Mostrando las entradas con la etiqueta apoyo. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta apoyo. Mostrar todas las entradas

viernes, 22 de junio de 2018

Amor y guerra


   Su cuerpo se sentía bien. Debo confesar que siempre que pienso en él, recuerdo aquellos momentos cuando dormíamos juntos y besaba su espalda. Parecía que el tiempo iba más despacio durante esas mañanas, en las que el sol acariciaba todo de la manera más tranquila posible. Era como si el mundo se hubiese dado cuenta de la felicidad que sentíamos y lo celebraba con nosotros. No me avergüenza decir que hacíamos el amor varias veces al día, pues la conexión que teníamos era completa y difícil de explicar.

 No era solo sexo, era mucho más. Era amor y cariño, pero también amistad y un cierto grado de compañerismo. Al fin y al cabo nos habíamos conocido trabajando en la base, él siendo uno de los miembros de la parte administrativa y yo siendo un reciente ascendido a sargento. Creo que mi felicidad por ese logro había hecho que nuestra relación pudiera florecer. Tal vez si eso no hubiese sucedido, no hubiésemos visto en el otro lo que ahora vemos todos los días y no nos cansamos de compartir.

 Pero ahora ya no estoy con él, estoy lejos. Pienso en su cuerpo desnudo mientras duerme, pues asumo que no debe estar despierto aún. Aunque tal vez sí lo esté porque recuerdo que un día que llegué muy temprano él ya estaba desayunando y viendo televisión. En esa ocasión, me confesó que se había acostumbrado a dormir conmigo y que, cuando yo no estaba, su cuerpo parecía despertarlo para que estuviese pendiente de mi llegada. Era algo muy tierno pero no había pasado de nuevo.

 Tal vez estaba despierto hace horas y veía la tele, tratando de no pensar en mí o en lo que yo podría estar haciendo. Estaba a un mundo de distancia pero lo veía como si lo tuviese en frente. Quise poder tomar su mano y abrazarlo, compartir otro momento más con él, pero eso no podía ser. Por fortuna, mi trabajo no había demandado estar en un lugar fuera de nuestra ciudad en todo el tiempo que nos habíamos conocido, ya casi dos años. Pero el tiempo había llegado de pasar por el trance de la separación forzada.

 Antes de irme, compramos un gato que llamamos Garfield. No era un nombre muy inventivo, pero mi idea había sido la de darle una compañía a mi amado mientras yo no estuviese ahí. Obviamente él tenía su trabajo y varias responsabilidades, pero yo sabía bien que el problema era más bien por las noches y en las mañanas, cuando normalmente éramos solo nosotros dos. Sabía como se sentiría porque yo me sentiría igual. Estar alejados dolía bastante pero había que aguantar y enfrentar la realidad de las cosas y del estilo de vida que llevábamos y que habíamos elegido.

 Iba en un helicóptero sobre una selva completamente verde, casi impenetrable. Los árboles crecían con poco espacio entre sí, construyendo como un domo sobre el suelo húmedo que había debajo, donde más signos de vida luchaban por subsistir a cada momento. Mi trabajo era el de ayudar a entrenar a un nuevo grupo de reclutas en una base militar remota, todo relacionado a un programa de cooperación internacional que se había instaurado de manera reciente. Me habían elegido por mis dotes de mando.

 Cuando por fin llegamos a la base, un pequeño lugar construido en la ladera de una gran montaña, me sentí todavía más lejos de él que antes. Era como si me hubiesen transportado a otro planeta, pues no había signos de una civilización avanzada, fuera del helicóptero que se apagó rápidamente, mientras el equipo y yo nos presentábamos con los jefes de la nueva base y pasábamos revista a los soldados. Eran muy jóvenes o al menos así los veía yo, viéndome a mi mismo en sus ojos y expresiones. Fue algo extraño.

 Cuando terminas esa primera revisión, pude ir a mi tienda asignada. Allí, descansé un rato hasta que no pude aguantar y busqué al comandante de la base para pedirle ayuda: necesitaba comunicarme con mi hogar. Cuando por fin lo encontré, el comandante casi se ríe de mi. Debí pensar que no habría internet en semejante lugar tan remoto. Me explicó que la única comunicación que tenían con el exterior era por radio con el ejercito y, según las condiciones del clima, vía teléfono satelital.

 Les pedí el teléfono prestado pero me dijeron que no era posible usarlo en ese momento pues tenían notificación de que una tormenta se acercaba y eso haría casi imposible el uso del aparato. Yo iba a responder pero un estruendo en el exterior me calló por completo. Pensé que era ya uno de los truenos de la tormenta, un relámpago tal vez, pero no era eso. Salimos todos corriendo al patio central, donde estaba el helicóptero, y vimos como una sección de la selva parecía haber estallado en llamas, de la nada.

 No era tan cerca como había parecido pero tampoco era lejos. El comandante me explicó que esa era, en parte, la razón para poner una base en semejante lugar: narcotraficantes usaban la profundidad de las selvas vírgenes para construir laboratorios donde pudiesen hacer las drogas que quisieran. Siempre eran lugares muy rudimentarios, sin reglas de seguridad para nadie, fuese consumidor o manufacturero. Eran el nuevo cáncer de la selva y debían ser extraídos antes de que sus experimentos pudiesen poner en riesgo, no solo la vida de la gente, sino la de todo un ecosistema.

 Me asignaron un grupo de cinco chicos y con ellos nos asignaron la misión de ir al lugar del incendio y ver si habían heridos o narcotraficantes que pudiésemos atrapar en la zona. Me dio nervios mientras entrabamos en la selva, pues iba con personas que no estaban preparadas para semejante misión. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de entrenar una vez. Pero entendía la necesidad de ir antes de que escaparan los delincuentes, así que no dije nada al comandante cuando me pidió liderar el grupo.

 Les aconsejé que sostuvieran las armas bien apretadas al cuerpo, para tener mejor control sobre ellas. No debían disparar a menos que yo se los ordenara, así nos ahorraríamos momentos que quisiéramos evitar. Les avisé que siguieran mis pasos y que rotaran su mirada para todas partes: arriba, abajo, frente, atrás y a cada lado. Debían ser camaleones en la selva y eso era en todo el sentido de la palabra. Los noté nerviosos pero teníamos un trabajo que hacer. Fue entonces que les dije que pensaran en la persona que más quisieran.

 Tal vez eran más jóvenes que yo pero tal vez tenían una novia en casa. E incluso si ese no era el caso, podían pensar en su familia, en sus amigos o en quién fuera. El punto es que usaran a una persona como ancla, para no soltarse por la selva haciendo tonterías. Sabían bien que había una cadena de mando y que debía respetar protocolos claros. Se los recordé mientras caminábamos, mientras yo pensaba de nuevo en mis momentos con el amor de mi vida, que debía estar pegado al techo sin saber de mí.

 Entonces el ambiente empezó a oler más a humo y una rama se quebró a lo lejos. Pasó exactamente lo que no tenía que pasar: uno de mis chicos no tenía el arma pegada al cuerpo y se asustó de la manera más tonta. Disparó una ronda hacia el lugar de donde venía el ruido y casi suelta el arma de la tembladera que le dio. Tomé el arma y le dije que se fuera para atrás. A los demás, les ordené que me siguieran y que no hicieran nada. Cuando llegué al lugar del incendio, vi algo que nunca hubiese querido ver en mi vida.

 Un niño, de unos diez años o tal vez menos, yacía en el suelo de la selva. Me acerqué a él y noté que todavía respiraba. Mi soldado le había dado con su ronda. Seguro el niño estaba escapando del incendio y pisó la rama que se quebró. Lo tomé en mi brazos y traté de ayudarlo.

 Mi amor, debiste estar allí. Hubieses sido de mucha más ayuda. El niño murió a mis pies y la moral de mis soldados se fue rápidamente por el caño. Llevamos el cuerpo de vuelta y lo enterramos. No sé que hacer ahora. Te necesito más que nunca, mi ancla. Esto parece imposible sin tu presencia.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Su pan y su familia


   El olor a pan me despertó. Olía a que estaba recién hecho. No era un aroma poco común, puesto que Nicolás había empezado clases en una escuela de cocina y se la pasaba casi siempre revisando libros de recetas y probando muchas de ellas para ver cual le quedaba mejor. Después de haber sido publicista por casi diez años, Nico quería cambiar de vida. El trabajo era cada vez más estresante y me había confesado cuando empezamos a vernos que ya no lo llenaba tanto como al comienzo. Había perdido toda la pasión que había tenido por su carrera y no sabía muy bien que hacer.

 Yo le sugerí que hiciera algún taller, algo corto y no tan profundo en lo que pudiese pasar el tiempo y tal vez descubrir un pasatiempo que le resultara interesante. La verdad es que yo jamás le dije que fuera a clases de cocina y aún menos que dejara su trabajo ni nada parecido. Solo le dije que debía darse un tiempo aparte para hacer algo que lo relajara, tal vez una o dos horas cada tantos días. Nunca pensé que me pusiera tanta atención. Ese sin duda fue un punto importante en nuestra relación.

 De eso ha pasado casi un año y las cosas han cambiado bastante: ahora vivimos juntos y yo trabajo más tiempo que él, aunque mi horario es flexible y tenemos mucho tiempo para estar juntos. Eso es bueno porque hay gente que casi no se ve en la semana y terminan siendo completos desconocidos. Casi puedo asegurar que nos conocemos mejor que muchos, incluso detalles que la mayoría nunca pensaría saber de su pareja. Lo cierto es que nos queremos mucho y además nos entendemos muy bien.

 Como regalo por mudarnos juntos, le compré un gran libro de cocina francesa, escrito por una famosa cocinera estadounidense. Se ha puesto como tarea hacer uno de esos platillos cada semana. Creo que a él le gustaría hacer más que eso pero las recetas suelen estar repletas de calorías, grasas y demás, por lo que pensamos que lo mejor es no hacerlas demasiado seguido. Él ha subido algo de peso desde que nos conocimos, aunque creo que tiene más que ver con las fluctuaciones relacionadas al trabajo.

 Ahora va a la oficina pero sus responsabilidades son algo diferentes. Además, me confesó el otro día cual es su meta actual: quiere tener el dinero suficiente, así como el conocimiento adecuado, para abrir un pequeño restaurante cerca de nuestra casa. Quiere hacer de todo: entradas, ensaladas, carnes, postres e incluso mezclas de bebidas. Incluso me mostró un dibujo que hizo en el trabajo de cómo se imagina el sitio. Algo intimo, ni muy grande ni muy pequeño, donde tenga la habilidad y la posibilidad de hacer algo que en verdad llene su corazón aún más.

 Debo confesar que todo me tomó un poco por sorpresa. Nunca lo había visto tan ilusionado y contento con una idea. Y eso que con el trabajo que tiene ha tenido varios momentos para tener ideas fabulosas y las ha tenido y trabajado en ellas pero jamás lo han cautivado así. He visto que trae más libros de recetas y que compra algunas cosas en el supermercado que no comprábamos antes. No me molesta porque no es mi lugar invadir sus sueños pero sí me ha tomado desprevenido. Sin embargo, me alegro mucho por él.

 Apenas me levanté de la cama ese domingo en el que hizo el pan, fui a la cocina y lo vi allí revisando su creación. Eran como las nueve de la mañana, muy temprano para mí en un domingo. Lo saludé pero él no se dirigió a mi sino hasta que pudo verificar que su pan estaba listo. Sonreí cuando vi su cara algo untada de harina y masa y su delantal completamente sucio. Lo más gracioso era que estaba horneando casi sin ropa, solo con unos shorts puestos que usaba para dormir, a modo de pijama.

 Cuando se acercó, le di un beso. Él partió un pedazo de la hogaza de pan y me la ofreció. Tengo que decir que estaba delicioso: sabía fresco, esponjoso y simplemente sabroso. Decidimos sentarnos a desayunar, untando mantequilla y mermelada al pan y esperando que otra hogaza estuviese lista. Él quería llevarla a casa de sus padres y yo había olvidado por completo que era el día de hacer eso. Normalmente nunca iba con él sino que visitaba a mi familia, pero resultaba que ese domingo no estarían en la ciudad.

 Su familia y la mía no se conocían muy bien que digamos, se habían visto solo una vez hacía mucho tiempo. Aparte, yo nunca me había llevado bien con nadie de su familia. Sus hermanos me detestaban y sus padres no lo decían en tantas palabras pero tampoco era santo de su devoción. Un día, bastante aireado, tuve que decirle que no me importaba lo que ellos pensaran de mi, pues yo pensaba que ellos eran una de esas familias que se creen de la altísima sociedad solo porque tienen una casa de hace cincuenta años.

 Para mi sorpresa, él rió con ese apunte. La verdad era que estábamos más que enamorados y nada podía cambiar ese hecho. Él, a mis ojos, era muy diferente del resto de la familia. No solo tenía una sensibilidad particular, que en ellos no existía, sino que tenía sentido del humor. Eso siempre había sido importante para mí. Es gracioso, pero mis padres lo adoran y se lamentan siempre que voy sin él a casa. Creen que ya no estamos juntos y a veces incluso creo que lo quieren más a él que a mi, tal vez porque él es el nuevo integrante de la familia.

 Después de desayunar nos acostamos un rato en la cama hasta que fue el mediodía. No hicimos el amor ni nada por el estilo, solo nos abrazamos y estuvimos un buen rato abrazados en silencio. Era un momento para nosotros y no tenía que ser gastado hablando tonterías. Esa era otra cosa que me gustaba de él y era que sabía apreciar todos los momentos, fueran como fueran.  Nos duchamos juntos y elegimos en conjunto lo que nos íbamos a poner ese día en cuanto a ropa se refiere. Siempre era gracioso hacerlo.

 Cuando llegó la hora, tuve que mentalizarme de la tarde que iba a pasar. Teníamos que llegar a almorzar y luego quedarnos allí hasta, por lo menos, las siete de la noche. Eso eran unas cinco o seis horas en las que debía resistir golpearlos a todos o tal vez de ellos resistirse a decirme algo, cosa que había ocurrido ya varias veces en el pasado, y eso que no nos veíamos con mucha frecuencia. Tal vez eso les indique el tipo de personas que son y lo difícil que puede ser relacionarse con ellos de una manera civilizada.

 Cuando llegamos, Nico les ofreció el pan y yo les ofrecí una mermelada que habíamos comprado que iba muy bien con el pan. Apenas agradecieron el regalo. Lo peor pasó justo cuando entramos y fue que él se fue con su padre y yo tuve que quedarme dando vueltas por ahí. Mi solución fue seguir el pan a la cocina, donde estaba la empleada de toda la vida de la familia, una mujer que era mucho más divertida que todos los otros habitantes de la casa. Hablé con ella hasta que fue hora de sentarnos a comer.

 Evité hacer comentarios. De hecho, no hablé en todo el rato. Agradecí a Nicolás que no fuera una de esas personas que fuerza conversaciones. Él estaba feliz de estar de vuelta en casa, ver a sus padres y hermanos y recordar un poco su vida en ese lugar. A mi la casa se me hacía sombría y en extremo fría pero eso él lo sabía y no quería repetirlo porque no me gusta taladrar nada en la mente de nadie. Tomé la sopa y luego comí el guisado de res, que estaban muy bien a pesar de la incomoda situación.

 El resto de la tarde tuve que ir y venir, entre la cocina, la sala y el patio. Jugué con el perro, leí una revista y creo haber revisado mi teléfono unas cinco mil veces. Incuso pensé en tratar de hablar con ellos pero cuando vi como me miraban, decidí que no era momento para esas cosas.

 Cuando nos fuimos, Nicolás me lo agradeció con un beso, luego diciendo que sabía que para mí no era nada fácil ir a ese lugar. Me invitó a un helado, como quién quiere alegrar a un niño pequeño. Yo acepté porque sabía que me lo había ganado, sin lugar a dudas.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Guía de museo

   Aunque mucha gente no lo creía, ser guía de museo era un trabajo que se podía hacer a tiempo completo, sobre todo si se toma en cuenta que hay que saber mucho de todo, tanto de las piezas que hay en el lugar así como de la historia de cada uno de los periodos de la humanidad que venían a encontrarse en el museo. Felipe sabía lo suficiente de todo para poder dar un tour agradable y lleno de información curiosa que los visitantes podrían encontrar interesante y así pasar el conocimiento a otros. Él hablaba cuatro idiomas, por lo que su ingreso en el puesto había sido bastante sencillo, y eso que había estado buscando trabajo por varios meses. Pero allí por fin había encontrado un ambiente agradable y la verdad era que no se había fijado lo mucho que le agradaban las personas.

 No era el tipo más social de la vida, jamás lo había sido. Nunca le habían gustado las aglomeraciones y mucho menos si había ancianos que no podían oír o niños que no paraban de hacer ruido. Pero se dio cuenta que, en un museo, las condiciones cambiaban y todo el mundo se comportaba de repente como si estuviese en un lugar sagrado. Y según el jefe de personal del museo, eso era precisamente lo que ellos como guías debían tener en mente: el respeto por el lugar y transmitírselo a los visitantes para que no hubiera ningún tipo de incidentes en las visitas. Y en su primer mes, no hubo nada de eso. La gente se había comportado a la altura de las circunstancias y pensaba que siempre iba a ser así.

 Después, con el pasar del tiempo y el cambio de temporada, Felipe se dio cuenta que no toda la gente era la misma. De pronto empezaron a llegar más turistas de otras ciudades e incluso algunos de otros países y entonces los grupos se volvieron algo más difícil de manejar. Sus paseos guiados por el museo normalmente tomaban una hora entera, pues apreciaban ciertas obras, se explicaba la organización del museo, el sentido de cada cosa y las etapas históricas y en fin. En esos días de alta afluencia, hacer un recorrido tan largo era un karma pues la gente se dispersaba o hablaba en su mismo volumen de voz o simplemente gritaban como locos, como si estuviera en una pista de carreras o algo por el estilo.

 Pero, haciendo como le habían dicho, Felipe continuaba con el tour y la gente, o al menos la mayoría, lo seguía y cortaba su vida social mientras él explicaba lo que tenía que explicar. Sin embargo, era muy difícil cuando la mitad del grupo estaba distraído, los extranjeros preocupados por ver si tenían suficientes fotos, los nacionales haciendo comparaciones odiosas museos en sus ciudades o con ciudades en las que nunca habían estado y siempre un niño o infante llorando o quejándose por algo. Era casi un milagro que Felipe pudiese recordar todo lo que tenía que decir. Cuando esos tures guiados terminaban, descansaba de sobre manera.

  Sin embargo, un día llegó un grupo particularmente grande y tuvo que ser dividido en dos. Inmediatamente, Felipe supo que se había quedado con la peor parte pero prefirió no quejarse y hacer lo mismo de todos los días. El clima ese día era particularmente cálido, de ese calor que parece pegarse por todos lados. Apenas empezó el recorrido, Felipe escuchaba la voz lejana de un hombre que parecía que tuviera un tambor en la garganta. Era una voz demasiado grave y todo el mundo la escuchaba con facilidad, incluso con el barullo que se formaba en el atrio principal del museo. Durante los primeros quince minutos, el vozarrón fue constante. Felipe trataba de ignorarlo pero era como ignorar un abejorro gigante que no hace sino zumbarte en las orejas y hacerte cosquillas.

 Llegaron a un salón circular, en el que había una hermosa estatua antigua, y mientras Felipe les explica a los más interesados el porqué de esa ubicación para esa pieza en particular, el vozarrón empezó a escucharse con más fuerza y en un momento la voz del guía quedó apagada, aún más cuando, por primera vez en su tiempo como guía turístico, perdió por completo el hilo del a conversación y tuvo que quedarse callado, dándole paso completo a la voz tan horrible que ocupaba cada rincón del lugar. No fue difícil identificar al monstruo dueño de la voz, al cual se acercó tocándole el hombro. La mola se dio vuelta, sin dejar de hablar, y se quedó mirando a Felipe como si fuera un insecto especialmente repugnante.

 El joven le preguntó al hombre, casi a gritos porque este no paraba de hablar y estaba a punto de girarse de nuevo, si él había pagado por el recorrido con guía o si estaba por su cuenta. Por fin el hombre dejó de hablar y fue como si la presión saliera por todas las puertas pero en verdad la presión solo subía porque la forma en que el tipo veía a Felipe era cada vez más ofensiva. Al no responder nada, Felipe preguntó de nuevo y todos los que estaban en el salón habían dejado de hablar, llorar, ver sus celulares o apreciar el arte. Todos se quedaron mirando al pequeño y algo flacucho Felipe frente al dinosaurio que tenía en frente, que parecía una gran roca con piernas y brazos.

 El hombre por fin respondió que había pagado por el recorrido guiado a lo que Felipe le respondió que, en ese caso, debía guardar silencio durante las explicaciones porque o sino se perdería de la información. El tipo se rió y le argumentó que esa información era la misma que estaba en varios de los letreros por todo el museo y que Felipe no debería sentirse tan especial por estar repitiendo información como si fuese un loro. Con un control envidiable, Felipe le dijo que por favor evitara hablar o al menos hablara en voz baja pues no dejaba que los demás disfrutaran el recorrido. El hombre se dio la vuelta e ignoró a Felipe y este hizo lo mismo y prosiguió con el recorrido.

 Pasaron otros quince minutos cuando otra vez la voz parecía no tener rivales. Tuvo que advertirle de nuevo al tipo y algunas personas lo apoyaron esta vez, pues Felipe estaba contando una historia de romance y traición muy interesante relacionada con el cuadro más grande que tenían en el museo. Pudo seguir con la historia e incluso relacionarse más con algunos turistas pues el grupo era una mezcla increíble de gente que estaba allí para aprender más y otros que solo habían venido porque lo sentían como una obligación al venir a la ciudad. Lo bueno era que muchos del segundo grupo se limitaban a mirar sus celulares y poco más y eso no lo molestaba en absoluto pues no estorbaban a nadie con eso.

 Solo en un cuarto oscuro que luego se aclaraba para revelar objetos antiguos y sagrados para las tribus que solían vivir en la zona, solo allí todo el mundo se quedó callado y quedó fascinado con lo que vio. Pero entonces el tipo de la voz gruesa comenzó de nuevo. La gente ya no estaba para eso pues el recorrido ya casi iba a terminar y muchos le pedían que se callara. Felipe pensó que el tipo iba a hacer caso, como en las otras ocasiones, pero no fue así. Cuando el joven se dio cuenta, el tipo grande había cruzado la mitad de la sala en la penumbra en la que estaban y le había pegado un puño en el estomago a uno de los otros miembros del recorrido. Cuando Felipe lo vio, estaba en el piso.

 Corrió a su lado y le pidió a algunos otros turistas que lo ayudaran para que se levantara y vieran que pasaba. Entonces Felipe se dio la vuelta e interrumpió el silencio casi ceremonial de todos en la sala. En voz tan alta como pudo, le preguntó a la mole que clase de persona golpeaba a alguien en la oscuridad y en un museo. Felipe tomó su comunicador pero cuando iba a hablar el tipo se lo quitó y le pegó un puño en la cara. La gente empezó a gritar y a pedir que abrieran la sala, que se sellaba automáticamente cada cierto tiempo para que la gente viviera una experiencia única, aunque no exactamente como la que estaban viviendo en ese momento.

 El hombre se acerco a Felipe pero este le tomó del brazo y, con una agilidad que asombró a muchos, tomó al grandote por detrás y trató de someterlo como pudo, aunque la diferencia de alturas y de pesos no estaban ayudando en nada a Felipe. Entonces empezó la pelea real: se daban puños y golpes bajos y la gente ayudaba apoyando, casi todos, al guía. Una mujer incluso le pegó al grandote con su bolso y un tipo que salió de la nada le pegó un puño en el costado a Felipe. El caso fue que alguien le cogió el comunicador y los de seguridad abrieron rápidamente la sala pero Felipe les impidió la salida pues se había cometido un delito y no podían salir así no más como si nadie hubiese visto nada.


 La policía llegó y le tomaron declaración a todos. El tipo que lo había golpeado en el costado era el amigo al que el grandulón le había hablado todo el tipo. El señor que había sido golpeado primero no se veía bien y su esposa explicó que sufría del estomago. Felipe tenía moretones y tuve que ser atendido por paramédicos. Pensó que iba a ser despedido sin duda porque no era normal que un guía y un turista se cogieran a puño limpio pero lo que no recordaba era que en la sala oscura había cámaras y él había quedado como un héroe, el héroe del museo.

viernes, 12 de junio de 2015

Florencia y el no

   Toda la vida, Florencia había sabido que su vocación en la vida era pintar. Desde muy pequeña ya sabía usar los diferentes tipos de pinturas, las sabía mezclar y elaboraba imágenes con ellas. Sus padres ponían cada dibujo en su cuarto, como si fuera un premio, para que cada persona que visitase la casa viera lo talentosa que era su pequeña hija. Ya en el colegio se destacaba por lo mismo aunque empezó a tener problemas con las materias relacionadas con las ciencias. No les encontraba sentido alguno y prefería hacer garabatos en su cuaderno durante las clases que ponerse a buscar cuanto simbolizaba la x o que pasaba cuando una cosa y otra se mezclaban en química. El hecho era que tampoco le daba mucha importancia al asunto porque sentía que no era algo útil para su vida.

 Y tenía razón. Pero de todas maneras sus padres y sus profesores empezaron a hablar sobre como ella debía de poner más atención y mejorar sus notas o sino podía tener que repetir el año escolar. Esto no sentó nada bien con los padres que buscaron tutores para su hija y dejaron de apoyar su arte como lo habían hecho antes. No era que le prohibieran dibujar ni nada por el estilo, sino que dejaron de alabar su trabajo y de apoyarla tanto como antes. No querían que su hija fuese de esos niños que repiten años, que los demás juzgan como lentos o tontos. Así que tuvo tutores que le metieron en su pequeña cabeza todo lo que tenía que saber. El año lo pasó con notas decentes y las siguientes vacaciones de verano fueron las más largas para Florencia, o al menos eso sentía.

 A pesar de su logro, sus padres ya no apoyaban su  deseo de pintar y dibujar y demás. Les pidió que la dejaran entrar a unos cursos de verano que había para aprender a dibujar como lo hacen los japoneses en las historietas pero sus padres se negaron y le recordaron que era mejor que se pusiera a estudiar y estuviera muy atenta desde ya, porque no querían tener otra vergüenza como la de ese año. Lo dijeron tal cual. Así que Florencia dejó de pedirles nada y siguió dibujando pero cada vez menos.

 Los últimos años de colegio fueron eternos. No solo porque nunca entendió de verdad ninguna de las ciencias sino porque su impulso se había perdido. Ya no era la misma niña eternamente alegre de antes. Ahora rara vez se le veía reír o sonreír y sus amigos se podían contar con una sola mano, algo que no era malo de por sí pero hay que tener en cuenta que ella siempre había sido la que hacía grandes fiestas de cumpleaños con muchos niños y actividades por doquier. Eso se acabó y nadie nunca preguntó porque. Ni los niños ni sus propios padres se indagaron al respecto y, cuando ellos le regalaron un viaje en crucero para celebrar su graduación, ella lo rechazó y les dijo que prefería guardar el dinero para su carrera. Los padres, estúpidamente, pensaron que era una decisión tomada desde su nueva madurez. Pero no era así. Estaba amargada.

A la hora de escoger su carrera, Florencia sintió que su amor por el arte revivía. Vio muchas asignaturas y lugares en donde el arte era enseñado y pulido para que cada alumno pudiese explotar su potencial. Todas eran buenas universidades y la carrera resultaba muy barata a diferencia de otras. Pero sabía que sus padres se iban a negar así que un día los juntó para hablarles al respecto. De nuevo, ellos se sintieron orgullosos de tener una hija tan responsable. Ella les presentó tres opciones y la idea era que ellos le aconsejaran cual sería la mejor carrera para elegir. Estaba la de arte, la de diseño y la de arquitectura. Ellos leyeron cada folleto, le hicieron preguntas y le dijeron que lo iban a pensar.

 Al otro día, y como sin darle mucha importancia, su madre le dijo que habían hablado con su padre y habían decidido que la mejor carrera era la de derecho. Florencia rió pero su madre la miró con reprobación. La joven  le dijo que esa carrera ni siquiera estaba entre las opciones pero su madre le replicó que su padre había averiguado que era la carrera más lucrativa en estos días y que todo el mundo estaba estudiándola. Florencia le dijo a su madre que esas no eran razones para elegir una carrera pero su madre la dejó callada cuando le confesó que su padre había ido a inscribirla y que iba a volver en la noche con la sorpresa.

 Florencia lloró como una magdalena esa noche. No bajó a cenar así que su padre nunca la “sorprendió” con la noticia. Derecho?  A ella que le importaba eso! No quería tener nada que ver con ello y menos cuando había hecho tanto esfuerzo juntando folletos y material para que ellos lo leyeran. Tenía que confesar que desconocía a sus padres, que habían cambiado radicalmente desde que era pequeña. De pronto querían lo mejor para ella, al fin y al cabo eran sus padres, pero no era justo que hubiesen tomado la decisión así como así.

 Pero lo habían hecho y el primer día de universidad fue un infierno. Fue como volver a las eternas clases de matemáticas donde, no solo no entendía nada, sino que no le importaba ni media palabra que pronunciaba la gente. La mayoría de alumnos estaban emocionados de estar allí y creían, tontamente, que todos llegarían a ser abogados al estilo de los programas de televisión estadounidenses. Pero Florencia no. De hecho, se dio cuenta de lo que podía hacer. Ese semestre se encargó, conscientemente, de perder cada materia desastrosamente. Iba a castigar a sus padres de la manera que más les iba a doler: el dinero. Y sabía que iba a funcionar.

 Mientras lograba su cometido, Florencia era como residuo nuclear. Nadie se le acercaba o al menos así fue hasta la mitad del semestre, cuando conoció a una chica en el comedor de nombre Diana. Ella vendía todo tipo de repostería y le contó que vendía sus pastelillos y galletas clandestinamente en la universidad y también en su casa. Impulsada por la venganza, Florencia le dijo que le podía ayudar a vender y eso hizo. Se hicieron buenas amigas con Diana y decidieron pulir el negocio, poniéndole un logo diseñado por Florencia y un nombre atractivo. Así empezaron las dos a ganar dinero y pronto les iba también que Diana pensó en alquilar un local y atender allí. Eso fue como un llamado a la liberación para Florencia.

 Cuando por fin fracasó el semestre, sus padres nunca preguntaron nada. Asumieron que como era ya una mujer hecha y derecha, ella les contaría lo que pasara con la universidad. Le dieron el dinero para el segundo semestre pero ella lo invirtió todo en el local. Lo arreglaron con cuidado y se ubicaron en un barrio con buen movimiento. El éxito fue rotundo. Diana estaba tan feliz que, habiendo conocido mejor a su compañera de negocios, le pidió que volviera a dibujar y que lo podía hacer diseñando adornos o individuales diferentes para cada persona. Y así fue.

 Los padres de Florencia se dieron cuenta de todo cuando un articulo al respecto salió en el periódico. Su salón de té, como le habían puesto, era tan exitoso que les habían hecho muchas entrevistas. Pero ellos no se alegraron por ella. Estaban decepcionados de descubrir lo que había hecho en la universidad y le exigieron que volviera a estudiar. Lo único que hizo Florencia fue devolverles el dinero de las matriculas de ambos semestres, el perdido y el que nunca hizo, y cogió su ropa y se fue de la casa sin decir nada. Ellos jamás trataron de detenerla o de ubicarla.

 Se consiguió un pequeño sitio cerca a la tienda y le dijo a Diana que esta era la primera vez que era feliz de verdad. Nunca antes se había sentido verdaderamente completa y se lo agradecía. Aunque podía ejercer su amor al arte, debía confesar que este había recibido demasiados golpes como para que alguna vez volviera a ser tan destacable como antes. Incluso ahora, podía ver que había perdido mucho de ese talento que había mostrado de más joven. Pero eso ya no importaba. Las cosas cambian y no se puede uno lamentar al respecto. Lo hecho, hecho está y hay que ver que otro camino hay para seguir adelante porque eso es lo único cierto.

 Las dos amigas crecieron juntas económicamente y en cinco años tenían seis tiendas en la ciudad, algunas en sectores de altos ingresos donde celebridades y personajes de la vida social iban a comer o tomar algo en las tardes. La decoración de los sitios, mezclando diferentes estilos pero siempre guardando ese aspecto de salón de té inglés, les había merecido halagos e incluso premios. Sin embargo, lo que más le dolía a Florencia, era ver que Diana todavía tenía a su familia al lado y que ellos estaban orgullosos. Pero era entonces cuando Florencia inhalaba lentamente y luego soltaba el aire, recordando que las cosas  no siempre son como las queremos.


 Todas las noches trataba de dibujar de nuevo. Unas veces podía, otra veces no y cuando podía el resultado no siempre era el mejor. Era algo perdido. Pero tenía su negocio, tenía el placer de atender a sus clientes, de adecuar los locales, de hacer los pastelillos y, lo mejor, de tener una amistad a prueba de todo, incondicional y fuente de apoyo y consuelo.