciendo hasta que el último la perdió en un evento que solo los visitantes más asiduos del restaurante conocían.

 Hacía unos veinte años, cuando la casa todavía era una de familia, un intruso se coló y mató con un cuchillo que encontró en la cocina a todos los habitantes de la casa. En ese momento, eran cinco las personas que vivían allí. A todas las había matado en la cama y, según decían, solo la última victima gritó pidiendo ayuda. El resto, al parecer, no tuvo ese lujo de darse cuenta de lo que estaba pasando.

 Los que conocían la historia, también sabían de los fantasmas que se suponía habitaban el recinto. Se decía que por las noches se oían los pasos del asesino por el pasillo y que algunas de las empleadas del restaurante encontraban a veces un cuchillo tirado en el piso, como sugiriendo el arma homicida. Otros decían que se veían a veces manchas de sangre de los muertos y otros que el aire se sentía pesado, como “respirado”.

 En todo caso, la mayoría de personas no sabían nada de eso. La única persona que compró la casa, a sabiendas de lo que había pasado, fue una mujer que por muchos años había sido vecina de la familia asesinada. Cuando le preguntaban sobre ellos, decía que su muerte había sido una tragedia pero que la verdad era que no eran las personas más agradables del mundo. Decía que el padre era un borracho y que le pegaba a su esposa casi todos los días.

 Además, muchos sabían que odiaba a su madre porque ella misma era vista en la puerta gritándole insultos a su propio hijo, cosa que en esa época a la gente le parecía muy divertido. Los otros habitantes de la casa eran los hijos de la pareja. Había una jovencita de unos dieciocho años, que todo el mundo decía ver con uno y otro chico por todos lados, y un niño pequeño de uno nueve años que se la pasaba solo en casa, con la abuela. Muchos le tenían lástima por la familia que le había tocado.

 La quinta muerta, contando a la abuela, era la esposa sufrida. Los propietarios de las tiendas en los alrededores juraban que siempre que la veían, la mujer tenían algún morado nuevo en el cuerpo, fuese en los brazos o en  la cara o en el cuello o se quejaba de algún dolor en las costillas o en las piernas. Era obvio lo que pasaba en su casa, incluso para aquellos que no eran chismosos como la gran mayoría. Pero, como casi toda la gente, en esa época nadie se metía en esos problemas.

 Ella jamás lo denunció e incluso amenazó a la policía cuando vinieron a llamar a su puerta una noche. Al parecer un vecino había denunciado ruidos molestos “que no dejaban dormir”. A pesar de ser obvio, nadie denunciaba violencia domestica para no meterse en problemas. Vinieron dos policías y les abrió la puerta el niño pequeño que estaba despierto casi siempre hasta tarde, escuchando los gritos de sus padres.

 Cuando la mujer se dio cuenta, o mejor dicho cuando estuvo libre del arranque de rabia de su marido esa noche, fue ella misma la que fue hasta la puerta y, golpeada como estaba, cogió la escoba y los echó gritándoles que se metieran en sus asuntos. Los policías trataron de hablar con ella pero la mujer solo los empujaba de su casa hasta que estuvieron afuera. Les cerró la puerta en la cara y la policía jamás volvió.

 Sí, se habían dado cuenta de lo que sucedía. Y también del niño prácticamente solo. Pero eran otros tiempos y dejaron que pasara porque era más sencillo así. Si la mujer no quería ayuda era cosa de ella y no había nada que pudiesen hacer para que obligarla. Otros denunciaron ruidos luego, pero nadie acudió al llamado.

 El caso es que después del asesinato una vecina adquirió la casa. Ella misma se encargó de revivir la casa después de años de estar mal cuidada por la familia que vivía allí. Pintó todas las paredes de nuevo, cambió los suelos y reformó el patio para que tuvieran un aire de jardín de verdad. Al comienzo pensaba en alquilar la casa para ganar dinero extra. Al fin y al cabo la compra de la casa y las reformas las había hecho con lo ganado en la lotería y sabía que era una buena inversión invertir en una propiedad.

 Pero fue alguien más quién le metió en la cabeza la posibilidad de hacer algo diferente con la casa. Solo eso. Y ella comenzó a imaginar muchas cosas. Su nombre era Rosana y era viuda desde hacía unos cinco años. Tenía más de cincuenta años y todavía no se acostumbraba a estar sola. Su marido siempre había sido su gran compañía y sus hijos ahora estaban lejos, en otros países, ya construyendo vidas propias.

 Fue cuando ganó la lotería que se dio cuenta que su vida no había terminado, que podía todavía cumplir muchos más de sus deseos. Y uno de esos deseos, desde siempre, había sido estudiar repostería. Era algo que le fascinaba y con lo que había experimentado bastante en sus días de ama de casa. Seguido les hacía galletas y pastelillos a sus hijos, experimentado sabores y productos. A veces les salían cosas muy buenas y otras, cosas que apenas se podían comer.

 Era algo muy divertido pero cuando compró la casa del asesinato nunca pensó que podría poner un negocio hasta alguien le dijo que una casa no solo podría ser usada para vivir. Investigó con conocidos y se dio cuenta que, en efecto, las casas de esa zona podían tener uso comercial con un permiso. De hecho, la zona se había convertido más variado y alegre desde los asesinatos. Daba la bienvenida a negocios nuevos y eso fue lo que la hizo decidirse.

 La inversión fue grande y tuvo que usar más dinero del ganado en la lotería pero Rosana estaba seguro de que iba a ser un éxito. Compró las máquinas necesarias, los muebles, las decoraciones y contrato solo a mujeres, casi todas madres solteras que necesitaban una oportunidad para salir adelante. A todas les contó la historia de la casa, pues no quería que salieran corriendo después de la apertura. Ninguna se fue.

 En frente venderían los productos que hacían para comer en el restaurante del fondo. Las habitaciones eran depósitos. Al comienzo fue difícil pero lentamente la gente fue conociendo el lugar y pronto se hizo famoso en casi toda la ciudad. Ella atendía la tienda en persona y le encantaba hablar con sus clientes sobre la elaboración de los postres y muchas otras cosas.


 La historia de la casa había cambiado totalmente. Pero todavía se cernía sobre ella un aire de misterio, como un sentimiento raro que no dejaba descansar a las pobres almas que hacía tanto habían muerto allí, de una manera tan horrible. Sin embargo, los mil aromas que salían de la cocina parecían desarmar todo eso tan horrible, y luchaban por recuperar un espacio de las manos mismas del mal.