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viernes, 18 de agosto de 2017

Es algo difícil

   Cuando empecé a ir a la sicóloga, tengo que confesarlo, pensé que ya no había vuelta atrás. El hecho de tener que ir dos veces por semana a un lugar donde todos piensan que estoy loco o que estoy al borde del suicidio, era para mí la garantía de que mi vida jamás volvería a ser la misma y que lo que había pasado marcaría un antes y un después en todo lo que ha ocurrido desde el momento en que nací. Y es cierto, así ha sido. Pero también han pasado otras cosas que han cambiado mi visión de todo.

 La mujer de la que les hablo se llama Verónica. Es una de esas señoras de más de cincuenta años que cree que tiene veinte o algo por el estilo. Las faldas y tacones que se pone se le ven ridículos, pero supongo que si le gustan no importa. Sin embargo, siempre que la veo por primera vez, pienso en lo tonto que parece el hecho de que algo que ciertamente tiene algún problema sicológico me hable a mi de mis problemas mentales. Hay algo que no está bien en ese intercambio.

 Sin embargo, a juzgar por los títulos en su oficinas y por lo que el doctor Peña me dijo, es una mujer muy inteligente y brillante en su campo. Ha dado conferencias y ha escrito libros. Después de la primera cita que tuvimos me fui corriendo a una gran tienda departamental y en efecto sus libros de autoayuda están por todas partes. Pero no compré ninguno porque no tendría sentido teniendo a la persona misma frente a mí, martes y viernes de todas las semanas, anotando y escuchando.

 Eso es algo que no me gusta para nada. Ella asiente y mueve la cabeza, me indica que siga, me hace preguntas vagas y no mucho más. A veces siento que no estoy allí para mejorar sino para que me hagan algún tipo de pruebas. Pienso que soy solo un conejillo de Indias en uno de esos exámenes masivos que hacen para probar algo en la gente. No dudo que sea una mujer muy cualificada pero simplemente creo que un paciente necesita algo más que solo movimientos de cabeza.

 Lo más fastidioso no fue el hecho de contar lo que me había pasado. Es raro, pero ya se lo he contado a tanta gente en tantos contextos distintos, que me da un poco lo mismo. Solo lo hago de manera automática, sin cambiar nunca la historia. Hay cosas que ya no recuerdo y otras que vuelven en la noche, en forma de pesadillas. Pero lo que sale de mi boca es siempre lo mismo, como si lo hubiese ensayado por años. A veces me siento como un actor teatral, que ha memorizado las líneas de su personaje desde que se dio cuenta de que estar en un escenario era lo suyo.

 Solo hace poco conté una versión distinta de la historia.  Tal vez fue la manera en que abordamos el tema, tal vez fue la hermosa sonrisa de Martín la que me hizo armar las frases de otra manera. No tengo ni idea. El caso es que empecé a contarle mi historia un día y la terminé muchos días después. En ambos momentos tenía una cerveza cerca y por eso un día le dije a Verónica que me iba a volver alcohólico. Era una broma tonta pero ella se la tomó en serio y no me dejó de molestar con el tema durante toda la sesión.

 A Martín lo conocí de una forma muy rara. Él trabaja en una tienda de ropa para hombre que hay cerca de mi casa. Nunca había entrado hasta que un día de calor decidí echar un ojo a la ropa de baño que tenían allí. No me gusta meterme al mar pero si acostarme en la arena y leer algo mientras el sol me quema la piel. Fue allí donde hablamos por primera vez y me encantó que lo primero que me dijera es que le gustaba mucho mi cuerpo. Eso lo dijo cuando me probé uno de los bañadores.

 Me pareció inapropiado al comienzo y me sentí un poco demasiado consciente de mi mismo. Pero a los pocos minutos, me di cuenta de que esa era una cualidad que me gustaba en las personas. Esa honestidad brusca, esa manera tosca pero realista y considerada de preguntar las cosas y decir lo que se tiene en la mente. Desde ese momento supe que él era eso y después me enteré de que era mucho más. No demoró mucho puesto que, en la bolsa con la que salí de la tienda, dejó una tarjeta con su nombre y número de teléfono.

 Al otro día lo saludó por una de esas aplicaciones para conversar y estuvimos así varias horas. Es una suerte que mi trabajo no precise mucha concentración porque la verdad no hice más sino reírme de lo que decía y de las fotos que me enviaba. Estaba arreglando la ropa en los anaqueles y me decía cosas graciosas de algunas prendas. Al final de esa tarde, me preguntó si querría verlo para tomar algo y le dije que sí, sin dudarlo. Sobra decir que esa cita fue todo un éxito.

 Fue el viernes siguiente a esa cita cuando me di cuenta que no había pensando en Martín como algo más que un hombre muy especial. No sé como fue que Verónica lo percibió, pero me pidió imaginar como hablaría con una eventual pareja de lo que me había pasado. Me preguntó si mentiría o si diría la verdad o si mezclaría las dos cosas para hacer que todo fuese un poco menos raro. No supe que decir y la sesión terminó con un sermón largo y aburrido. No entiendo como me pueden decir como sentirme cuando nunca han pasado por lo que yo pasé.

 Sí, estaba borracho. Por eso el chiste le cayó tan mal a Verónica. Estaba ebrio y salí del bar en el que estaba con amigos sin despedirme de ellos. Mi casa era relativamente cerca pero no conté con que toda una calle estuviera sin luz y que un hombre aprovechara esa circunstancia para drogarme con un pañuelo. Me llevó a algún lado y allí hizo lo que quiso conmigo. Mi ser estaba dentro de mi cuerpo pero solo podía ver y sentir pero no reaccionar. No podía gritar y así hubiera querido, no hubiese podido.

 Me desperté al otro día, muy tarde, tirado en un callejón horrible de un barrio al que nunca quiero volver. Busqué a un policía y le conté lo que había pasado. Se burló de mí. Me miró como si fuese un niño hablando de monstruos y príncipes y simplemente me amenazó con meterme a la cárcel si seguía gritando en la calle. Pero grite más, asustando a la gente que pasaba por el lugar. No me importó nada. No sé de donde salió eso de mi, supongo que del instinto de supervivencia.

 Eventualmente alguien me ayudó, fui al hospital y el mundo supo lo que me había pasado. Hubo notas de prensa con mi nombre durante muchos días y me pidieron un sin número de entrevistas. Yo solo quería morirme y trata de suicidarme una vez, cortándome las venas de la manera menos mortal posible. Por eso me obligaron a ir a las citas con Verónica. Ya ha pasado un año y mi vida está mucho mejor que en ese momento. Incluso creo que está mejor que antes.

 Martín supo de lo que me había pasado porque nos tomamos una foto y el la subió a alguna red social. Allí una amiga de él me reconoció y básicamente le contó mi historia. En ese momento me sentí hundido de nuevo, humillado. No solo porque él supiera lo ocurrido sino porque yo no había tomado la decisión de decirle. Quería que fuese algo mío, una decisión tomada con cabeza fría. Pero no, de nuevo a la fuerza. Por eso él me preguntó sobre lo ocurrido y yo tan solo le conté todo.

 Le hablé de cada cosa, de cada detalle que recordaba. Ni con la policía fui tan detallado. Ellos me habían considerado un mentiroso y simplemente no creía en su falso sentido del deber. No me importaba la persona que me había hecho eso y no me importaban ellos. No me importaba nada.


 Cuando terminé de contar la historia, Martín me abrazó y me dijo que podríamos ir a la velocidad que yo deseara, que él esperaría porque estaba enamorado. Yo lloré, nos abrazamos y nos besamos. Mañana me va a acompañar adonde Verónica. Va a ser divertido porque no le he dicho nada de él. Deséenme suerte.

lunes, 17 de julio de 2017

Tan cerca, tan lejos

  La herida estaba abierta, casi escupía sangre. Era un corte profundo pero había sido ejecutado con tal agilidad que al comienzo no se había dado cuenta de que lo habían atacado de esa manera. Corriendo, solo se había sostenido el costado y había notado como se le humedecía la mano a medida que corría y como se cansaba más rápido. Su respiración era pausada y las piernas dejaron de funcionar al cabo de unos veinte minutos. Su compañero llamado B, lo ayudó a seguir adelante.

 El bosque en el que habían estado durante meses parecía haber adquirido alguna extraña enfermedad. Los árboles habían languidecido en tan solo unos días De ser unos gigantes verdes, pasaron a ser unas ramas marrones casi negras que se sostenían en pie porque el viento ya no soplaba con tanta furia como antes. Notaron que, lo que sea que estaba acabando con la vegetación avanzaba poco a poco. Tras una colina, encontraron un pedazo de bosque que apenas comenzaba a podrirse.

 Cuando se detuvieron, lo hicieron en la zona más espesa para evitar ser atacados. Pero si ya no los seguían quería decir que su enemigo se había cansado y había decidido dejar sus muertes para más tarde. Estaba más que claro que eran ellos los que llevaban las de perder. Estaban heridos y no habían comido como se debía en varios días. Se había alimentado de los pocos animales que quedaban y de plantas y frutas pero todo se moría. Pronto sería la falta de agua lo que los llevaría a la tumba.

 Al dejarse caer en el suelo, la sangre empezó a salir de A a borbotones.  Era demasiada sangre de un cuerpo que no era alto y ya había adelgazado demasiado por la falta de comida. Cuando se dieron cuenta de la extensión del daño, supieron de inmediato que su enemigo los había dejado ir para que murieran por su cuenta. Podía esperar a encontrar los cadáveres. No era un planeta grande, no podían correr para siempre. Ellos sabían que estaban perdidos.

 B trató de limpiar la herida lo mejor que pudo. Luego, rompió la camiseta sucia que llevaba puesta y, con la cara limpia, cubrió toda la cintura de su compañero. Tuvo que romper la tela en varios sitios, morder y gemir porque no habían descansado aún. A no paraba de llorar pero no emitía sonido mientras lo hacía. Era el dolor el que lo obliga a derramar lágrimas pero no quería dejarse terminar por algo que venía de sus adentros. Quería seguir corriendo, seguir luchando, pero al mismo tiempo sabía que no había más oportunidades en el horizonte.

 Había llegado la hora de darse cuenta, de abrir los ojos y ver la muerte a la cara. Por un lado, estaban tristes, devastados. Habían venido de muy lejos y todo había sido un paraíso terrenal. Pero las cosas habían empeorado de una manera vertiginosa y ahora estaban a solo pasos de su muerte. El tiempo podría ser corto o largo, si es que la vida quería torturarlos un poco más. Pero al fin de todo, sabían que muertos serían más felices. Era la única manera de estar juntos para siempre.

Ya no era un secreto a voces. Nunca se lo dijeron en palabras pero sabían bien lo que sentían y simplemente lo habían expresado y desde ese momento su tenacidad como compañeros había sido imparable. De cierta manera, el hecho de solo tener una herida de muerte entre los dos, era un hecho de admirar. Solo ellos habían enfrentado una legión de criaturas sedientas de sangre, locas por la carne humana y obsesionadas con la muerte. Se podía decir que habían salido bien librados.

 Comieron lo último que tenían en su pequeña y desgarrada mochila. Decidieron caminar más, en silencio y fue ese el momento para pensar en todo. A pensó que jamás volvería a respirar más y eso lo hizo sentir bien. Porque ahora su garganta le dolía y su cuerpo le pesaba. Ya no quería seguir así y sabía muy bien que no habría ninguna salvación milagrosa en el último minuto. Esas criaturas lo habían condenado y él no podía pelear contra la fuerza de la muerte.

 B, sin embargo, se había cuenta de un pequeño detalle: el seguiría vivo después de la muerte de A. Era estúpido pensar algo tan obvio pero cuando había visto la herida no la había sentido como exclusiva de su compañero. Para él, era un peso que cargaban en pareja y no en solitario. El solo hecho de no haber pensado en su supervivencia le había hecho pensar que de verdad era amor lo que sentía pero también le había hecho caer en cuenta que estaría solo, al menos por un tiempo.

 Al fin y al cabo, las criaturas y su maestro los seguirían cazando, con herida y sin ella. Eso quería decir para B, que vería al amor de su vida morir pero lo seguiría muy de cerca. Eso a menos que la tortura de parte del enemigo fuese dejarlo vivir y ahora que lo pensaba, sería algo muy horrible de vivir. Sin consultarlo con su pareja, recordó el cuchillo que habían robado y como colgaba de su cinto. Cuando A muriera, lo usaría en sí mismo para acabar con todo. No viviría un segundo más que la persona con la que había sobrevivido a tanto.

 La noche llegó y parecía apresurada. El cielo no se tiñó de colores al atardecer. Solo hubo un cambio repentino de luz a oscuridad. Era muy extraño pero el lugar en el que se encontraban era tan raro, que preferían no dudar de nada y no pensarlo todo demasiado. Se recostaron entre algunos árboles pequeños y se quedaron dormido uno contra la espalda del otro. Así podían sentirse cerca el uno del otro, sin descuidar el lugar donde estaban y sus provisiones, por pocas que fueran.

 Sin embargo, no durmieron todo lo que hubiese querido. En la mitad de la noche los despertó un gran estruendo. Se pusieron de pie de un salto, pensando que venían por ellos los asesinos. Por un segundo, pensaron en su muerte. Se tomaron de la mano y esperaron el ataque. Pero otro sonido les hizo caer en cuenta que lo que los había despertado venía de arriba, del cielo. Era como una mancha y luego se transformó en luces. Cuando estuvo cerca, pudieron ver que era un vehículo.

Aterrizó cerca de ellos pero los dos hombres no se movieron. No podían confiar en nada de lo que vieran. Así que B hizo que A se recostará en un tronco aún fuerte y esperaron juntos, en la sombra. El vehículo se quedó en silencio y, de repente del costado, apareció una puerta. A través de ella salió una criatura hermosa. Era similar a una mujer humana pero algo más alta, con piel rosada y escamas iridiscentes en sus piernas. Era lo más hermoso que hubiesen visto nunca.

El ser caminó de manera estilizada hasta ellos. No dudó por un segundo. Apartó ramas y los miró a los ojos. Ellos no sabían que hacer. La miraron y ella hizo lo mismo, sin emitir un solo sonido. El momento parecía durar una eternidad porque la mujer parecía analizarlos y algo por el estilo. Había una sensación de urgencia en el aire pero, al mismo tiempo, de una extraña paz que les impedía salir corriendo hacia el costado opuesto. Era todo demasiado raro, loco incluso.

 A finalmente cedió al dolor. Sus rodillas se doblaron y cayó de golpe al suelo. Sangre salía de su boca. B saltó hacia él y entonces la mujer, o lo que fuera, abrió la boca, como si fuera a gritar. Pero ellos no oyeron nada. Cuando cerró la boca, ayudó a B a cargar a su compañero a la nave.


 En la puerta, B miró hacia atrás cuando la nave se elevó. Lo último que vio fue los cadáveres de sus enemigos, destrozados. La mujer había hecho algo allí, algo que ellos no entendían. Y ahora ella y su piloto trataban de tomar a A de los brazos de la muerte.

miércoles, 12 de julio de 2017

Sobrevivir, allá afuera

   El bosque era un lugar muy húmedo en esa época del año. La lluvia había caído por días y días, con algunos momentos de descanso para que los animales pudieran estirar las piernas. Todo el lugar tenía un fuerte olor a musgo, a tierra y agua fresca. Los insectos estaban más que excitados, volando por todos lados, mostrando sus mejores colores en todo el sitio. Se combinaban el sonido de las gotas de lluvia cayendo al suelo húmedo, el graznido de algunas aves y el de las cigarras bien despiertas.

 Lo que rompió la paz fue un ligero sonido, parecido a un estallido, que se escuchó al lado del árbol más alto de todo el bosque. De la nada apareció una pareja de hombres, tomados de la mano. Ambos parecían estar al borde del desmayo, respirando pesadamente. Uno de ellos, el más bajo, se dejó caer al suelo de rodillas, causando una amplia onda en el charco que había allí. Los dos hombres se soltaron la mano y trataron de recuperar el aliento pero no lo hicieron hasta entrada la tarde.

 Era difícil saber que hora del día era. Los árboles eran casi todos enormes y de troncos gruesos y hojas amplias. Los dos hombres empezaron a caminar, lentamente, sobre las grandes raíces de los árboles, pisando los numerosos charcos, evitando los más hondos donde podrían perder uno de sus ya muy mojados zapatos. La ropa ya la tenía manchada de lo que parecía sangre y barro, así que tenerla mojada y con manchas verdes era lo de menos para ellos en ese momento.

 Por fin llegaron a un pequeño claro, una mínima zona de tierra semi húmeda cubierta, como el resto del bosque, por la sombra de los arboles. Cada uno se recostó contra un tronco y empezó a respirar de manera más pausada. Ninguno de los dos parecía estar consciente de donde estaba y mucho menos de la manera en como habían llegado hasta allí.  Parecía que no habían tenido mucho tiempo para pensar en nada más que en salir corriendo de donde sea que habían estado antes.

 El más alto de los dos fue el primero en decir una sola palabra. “Estamos bien”. Eso fue todo lo que dijo pero fue recibido de una manera muy particular por su compañero: gruesas lagrimas se deslizaron por sus mejillas, cayendo pesadamente al suelo del bosque. El hombre no hacía ruido al llorar, era como si solo sus ojos gotearan sin que el resto del cuerpo tuviera conocimiento de lo que ocurría. Pero el hombre alto no respondió de ninguna manera a esto. Ambos parecían muy cansados como para tener respuestas demasiado emocionales.

 Algunas horas después, ambos tipos seguían en el mismo sitio. Lo único diferente era que se habían quedando dormidos, tal vez del cansancio. Los bañaba la débil luz de luna que podía atravesar las altas ramas de los árboles. Sus caras parecían así mucho más pálidas de lo que eran y los rasguños y heridas en lo que era visible de sus cuerpos, empezaban a ser mucho más notorios que antes. Se notaba que, donde quiera que habían estado, no había sido un lugar agradable.

 El más bajo despertó primero. No se acercó a su compañero, ni le habló. Solo se puso de pie y se adentró entre los árboles. Regresó una hora después, cuando su compañero ya tenía una pequeña fogata prendida y él traía un conejo gordo de las orejas. Nunca antes había tenido la necesidad de matar un animal salvaje pero había estado entrenando para una eventualidad como esa. Le encantaban los animales pero, en la situación que estaban, ese conejo no había estado más vivo que una roca.

 Así tenía que ser. Entre los dos hombres se encargaron de quitarle la piel y todo lo que no iban a usar. Lo lanzaron lejos, sería la cena perfecta de algún carroñero. Ellos asaron el resto ensarto en ramas sobre el fuego. La textura era asquerosa pero era lo que había y ciertamente era mucho mejor que no comer nada. Se miraban a ratos, pero todavía no se hablaban. La comida en el estomago era un buen comienzo pero hacía falta mucho más para recuperarse por completo.

 Al terminar la cena, tiraron las sombras y apagaron el fuego. Decidieron dormir allí mismo pero se dieron cuenta que la siesta de cansancio que habían hecho al llegar, les había quitado las ganas de dormir por la noche. Así que se quedaron con los ojos abiertos, mirando el cielo entre las hojas de los árboles. Se notaba con facilidad que había miles de millones de estrellas allá arriba y cada una brillaba de una manera distinta, como si cada una tuviese personalidad.

 Fue entonces que el hombre más alto le dio la mano al más bajo. Se acercaron bastante y eventualmente se abrazaron, sin dejar de mirar por un instante el fantástico espectáculo en el cielo que les ofrecía la naturaleza. Poco a poco, fueron apareciendo estrellas fugaces y en poco tiempo parecía que llovía de nuevo pero se trataba de algo mucho más increíble. Se apretaron el uno contra el otro y, cuando todo terminó, sus cuerpos descansaron una vez más, con la diferencia de que ahora sí podrían estar en paz consigo mismos y con lo que había sucedido.

  Horas antes, habían tenido que abandonar a su compañía para intentar salvarlos. No eran soldados comunes sino parte de una resistencia que trataba de sobrevivir a los difíciles cambios que ocurrían en el mundo. Al mismo tiempo que todo empezaba a ser más mágico y hermoso, las cosas empezaban a ponerse más y más difíciles para muchos y fue así como se conocieron y eventualmente formaron parte del grupo que tendrían que abandonar para distraer a los verdaderos soldados.

 La estratagema funcionó, al menos de manera parcial, pues la mayoría de efectivos militares los siguieron a ellos por la costa rocosa en la que se encontraban. Fue justo cuando todo parecía ir peor para ellos que, de la nada, se dieron cuenta de lo que podían hacer cuando tenían las mejores intenciones y hacían lo que parecía ser lo correcto. En otras palabras, fue justo cuando necesitaron ayuda que de pronto desaparecieron de la costa y aparecieron en ese bosque.

 No había manera de saber como o porqué había pasado lo que había pasado. De hecho, sus pocas palabras del primer día habían tenido mucho que ver con eso y también con las heridas que les habían propinado varios de sus enemigos. Ambos habían sido golpeados de manera salvaje y habían estado al borde de la muerte, aunque eso no lo sabrían sino hasta mucho después. El caso es que estaban vivos y, además, juntos. Tenían que agradecer que algo así hubiese pasado en semejantes tiempos.

 Al otro día las palabras empezaron a fluir, así como los buenos sentimientos. Se tomaron de la mano de nuevo y empezaron a trazar un plan, uno que los llevaría al borde del bosque y eventualmente a la civilización. Donde quiera que estuvieran, lo principal era saber si estaban seguros de que nadie los seguiría hasta allí. De su supervivencia se encargaría el tiempo. Caminaron varios días, a veces de día y a veces de noche pero nunca parecían llegar a ninguna parte.

 El más bajo de los dos empezó a sentir que algo no estaba bien. Se abrazaba a su compañero con más fuerza que antes y no soltaba su mano por nada, ni siquiera para comer. El miedo se había instalado en su corazón y no tenía ni idea de porqué.


 El más alto gritó cuando una criatura se apareció una noche, cuando dormían. Parecía un hombre pero no lo era. Fue él quién les explicó que nunca encontrarían una ciudad. Ellos le preguntaron porqué y su única respuesta fue: “Funesta es solo bosque. Todo el planeta está cubierto de árboles”.

viernes, 19 de mayo de 2017

Solo bailar

   Practicar era lo principal. Todos los días se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba la mochila que ya estaba llena con lo que pudiera necesitar y se iba a la academia. Allí, tenía un salón para él solo durante seis horas. En esas seis horas podía practicar lo que más le gustara. Usualmente trataba de ejecutar la rutina completa para ver cuales eran los puntos débiles o, mejor dicho, que podría mejorar de lo que tenía que hacer. Durante la última hora, tenía casi siempre la ayuda de la que había sido su maestra.

 La señorita Passy era una mujer ya entrada en años pero seguía siendo tan vigorosa como siempre. Durante su juventud en Francia, había decidido viajar como mochilera por el mundo. Por circunstancias fortuitas tuvo que quedarse más tiempo en el país de lo que hubiese deseado y por eso se quedó para siempre. Había estudiado danza clásica por años así que con la ayuda de amigos puso la academia, donde contrató a otros para enseñar varios estilos de baile.

 Para Andrés, practicar con ella era como hacer su rutina con el público más exigente posible. La mujer jamás se guardaba una critica y las hacía siempre en la mitad de la coreografía, sin importarle si Andrés se tropezaba y perdía la concentración a causa de su actitud. Un buen bailarín tenía que estar por encima de eso y poder corregir en el momento, sin dar un traspiés. Para el final de la sesión, eso era lo que el chico hacía y la mujer quedaba más que alegre por el resultado.

 Al mediodía, Andrés tenía que ir a trabajar medio tiempo a un restaurante para poder tener el dinero suficiente para no tener que pedirle a nadie ningún tipo de ayuda. La danza como tal le daba dinero pero jamás era suficiente. Para eso debía bailar con los mejores y en otro país donde su pasión fuese mucho mejor recibida. Había enviado videos y demás a varias academias y compañías fuera del país pero jamás le habían contestado. Así que su sueño de ser famoso debía esperar.

 En el restaurante debía limpiar las mesas después de que los clientes se iban. Además, era la persona asignada si, por ejemplo, alguien tiraba su comida al piso o se le caía un vaso con refresco o emergencias de ese estilo. Al comienzo se sentía un poco mal al tener que hacer un trabajo así, pero después de un tiempo se dio cuenta que necesitaba el dinero y no podía ponerse a elegir lo que le gustaba y lo que no de cada empleo. Ya era bastante difícil conseguir algo que hacer así que no lo iba a arruinar así no más. Sin embargo, se la pasaba todo el tiempo pensando en el baile.

 Cuando limpiaba las mesas imaginaba que sus manos eran bailarines dando vueltas por el escenario. Lo mismo pasaba cuando limpiaba los pisos y por eso era seguido que uno de sus superiores lo reprendían por no hacer su trabajo con mayor celeridad. El siempre se disculpaba y trataba de empujar el pensamiento del baile hasta el fondo de su cabeza pero eventualmente volvía y se le metía en la cabeza con fuerza. Era como un virus pero en este caso él lo quería tener, sin importar nada.

 Su trabajo de medio tiempo terminaba a las siete de la noche. Eso quería decir que cuando lo contrataban para una obra, tenía el tiempo justo para poder llegar al teatro y prepararse. Normalmente solo tenía media hora o menos para maquillaje y vestuario pero siempre lo lograba y nunca estaba demasiado cansado para nada que tuviese que ver con el espectáculo. Una vez en el escenario era como si hubiese estado viviendo allá arriba por muchos años, y así se sentía.

 Le encantaban las luces que oscurecían al público y se enfocaban solo en él. Le gustaba también vestir de mallas y sentir que su cuerpo se aligeraba sin la presencia de ropa innecesaria. Quitarse los zapatos deportivos que había tenido puestos en la tarde para cambiarlos por los duros zapatos de ballet, era para él un proceso casi parecido a una ceremonia religiosa. Era lo que más le tomaba el tiempo en la preparación y eso era porque para él era una parte esencial del espectáculo.

Una vez arriba, en el escenario, hacía su rutina de la mejor forma posible. No se retraía en ninguno de sus pasos y, sin embargo, tenía siempre presente las palabras de la profesora Passy. Corregía en la mitad del movimiento y seguía como si nada, disfrutando del baile que lo hacía sentirse sin nada de peso, como si flotara por todas partes. La presencia de otros bailarines y bailarinas era para él algo sin importancia. La verdad era que siempre se veía solo sobre el escenario.

 Lo mejor de todo era cuando la función terminaba y el público se pone de pie y aplaudía. Era como si hicieran un enorme muro de ruido que era solo para esos pocos que habían estado sobre el escenario. Lo mucho que lo llenaban esos aplausos y gritos, era algo casi inexplicable. Era un sentimiento hermoso pero muy difícil de explicar a personas que nunca lo hubiesen vivido en carne propia. Estar sobre un escenario era estar en un rincón del mundo donde la atención está concentrada solamente sobre ti durante un corto periodo de tiempo. Y eso es el cielo.

 Su llegada a casa era siempre, hubiese o no espectáculo, después de las once de la noche. Llegaba rendido pero siempre esperando el día siguiente en el que seguiría su camino hacia convertirse en el mejor bailarín del mundo. Era increíble como nunca se desanimaba, como no dejaba caer sus brazos y simplemente se rendía ante un mundo que no parecía muy interesado en lo que él hacía y mucho menos en recompensarlo por ello. Sí lo pensaba a veces pero no dejaba que el sentimiento negativo ganara.

 En casa se bañaba por la noches, con agua caliente. No se tomaba mucho tiempo allí adentro pero sí lo disfrutaba bastante pues era el momento en el que más se relajaba en el día. La ducha era el único lugar que sentía como seguro, en el que podía ser él mismo por unos segundos y no pasaría nada, no habría consecuencias. Si tenía que golpear la pared de la rabia, lo hacía. Si tenía que llorar, ese era el lugar. Era su lugar y su momento para sacar todo lo que le apretaba el pecho.

 Al salir de la ducha, podía respirar mejor. Usualmente comía algo ligero y se iba a la cama antes de que fuera demasiado tarde. Al fin y al cabo tenía que despertarse de nuevo a las cinco de la mañana el día siguiente para volver a empezar la rutina que, con el tiempo, le daría ese momento clave que él buscaba desde que era niño. Creía que la disciplina era la clave para conseguir que sus sueños se hiciesen realidad. Y si seguía así, eventualmente podría bailar en mejores lugares.

 Ya acostado, pensaba en otras cosas que no fueran baile. Con frecuencia sus pensamiento se iban con su familia pero pensar en ellos lo hacía sentir rabia. Ellos no habían querido que el bailara y mucho menos ballet. No les interesaba en el lo más mínimo poder verlo flotar en el escenario. Explicarles su proceso a ellos sería casi imposible y tal vez por eso no le interesaba en lo más mínimo hacerlo. Por eso era independiente, no quería tenerlos reclamándole encima todos los días.

 El único día que no ejecutaba su rutina eran los domingos. Ese día la academia estaba cerrada, así como el restaurante. Estiraba un poco en casa pero de resto, no hacia mucho. Veía películas o salía a caminar. De pronto por eso era que, para él, el domingo era el peor día de la semana. Todo tipo de pensamientos lo invadían, normalmente alejados por el baile. Además, se sentía algo inútil y se aburría.


 Pero la semana no demoraba en volver a comenzar y esa era su vida.