lunes, 6 de febrero de 2017

Casi, el silencio

   Cuando entró en la habitación rosa, la mujer se tomaba de las manos y sus tobillos temblaban ligeramente. La verdad era que no se sentía muy cómoda para caminar pero no tenía opción de detenerse a mirar el tiempo pasar, no podía analizar lo sucedido. Tenía que actuar y hacer lo que era su trabajo para que todo estuviera a punto por si había que actuar más rápidamente o de improviso. Nunca se sabía con personas como ellos, siempre había que estar un paso delante de todo.

 La niña, Alejandra, estaba en el suelo jugando con un par de carritos. Los hacía mover de un lado al otro, tocada por un rayo de sol que se colaba por entre las gruesas cortinas de la vieja habitación. No se trataba de una niña feliz jugando con sus juguetes sino de una pequeña que parecía querer pasar el tiempo. Se sentía como si supiera que era lo que estaba pasando pero a la mujer ya le habían indicado que los niños no tenían ni idea de lo que había ocurrido tan lejos de ellos.

 El niño, un par de años menor, estaba en una posición muy diferente. Estaba sentado en un viejo diván, de esos que tienen patas talladas con forma de garra de león. Como su espalda estaba bien recostada contra el mueble, sus pies flotaban por encima del suelo. Apenas se movían. Lo que más le atraía al niño en ese momento era ese mismo haz de luz que tocaba a su hermana. Parecía estar fascinado con ello, casi como si fuera la primera vez que viera algo así en su vida.

 La mujer les pidió que se incorporaran y le tomaran de la mano. Los niños obedecieron sin chistar, apenas mirándola. Se notaba que parecían tener cosas mucho más urgentes que pensar y no tenía sentido objetar una orden de un adulto al que conocían bien. Fueron caminando por un pasillo y luego por otro y los niños seguían tan silenciosos como siempre, sin decir nada de las personas que se les cruzaban por todas partes. Parecían llevar prisa pero se frenaban al verlos a ellos.

 Por fin llegaron al cuarto verde, donde su madre solía estar. En efecto, allí estaba ella pero no lucía como siempre. El impecable vestido que tenía, tan hermoso como todos los demás que se ponía a diario, estaba manchado de sangre. Había gotas oscuras en ciertas partes y más claras en otras. Su cabello estaba alborotado y tenía los ojos inyectados de sangre. Estaba sin zapatos. Apenas vio a los niños les indicó que quería un abrazo y ellos entendieron al instante. Se soltaron de la mujer y corrieron hacia su madre, que los apretó con fuerza.

 Estuvieron en la habitación verde todo ese día, sentados sobre otro sofá. Desde temprano habían sido vestidos con sus mejores prendas y, tras el paso del tiempo, se sentían cada vez más incomodos. Era ropa linda pero no era ropa para usar durante todo el día. Alejandra se quitó los zapatos pues le molestaban mucho y Daniel, el pequeño, dejó el abrigo tirado debajo del piano de cola que nadie en su familia sabía tocar. La madre los miraba temblando, sin decirles ni una palabra.

 Fue ya bastante tarde cuando alguien se acordó de ellos y les trajo algo de comer. No era lo que hubiesen deseado pero era mejor que aguantar el dolor de estomago. Mientras los niños se acercaban a la mesita de centro donde les pusieron dos bandejas con sopa de champiñones caliente, una mujer vino por su madre y se la llevó pero no por la puerta principal sino por una de esas laterales que parecían ser parte de los muros. Era una de las cosas que más les gustaba de esa casa.

 Algún día, no hacía mucho, habían explorado toda la casa con permiso de su padre. Era un lugar enorme y, según muchos, lleno de historia. El polvo también ocupaba buena parte de los rincones. Y donde no hubiera ni gente ni polvo, seguro que había insectos y demás bichos que llenaran los espacios vacíos. Al fin y a cabo era una casa muy vieja, que hacía más de doscientas años había sido construida y solo algunas veces se había reformado, nunca de forma profunda.

 Mientras tomaban la cremosa sopa, los niños miraban a su alrededor y escuchaban con atención. No había nadie más que ellos en la habitación pero no era muy difícil saber que justo al otro lado de la puerta estaba el pasillo por donde estarían pasando montones de personas. No era solo el ruido que hacía al caminar rápidamente, sino también que hablaban a viva voz, sin molestarse en hablar en voz baja o al menos de la manera en que normalmente se hacía por allí.

 No había que ser genio para saber que algo había ocurrido. Los niños se miraban a ratos, como para confirmar lo que suponían: los dos estaban preocupados y los dos sabían que algo grave había ocurrido. Algo tan grave que los adultos consideraban que no era apropiado para niños de la edad de ellos. No dijeron nada en voz alta porque, a diferencia de todos esos hombres y esas mujeres que pasaban deprisa, ellos sí veían la importancia de mantener un cierto volumen en sus voces y una calma que su madre siempre les había inculcado.

 Se trataba de tener paciencia y ellos la tenían, sin duda. De otros niños, se habrían tirado al piso a hacer algún berrinche o reclamar cosas que nada tenían que ver con  tal de que alguien tuviese una reacción algo más cercana a lo normal en esa casa. Pero ellos no harían nada parecido pues sabían que su hogar no era normal, no era el mismo que el de todos los demás niños. Sabían que quejarse no era la forma de ser oído ni de saber nada. La paciencia daba siempre mejores resultados. Eso y escuchar.

 La sopa estaba rica y apenas la terminaron vino un joven y se llevó ambas bandejas. Ellos le agradecieron, como su madre les había enseñado, y el joven solo los miró por un segundo, sin decir nada. Fue suficiente para ver que había estado llorando, igual que su madre. Ella volvió minutos después, con otro vestido mucho menos bonito. El otro tenía un color lila hermoso que siempre le había gustado a Alejandra por ser poco común, uno que casi ninguna mujer vestía.

 Pero el que llevaba era oscuro pero no negro sino como un tono raro de gris o de verde. La verdad era que quería saber porqué se había puesto su madre algo tan feo pero supuso que no era el lugar de preguntar nada como eso. Su madre los pidió de nuevo a su lado y ellos corrieron hacia ella. La mujer les dio besos por la frente, las mejillas e incluso sobre los parpados. Los apretaba con fuera y lloraba por montones, untándolos con el rímel corrido. Sin embargo, nadie dijo nada.

 Tuvo que pasar una hora más para que por fin se dieran cuenta que necesitaban ir a sus habitaciones, quitarse esa ropa incomoda y descansar. Era lo mejor pues, si no les iban a decir de que se trataba todo, no había razón para desvelarse ni aguantar el peso del sueño sobre el cuerpo. El pequeño Daniel solo tuvo que subir su cuerpo en la cama para quedar completamente dormido. Su madre lo cubrió bien y lo besó en la frente. Alejandra, en cambio, parecía no tener ganas de dormir. Miraba a su madre con preocupación pero no decía nada, no se atrevía a preguntar.


 La mujer le besó la frente, le pidió dormir y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Al otro lado, la mujer se derrumbó y empezó a llorar como nunca antes lo había hecho. Alejandra la pudo oír por un buen rato, hasta que algunas personas vinieron a calmarla y se la llevaron. Luego la habitación quedó en completó silencio. La niña miraba hacia el techo y se preguntaba que pasaría con ella, su madre y su hermano al otro día. Quería saber lo que ocurría. Pero no podía saber nada. Solo podía preguntarse y esperar a que algún adulto decidiera decir la verdad.

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