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miércoles, 28 de junio de 2017

El coloso del desierto

   Para verlos, había que hacer un recorrido muy largo desde el embarcadero de la isla hasta su parte más central y aislada. El único poblado era el que ocasionalmente recibía los ferris con provisiones de la capital de la provincia, que estaba ubicada a dos días por mar. La razón para esta conexión era fácil de explicar: el archipiélago era tremendamente peligroso y el viaje entre ellas era difícil por todos los cambios de vientos, los torbellinos que se formaban y las anomalías electromagnéticas.

 Las historias de naufragios existían por montones y no había otra manera de llegar a la isla que no fuera por agua. La construcción de una pista de aterrizaje necesitaría una modificación profunda de alguna parte de la isla y sus habitantes no dejarían que eso pasara. Y el resto de poblados estaba tan lejos que ni construyendo mil puentes y carreteras sobre el agua sería posible llegar a ninguna parte. Además, y tal vez lo más importante, a la gente de la isla le gustaba estar aislada.

 Recibían sus provisiones y eso era todo lo que necesitaban del mundo exterior. Se trataba más que todo de medicinas, imposibles de producir en la isla. Lo normal era que trataran sus enfermedades con hierbas y ungüentos caseros, pero de vez en cuando la medicina moderna tenía que acudir en ayuda cuando simplemente no se podía hacer nada por la persona. Era difícil algunas veces pero a todo se acostumbra el ser humano y sin duda la gente se acostumbró en ese rincón del mundo.

 El turismo no era algo muy frecuente pero no era del todo extraño que, de tiempo en tiempo, algunas personas vinieran a explorar la isla. Después de todo, buena parte había sido declarada patrimonio cultural y natural del país, lo que quería decir que era una lugar único por muchas razones. Solo los turistas de aventura venían, pues sabían que venían a ver un mundo completamente distinto y que, en ese proceso, no tendrían acceso a ninguna de las ventajas del mundo moderno.

 En la isla no había servicio de teléfono ni de internet. Lo único que había era un servicio postal, que era útil solo cuando llegaba el ferri, y un par de estaciones de radio y transmisores que servían para contactar con la marina en caso de alguna calamidad como un terremoto o algo por el estilo. De resto, la gente de la isla estaba por su cuenta y eso era algo que emocionaba a la mayoría de visitantes pues era una manera perfecta de alejarse de todo por un buen tiempo. Así vivían una experiencia de verdad única y llena de cosas nuevas.

 Diego fue uno de los primeros turistas que llegó cuando se inició el servicio de ferri, que hoy tiene apenas algunos años de existir. Con anterioridades, había que llegar a la isla por medio de embarcaciones privadas. El hombre había leído acerca de la isla en una de esas revistas sobre la naturaleza que había hojeado en un consultorio dental. Las fotos eran tan hermosas en ese articulo que Diego decidió buscar una copia de la revista para su casa y así tener esas imágenes cerca por mucho tiempo.

 Sin embargo, pronto no fue suficiente tener esas fotografías cerca. Diego nunca había sido el tipo de persona que necesita la aventura para vivir y sin embargo se encontraba al borde de una decisión increíble. Después de mucho pensarlo, decidió que tenía que ir a ese lugar. Como pudo, dejó a alguien encargado en su trabajo y compró uno de los billetes de transporte más caros que jamás había pagado. Además, empezó a hacer compras para estar bien preparado.

 En un solo día, compró una de esas mochilas enorme para poner dentro todo lo demás. Compró una tienda de campaña, un abrigo para bajas temperaturas, protector solar, medias térmicas, un termo especial que conserva el agua fría por más horas, una navaja suiza y muchos otros objetos con los que fue llenando la mochila, que terminó pesando más de lo deseado pero nada que Diego no pudiese cargar. Lo otro fue entrenar un poco, para lo que el hombre tuvo apenas unas semanas.

 Iba todos los días al gimnasio y hacía una rutina bastante intensa en la que el objetivo era quemar grasa y hacer crecer los músculos par adquirir mayor fuerza. Hubo días en los que fue dos veces al gimnasio y no quería parar, tanto así que su entrenador tuvo que exigirle descanso y buena alimentación para no colapsar de un momento a otro. Había pasado con otras personas antes y pasaría con él si no se tomaba un descanso. Pero Diego estaba ciego a causa de su objetivo.

 Cuando por fin llegó el día, tomó un avión hacia la lejana capital de la provincia insular y de ahí abordó el ferri, un barco más bien pequeño pero muy curioso, pues llevaba de todo encima. Desde bolsas y bolsas de correo hasta automóviles y animales de granja. Las personas abordo eran igual de diversas: había quienes iban a visitar familiares pero también gente que claramente trabajaba para el gobierno. Abuelos y niños, hombres y mujeres. En total, eran unas cuarenta personas, tal vez más o tal vez menos, Todo estaban felices de ir a la isla.

 Cuando llegó, Diego fue recibido con curiosidad por todo el mundo. Al fin y al cabo, no era muy común ver turista por allí y menos que vinieran de la capital del país y no de la misma provincia. Incluso el encargado de la isla, una suerte de alcalde, decidió buscar a Diego para invitarlo a una cena muy especial en su honor. Diego estaba tan apenado por la sorpresa que no tuvo opción de aceptar o negarse. Esa noche bebió y comió como los reyes y se enteró de que la isla era aún más salvaje de lo que esperaba.

 Se quedó en el poblado por una semana, hablando con varias personas para planear su viaje a pie lo mejor posible. Quería visitar todos los lugares importantes. Este hecho le valió el ofrecimiento de los servicios de una chica joven, prácticamente una niña, que según decían conocía absolutamente toda la isla porque era la mano derecha de su padre. Este había muerto recientemente a causa del hundimiento de su lancha de pesca hacía no mucho tiempo. Diego aceptó su ofrecimiento.

 El viaje por la isla tomaría otra semana para completar pero ese era el punto. Comenzaron una mañana de esas azules y volvieron durante una de las noches más hermosas que ningún hombre o mujer hubiese visto jamás. Diego se convirtió en uno de los expertos de la isla, pues tomó fotos de casi todo lo que vio y de lo que no tenía fotografías hizo más tarde dibujos, que serían replicados una y otra vez en revistas y publicaciones especializadas. Sin quererlo, se convirtió en científico.

 La imagen más curiosa, sin embargo, fue una que le tomó a la niña guía en una formación rocosa existente en un micro desierto en el centro exacto de la isla. Pero decir que era de roca no era correcto. Era más bien arena endurecida por algún proceso natural. El caso es que, crease o no, la formación de arenisca había tomado la forma de un hombre alzando los brazos hacia el cielo. Se le veía del pecho a la punta de los dedos de cada mano, Obviamente no era algo definido pero se veía con claridad.

 Ni la niña ni ninguno de los habitantes le supo decir a Diego si la formación era de verdad natural o si alguien había intervenido en algún momento para crear semejantes estructuras tan perfectas y a la vez tan bruscas. Tenían además un atractivo especial, difícil de explicar.


 Diego atrajo con sus historias a más personas, más que todo científicos, que con el tiempo descubrieron nuevos animales y plantas en la isla pero nadie nunca supo explicar la presencia de lo que pronto llamaron El coloso del desierto.

martes, 2 de junio de 2015

Retorno a casa

   La estación estaba casi desierta, lo que no era algo muy extraño a las cinco de la mañana. Solo había uno que otro noctambulo que, como él, habían pasado la noche de juerga, bebiendo, bailando y disfrutando la noche. Como era noche de jueves no había grandes cantidades de personas, como si las había las madrugadas de los sábados o de los domingos. Ya era viernes y en un momento empezarían a llegar las personas que tenían que ir a trabajar. Era una mezcla extraña, entre aquellos que dedicaban su vida al trabajo y los que dedicaban su vida a disfrutarla, sin consecuencia alguna.

 Él era un chico promedio. No tenía clase el viernes así que por eso había aceptado salir esa noche. Ahora, como nadie vivía para donde él iba, le tocaba irse solo en un tren que se tomaba hasta media hora para llegar a su destino y luego tenía que caminar unos diez minutos por las heladas calles de su barrio. Era horrible porque el invierno había llegado con todas sus ganas y las madrugadas parecían salidas de una película ambientada en la Antártida. Pero el caso era que ya lo había hecho antes entonces ya tenía conocimiento de que hacer a cada paso. Y como tenía cara de pocos amigos, a pesar de su personalidad simpática, eso le ayudaba con los posibles maleantes que hubiese en su camino.

 El tren nada que pasaba. Se suponía que llegaría en diez minutos pero eso no ocurrió. Por los altavoces algo dijeron pero él estaba todavía con tanto alcohol en la sangre que era difícil concentrarse en nada. La verdad era que apenas hacía las cosas automáticamente: caminar por tal calle, bajar por una escalera determinada, ir hasta tal andén, esperar, subir al tren, salir de la estación, caminar, y llegar a casa. Era como un mapa mental que ni todo el licor del mundo podía borrar de su mente. Pero la demora no estaba ayudando en nada. Su ojos querían cerrarse ahí mismo. Trataba de caminar, de poner atención a algo pero a esa hora no había nada que valiera la pena mirar.

 Trató de mirar alrededor para ver si había alguna de esas fuentes de agua pero no vio ninguna. Hubiese sido lo propio, echarse agua en la cara o incluso por la espalda, eso le ayudaría a estar alerta en vez de cerrar los ojos y cabecear de pie, algo que no era muy seguro que digamos teniendo las vías del tren tan cerca. Otra vez una voz habló desde quién sabe donde. Él no entendió todo lo que decía salvo las palabras “diez minutos”. Era mucho tiempo para esperar, considerando el sueño que lo invadía. Se puso a caminar por el andén, yendo hasta el fondo y luego caminando hasta la otra punta y así. Aprovechó para revisarse, para asegurarse que tuviese la billetera y el celular. Ambos los tenía. Cuando el tren por fin entró en la estación, se dio cuenta que el celular era su salvación.

 Antes que nada esperó a que el tren frenara, se hizo en el vagón de más adelante para estar más cerca de la salida cuando llegara a su destino y, apenas arrancó el aparato, sacó su celular y empezó a mirar que había de bueno. Lo malo era que estaba con la batería baja pero tendría que aguantar lo que fuera, al menos veinte de los treinta minutos del recorrido. Primero revisó sus redes sociales pero no había nada interesante a esa hora. Luego revisó las fotos que había tomado en la discoteca que había estado con sus amigos y borró aquellas en las que se veía demasiado tomado o que estaban muy borrosas.

 Cuando terminó, subió la mirada y se dio cuenta que ya habían parado en dos estaciones y habían pasado los diez primeros minutos. Cerca de él se había sentado un hombre con aspecto tosco y, frente a él, otro tipo grande que estaba usando ropa muy ligera para el clima. Nada más verlos, se le metió en la cabeza que era ladrones y que seguramente iban a barrer el vagón, despojando a la gente de sus cosas. Era bien sabido que la policía no hacía rondas tan temprano y los maleantes podrían bajarse en una de esas estaciones solitarias que ni siquiera tienen bien limitado su espacio a los usuarios.

Trató de no mirar mucho a los hombres pero incluso así se sentía observado. Dejó de mirar el celular, se lo guardó, y se dedicó mejor a mirar por la ventana. Pero eso no ayudaba en nada porque afuera todavía estaba oscuro y lo poco que se veía era bastante triste: estaban pasando por un sector industrial donde solo había bodegas y tuberías y camiones desguazados. No era una vista muy bonita. Pero él se forzó a mirar por la ventana y no hacia los hombres. El tren entró a una nueva estación y entonces él volteó la mirada para ver si los hombres habían bajado pero no era así. De hecho las cosas se habían vuelto un poco peor.

 Tres hombres más, de aspecto similar a los de los otros dos, se hicieron de ese lado del tren. Uno de ellos estaba de pie y el chico podría haber jurado que lo estaba mirando y que después se había tocado el pantalón. La verdad era que no sabía ya si era el sueño o la realidad todo lo que veía. Sentía su cuerpo débil, como si tuviera miles de ladrillos encima. Lo que más quería era dormir pero eso no iba pasar hasta que hubiese pasado el umbral de su hogar. Ahí fue que se asustó y varias personas de su alrededor se dieron cuenta. Él metió la mano en todos los bolsillos y no las encontraba: había perdido las llaves de su casa. Cuando se había revisado en la estación no se había acordado de ellas y ahora podían estar en cualquier lado.

 Pero estaba asustado por los hombres entonces se calmó de golpe y miraba sutilmente a un lado y al otro pero nada brillaba ni sonaba como sus llaves. Ahora como iba a entrar en su casa? Había una copia pero en su mesa de noche, no allí con él. La próxima estación era la suya, por fin, pero eso no le importaba si no tenía sus llaves. Quería levantarse a buscar pero sentía miles de caras poco amables alrededor y no quería darles razones para que se pusieran agresivos. El tren entró en la estación y él se puso de pie de golpe. El hombre que se había tocado dio un paso para ocupar el puesto del chico pero se detuvo y el chico pensó que algo iba a pasar. Y pasó: el hombre se agachó, cogió algo del piso que había pisado al dar el paso y se dio la vuelta. Eran las llaves.

 Él las recibió y le agradeció. El hombre le respondió con una sonrisa vaga y otro toque de su paquete. No sería el hombre más normal de la vida pero al menos era amable. El chico guardó sus llaves en un bolsillo y salió del tren, que ya había abierto las puertas. Desde ese momento empezó casi a correr, subiendo las escaleras y llegando a la entrada principal donde solo había unas pocas personas, vendedores ambulantes a punto de instalar sus puestos para los compradores matutinos. El chico se detuvo al lado de ellos para cerrar bien su abrigo y despertarse un poco para los siguientes diez minutos de caminata.

 Arrancó de golpe, como trotando con fuerza. Tomó la calle que estaba en frente y caminó a paso veloz, pasando a la gente que iba a la estación casi en masa para llegar al trabajo. Otros tenían cara de estudiantes y había varias personas mayores. Eran casi las seis de la mañana y la ciudad estaba en pleno movimiento. El chico siguió caminando hasta que lo detuvo un semáforo. En ese punto, empezó a caminar en un mismo sitio como para no dejar enfriar las piernas. Algunas personas lo miraban pero lo valía.

 El semáforo cambió y camino dos calles más. Luego cruzó hacia las tiendas del lado opuesto y se metió por una calle solitaria, con algunos carros aparcados a un lado. Ya le quedaban solo unas cuadras cuando sintió un brazo en el hombro. Se dio de vuelta con rapidez, listo para defenderse. En un segundo pensó en lo peligroso que se había vuelto el barrio, con gente en cada esquina esperando a matar por unos pocos centavos. No los culpaba, al país no le estaba yendo muy bien pero no se podía confiar en los noticieros para saber la verdad y mucho menos en los políticos.

 Estaba listo para golpear cuando se dio cuenta que la mano era de una mujer de edad, que parecía asustada de la cara de él. En la mano con la que lo había tocado estaban, de nuevo, sus llaves. La mujer le dijo que las había dejado caer al cruzar la calle. Ella pasaba en el momento para ir al mercado y pues las había cogido para alcanzarlo y dárselas. Está vez, el chico agradeció con un abrazo. No creía que la gente fuera en su mayoría buena pero al menos seguían habiendo aquellos que velaban por otros. La mujer, algo apenada, se devolvió a la calle anterior y siguió su camino.


 Después de tres calles más, el chico por fin llegó a su casa. Primero abrió la puerta del edificio, luego caminó un poco hasta la puerta de su casa y, apenas la hubo cerrado, dejó las llaves en un pequeño cuenco y se dirigió a su cuarto. Allí se quitó toda la ropa, quedando desnudo. La calefacción estaba a toda energía y solo minutos después de acostarse se quedó dormido, acunado por el cansancio y el calor, olvidando por completo que al empezar el día el había tenido una mochila consigo que no había llegado con él a casa. Pero eso, era un problema para la tarde.

sábado, 17 de enero de 2015

En Roma

   No estaba perdido ni nada parecido. Había mirado en el mapa que la solitaria calle por la que estaba caminando desembocaba directamente en una avenida más grande, que era donde estaba el museo que Marcos quería visitar. Estaba de paseo, solo, en Roma. Y hasta ahora todo había ido de maravilla. La gente parecía ser bastante amable y no entendía como existían rumores de que los romanos podían ser muy detestables. No eran exactamente los mejores conductores pero de resto, no estaban nada mal.

Marcos caminaba despacio por la calle empedrada, mirando a un lado y otro los hermosos edificios, que claramente eran más viejos que él e y que sus padres. Algunos habían sido visiblemente restaurados pero otros tenías las paredes cubiertas de moho y parecía que la pintura iba a caerse toda al mismo tiempo, un día muy próximo. De todas maneras tomó fotos de todo, como si quisiera luego reconstruir todo el lugar con esas imágenes.

Siguió caminando, tratando de no resbalar por las lisas piedras, y entonces llegó al frente de una majestuosa iglesia, con inscripciones en latín y relieves y esculturas en la fachada. Tomó algunas fotos y estuvo tentado a entrar pero se dio cuenta que las puertas tenían sendos candados puestos así que no hubo manera. Se dio la vuelta para seguir caminando pero entonces se estrelló contra un chico algo mayor que él que cargaba, con otro, una impresionante luz profesional, de las que usan para el cine.

- Disculpe.

Pero los hombres ni lo miraron, probablemente porque el objeto era muy pesado y las piedras en el piso hacían muy difícil la movilidad. Entraron la enorme luz por las puertas de un hermoso edificio, al que Marcos se acercó al instante. Allí afuera había otras luces de muchos tamaños y otros objetos de los que él no sabía nada. Miró por una ventana y vio que el interior del edificio era igual de impresionante que el exterior.

Había hermosos muebles y un papel tapiz precioso, que parecía ser verdadero satín. Del otro lado de la sala, llena de colores y brillos, se veía un patio interior iluminado con las luces en el cual había una fuente y varias personas iban y venían. Marcos se apoyó en el borde de la ventana y vio como una pareja se sentada en el borde de la fuente y recibía direcciones de un hombre con audífonos y una barba frondosa.

Los actores lo miraban y luego miraban lo que parecía un libreto en sus manos. La mirada iba de arriba abajo, como si verificaran lo que él decía. Frente a la ventana pasaron dos mujeres, que iban con un vestido de época muy bonito, de color azul cielo, y con un collar enorme que seguramente iba a ser usado por la misma actriz que usara el vestido.

Marcos estuvo viendo por la ventana varios minutos hasta que una mano se posó sobre él y casi lo hace resbalar sobre las piedras lisas. Se dio la vuelta para ver al chico de la luz, que le ayudaba a no caer cogiéndole el brazo. Marcos se incorporó rápidamente y se soltó de las manos del hombre.

- Gracias.
- Español? Yo hablo un poco. Italiano?

Marcos movió la cabeza negativamente. La verdad era que solo sabía algunas palabras y dudaba que una de ellas le sirviera de mucho en una conversación hecha y derecha.

- Gusta? – dijo el chico, señalando la ventana.

El chico turista tontamente volteó la mirada hacia allí, como si no supiera que por la ventana se veía como preparaban lo que seguramente era la siguiente escena de una película.

- Sí. De que trata la película?
- No película. Televisión.

Marcos abrió la boca, exagerando sorpresa. La verdad era que se sentía bastante incomodo, ya que el chico de la luz lo mantenía entre él y una pared. Además tenía la cámara colgando y un canguro color verde que lo hacía verse realmente estúpido. Pero eso no importaba en un museo o algún sitio turístico. Pero allí, lucía tremendamente estúpido.

Quieres entrar?

La invitación fue recibida por un asentimiento de cabeza de Marcos, que siguió al chico adentro de la casa. De verdad, el lugar era hermoso. Los muebles delicados, pintados de color dorado y tapizados con tela roja que tenía también bordado en hilo dorado. Algunas personas trabajaban aquí y allá. Todos parecían demasiado inmersos en sus cosas como para notar que alguien que no pertenecía allí los miraba con interés.

Marcos dio un respingo casi peligroso cuando el chico de la luz tomó su mano sin decir nada y lo llevó al patio interior que él había visto desde la ventana. Allí, lo ubicó frente a los actores a quienes saludó y ellos de vuelta. Les presentó a los dos y ellos se comportaron perfectamente amables, sonriendo siempre y sin parecer que tuvieran algo mejor que hacer que saludar a un turista. Se retiraron pasados unos minutos. De la mano de nuevo, el chico llevó a Marcos a un segundo piso, también bellamente adornado.

Estuvo tan ocupado mirando por todos lados, los variados colores y telas y tantos muebles y detalles, que no se dio cuenta que no había soltado a su guía. El chico le dijo que ya habían terminado de poner las luces que necesitaban para la próxima escena y que, si lo deseaba, podía ver el rodaje desde allí. Señaló entonces una terraza que daba al patio, donde había varias luces grandes distribuidas a su alrededor, mirando hacia abajo.

Se acercaron allí, finalmente soltando la mano del chico de la luz que saludó a algunos de sus compañeros de trabajo. Marcos se apoyó en la terraza y vio como otros actores, vestidos espléndidamente, estaban ahora en el patio y se disponían a hacer lo que mejor hacían. El chico trató de no moverse y miró si no estorbaba de alguna manera y entonces suspiró, sintiéndose bastante satisfecho consigo mismo.

La escena se rodó. La repitieron un par de veces pero Marcos pensó que, desde la primera, había quedado formidable. Aunque no entendía todo lo que decían los actores, estaba claro que eran muy buenos y que la película era de época, algún drama relacionado a una pobre mujer. En todo caso era fascinante ver todo eso ocurrir allí frente a sus ojos. Ciertamente era más entretenido que ver un objetos viejos en vitrinas, cosa que podría hacer otro día.

Cuando terminaron de rodar, una mujer de voz potente gritó algo muchas veces, pero Marcos no entendió que había sido. El chico de la luz se le acercó y le explicó que era la hora de comer. Le hizo una señal a Marcos para que lo siguiera y fue así que llegaron a un cuarto grande pero desprovisto de muebles o de la belleza del resto de la casa. Era solo un cuarto con polvo y las paredes y el piso bastante afectados por el tiempo.

El chico de la luz se acercó a una mochila y sacó de ella dos emparedados de pan baguette, cada uno bastante grande. Parecían tener muchas carnes frías y quesos y se sorprendió al ver que el chico le ofrecía uno. Él se negó pero el chico insistió y la verga es que Marcos tenía bastante hambre. Su desayuno no había sido nada que alabar. Así que recibió el sándwich y lo abrió al mismo tiempo que el chico de la luz abría el suyo.

Entre mordisco y mordisco, Marcos le confesó al chico que todo lo que hacían allí le había parecido increíble: los vestidos, los muebles, las enormes luces, los gritos de cada uno, los actores,… Era muy entretenido ver como hacían un programa de televisión. El chico le respondía, con la boca algo llena, que aunque era difícil a veces e incluso molesto, él no cambiaba su trabajo por nada más en el mundo. Su sueño, dijo ya tomando jugo de un termo, era ser director de cine. Quería ser como los grandes, aquellos que marcaban tendencias y todos conocían.

Marcos le sonrió y le contó que él estaba apenas estudiando para ser dentista. No era un mundo tan fascinante como este. Pero el chico lo animó, diciendo que todos necesitaban buenos dientes. Rieron un poco pero fueron interrumpidos por otro grito, anunciando una nueva escena.

Fue entonces que el chico le propuso a Marcos quedarse todo el día, y ver el resto del rodaje. Él aceptó, sin pensar en nada más. El chico entonces le cogió la mano de nuevo y juntos caminaron al balcón, uno a trabajar y el otro a seguir viendo la vida pasar frente a sus ojos.

sábado, 20 de diciembre de 2014

La sombra del desierto

Entonces abrí los ojos y allí, frente a mi, se veía el mundo. Me senté sobre la cama de piedra, que se sentía más suave de lo que parecía, y abrí los ojos lo más que pude. Era desierto, por kilómetros y kilómetros. Solo arena y el viento moviéndola a un lado y a otro.

Me puse de pie y caminé hacia el borde de la apertura en la piedra y me detuve antes de llegar al final del suelo: siempre había tenido miedo de las alturas. Respiré hondo y me acerqué más y noté que el miedo me dejaba, como si fuera algo fácil de quitar de encima, como la ropa.

Dirigí mi mirada entonces al interminable desierto donde el sol era abrasivo y cada grano de arena parecía saltar del calor. Una tormenta se estaba formando en la lejanía y se podía ver con facilidad desde mi celda. No, no recordaba que había hecho para llegar allí pero sabía que era una celda.

Lo comprobé minutos después cuando un guarda, vestido con un penacho de plumas y bastante maquillaje me trajo de comer y dijo que mi juicio comenzaría en pocas horas. Como era tradición, no podía asistir al juicio. Tampoco quién me acusaba, no sabía de que crimen.

Cuando el hombre salió, me di cuenta de algo que sabía que era extraño pero no reaccioné como si lo fuera: el guarda no caminó sino que voló fuera de mi celda, cuya entrada estaba empotrada en un muro increíblemente alto. Supongo que era para hacer difícil una huida. Nadie podría escapar, a menos que fuera un escalador particularmente hábil.

Me senté en la cama de piedra y comí lo que había traído el guarda, que me había saludado con habilidad, como si fuera huésped en algún hotel de lujo. No era una cárcel normal o, tal vez, no era este un sitio común y corriente del mundo. Estaba yo en el mundo, mi mundo? No lo sé, y no tenía la menor importancia.

Con tranquilidad y siempre contemplando la hermosa vista desde mi celda, me alimenté de un pequeño pedazo de carne extremadamente blanda, acompañada de un puré verde agridulce.  De tomar, algo que parecía leche pero sabía mucho mejor y reconfortaba el cuerpo por completo, como si se adquiriera algo al tomar el liquido.

Cuando terminé de comer, me di cuenta de que no había dejado de mirar al desierto y la tormenta de arena que rediseñaba el terreno a gran distancia de la cárcel. De repente un pensamiento, un loco y extraño pensamiento, me vino a la mente: podría esa imagen, esa hermosa y terrible vista, ser una ilusión? Un truco para mantener a los prisioneros contentos y distraídos? Algo así como un truco de hipnosis pero menos soso y más inventivo?

Pronto, olvidé haber pensado semejante cosa. Me recosté en la cama y vi como un sol de color rojo se iba ocultando tras los montes de arena que tanto me habían fascinado las últimas horas. Quise dormir, tratar de que el tiempo pasara más rápido, pero eso fue imposible. Era como si mi cuerpo tuviera suficiente energía para destruir todo lo que había alrededor. Pero al mismo tiempo no me sentía apto para nada, más que para esperar.

La puerta de mi celda se abrió de nuevo cuando el sol casi había desaparecido por completo. El mismo guarda de antes me sonrió y estiró la mano. Yo la estreché, sin saber porque lo hacía. Me dijo entonces que el juicio había terminado y que yo había sido declarada inocente. Además, algo inesperado para todos, el mismísimo jeque gobernador había pedido mi presencia en su palacio.

Quise preguntarle al guardia la razón para semejante gesto pero supuse que tenía que ver con el crimen que al parecer ya no había cometido. y hubiera sonado bastante extraño no saber la razón por la que estaba en la cárcel, así que no dije nada.

El guarda me dijo que me sentara y, mientras veía los últimos rayos del rey del cielo, el hombre me ponía alguna clase de adhesivos en los pies. Me sentí extraño, como si el hombre frente a mi me adorara por alguna extraña razón. No podía ser la norma que los guardas fueran así de atentos y serviles. Algo no parecía encajar correctamente.

Acto seguido, salimos de la celda. El guarda salió primero y me dio la mano para dirigirme. Volar se sentía muy raro aunque extrañamente natural. No tuve tiempo de disfrutarlo mucho ya que en pocos segundos estuvimos en la planta baja del edificio de roca que era la cárcel. Desde donde estaba ahora, podía ver que tenía al menos cien niveles de celdas y que la torre tenía solo tres caras. En lugar de una cuarta para formar un espacio cerrado, se veía el desierto.

El guarda, con su particular amabilidad, me dirigió a un transporte especial donde habían dos mujeres esperando. Eran las primeras de su genero que veía pero no pude apreciar su rostro ya que iban cubiertas de pies a cabeza con túnicas color naranja. Solo sus ojos, bastante maquillados, era visibles.

Me despedí de mi guarda y, por alguna extraña razón, decidí abrazarlo. El hombre empezó a lloriquear de la nada, como un niño pequeño. No me decía porque pero apretó con fuerza un poco más y luego me dejó ir.

Subí los pequeños escalones del transporte flotante, me senté frente a mis escoltas y entonces vi como la cárcel se alejaba a toda velocidad. Para ser un transporte tan rápido, no levantábamos nada de arena. En todo caso flotábamos sobre ella pero resultaba muy extraño este modo de transporte y mis escoltas no hacían del viaje algo menos particular.

Traté de cruzar miradas con ellas pero, de alguna manera, sabían evitar mis ojos. Entonces miré a la lejana torre que era la cárcel y por primera vez me sentí realmente preocupado. No sabía que pasaba ni adonde me llevaban con exactitud. Quien era ese jeque gobernador que me quería ver? Que había hecho yo para merecer semejante atención? Era todo muy extraño pero, como en la celda, ese sentimiento se desvaneció tan rápido como había aparecido.

Pasados unos minutos, en los que trataba de escudriñar la oscura noche del desierto, noté que las dos mujeres señalaban algo y, por primera vez, me miraban a los ojos.

Señalaban algo increíble, que nunca pensé haber visto: era una pirámide. Pero no una simple pirámide como las de los libros que sabía que alguna vez había visto. No, esta pirámide era de oro puro y miles de luces la adornaban. Era una ciudad, se notaba. Construida en diferentes niveles y con varios puntos de acceso por todas partes.

El deslizador entonces emprendió el vuelo y en poco tiempo se detuvo en el hangar de la zona superior. Previsiblemente, esa debía ser la morada del jeque gobernador.

Las mujeres bajaron primero y luego lo hice yo. Las seguí hacia una gran puerta tras la cual había decenas de mujeres vestidas como ellas. Todas escoltaban gente hacia algún lado, todos vestidos de gala. Cuando nos unimos a la fila de escoltados, muchos de los que seguían a las mujeres me miraban pero muchos más se me acercaron. Querían estrechar mi mano, tomarme fotos o solo decirme algunas palabras de admiración. Pero ninguno era claro, nadie decía su razón para tomar mi mano. Porque era un honor?

Esa fue otra reflexión que olvidé, al ver el enorme salón al que estábamos siendo dirigidos. Había varias mesas por todos lados. Las mujeres dirigían a los invitados a su lugar y, yo esperaba poder sentarme pronto. No sé si fue la luz o el brillo de los objetos en el salón pero tenía ahora un dolor de cabeza insoportable.

Para mi sorpresa, mi silla era una que estaba sola, directamente en frente a la del jeque, que todavía no había llegado. Apenas me senté, mis escoltas se fueron, perdiéndose entre un mar de mujeres vestidas de naranja.

Entonces el dolor de cabeza empeoró. El sonido se tornó una pesadilla, perforando mis tímpanos como cuchillos. Tuve que cerrar los ojos porque las visiones que tenían eran demasiado horrible. Cerrarlos no era mejor pero lo podía aguantar más fácilmente.

Entonces sonó una música extraña y sentí una presencia cerca. Como pude, abrí los ojos. Fue entonces que vi entrar al jeque gobernador, desde el otro lado de la habitación. Mi dolor aumentaba y de pronto fui bombardeado por miles de imágenes y sonidos. Traté de que no se notara pero cuando el jeque estuvo cerca, era evidente que yo no estaba bien.

Me rodaban lágrimas por la cara y, cuando el hombre por fin se sentó detrás mío, lo recordé todo. Como pude abrí los ojos y los vi a todos aplaudiendo y vitoreando, plenamente felices. Lo entendí, pero ya era muy tarde.

 - Bienvenidos señoras y señoras, al sacrificio máximo de este año. - dijo el jeque.

Entonces un ruido cortó el aire y todo para mi fue oscuridad.