jueves, 24 de marzo de 2016

Muerte de la madre

   El pequeño auto blanco se detuvo a un costado de la vía interna del cementerio, al lado de un gran árbol que se inclinaba sobre la vía haciendo sombra y dejando caer sus hojas secas encima.

 El primero que salió fue Ricardo y luego siguió Alex, este muy cabizbajo y con los ojos bastante rojos. Tenía en sus manos un pequeño arreglo floral pero casi lo deja caer al suelo cuando salió del auto. Afortunadamente, Ricardo había dado ya la vuelta y atrapó las flores antes de que se estrellaran contra el piso. Le preguntó a Alex si estaba bien y este solo asintió. Era evidente que mentía pero no podía obligarle a volver a demorar mucho más el proceso. Al fin y al cabo habían venido para afrontar las cosas y no para seguir huyendo.

 Cuando Alex hubo salido por fin del carro, caminaron unos cuantos metros sobre el césped del lugar. No todas las tumbas tenían flores y a algunas ya ni se le podían ver los nombres de los difuntos. El viento y el agua los habían borrado con el tiempo. Algunos tenían flores muy bonitos, casi recién cortadas, pero otros no tenían nada o, lo que es peor, solo ramilletes de flores podridas y grises, que hacían que el lugar se sintiese aún más triste de lo que ya era.

 Por fin llegaron al lugar indicado por la mujer de la recepción. Todavía no habían quitado la carpa que tenía el logo del cementerio, lo que quería decir que estaban ajustando todavía algunos detalles de la tumba. Ricardo se detuvo junto a una de las columnas de metal de la carpa y Alex solo se dejo caer al suelo húmedo. La lluvia que caía ligera persistía desde hacía unos tres días.

 Alex rompió en llanto. Empezó a decir cosas pero no todas las entendía Ricardo pues las decía media voz, interrumpido por su sollozo que cada vez era peor. En un momento parecía que no podía respirar y Ricardo dio un paso adelante pero Alex, sin darse la vuelta, lo detuvo con un gesto de la mano. Ricardo devolvió el paso y vio a su esposo, desde hacía solo unos días, llorar sobre la tumba.

 Luego, sí se le entendió muy bien lo que decía. Le pedía disculpas a su madre por haberse casado en secreto, por haber huido y por haber peleado con ella tantas veces. Se disculpaba por su actitud en varias ocasiones y pedía que por favor le dijera que lo perdonaba. Eso era obviamente imposible pero Ricardo, que no era creyente, no dijo nada. Además las palabras de Alex también lo herían un poco pero sabía que no se trataba de él si no de muchas otras cosas que tal vez ni entendiese pues esa mujer que estaba allí enterrada no era su madre sino la de Alex.

 La lluvia arreció y Ricardo tuvo que acercarse más a Alex para no mojarse. Esta vez no lo detuvo. Ya no lloraba con fuerza, más bien en silencio, casi acostado encima de la tumba. Apenas se escuchaba su respiración accidentada, su nariz ya congestionada por las lagrimas y por el clima que no hacía sino ponerse peor. Ricardo tuvo que tocarle el hombro y preguntarle si estaba bien. Alex, de nuevo, solo asintió. Se echó la bendición y dijo una oración en voz baja. Momentos después, corrían al carro y se metían rápidamente.

 Ricardo empezó a conducir sin saber muy bien adonde ir. Y aunque le preguntó a Alex, este no decía nada. Miraba a un punto lejano más allá de la ventanilla y de la lluvia y no parecía capaz de dar una respuesta que tuviese sentido. Así que Ricardo salió del cementerio y se dirigió hacia el hotel donde se estaban quedando. Era extraño alojarse en un hotel cuando estaban en su ciudad natal, pero con la muerte de la madre de Alex, todo los había cogido por sorpresa. Habían tenido que llegar sin avisar a nadie y a muchas personas era mejor ni avisarles que estaban allí.

 En el camino, Ricardo trató de hacer charla, comentando lo bonito que era el carro y lo barato que había salido su alquiler. Él nunca había hecho eso y le parecía muy curioso. Pero Alex no decía nada, ni siquiera parecía que estuviera allí con él. Solo cuando se dio cuenta para donde iban fue que dijo tan solo dos palabras: “Tengo hambre”.

 Estaban en un semáforo y afuera ya estaba diluviando a Ricardo lo cogió esa afirmación por sorpresa. Imaginó que Alex quería comer algo fuera del hotel, o sino no hubiera dicho nada. Así que trató de recordar todo lo que conocía de camino al hotel y entonces le llegó la imagen de un restaurante con el que había ido varias veces con sus padres. Estuvieron allí en unos diez minutos.

 Alex seguía sin muchas ganas de nada pero al menos parecía menos pálido que antes. Ricardo le puso un brazo encima y lo acarició, terminando con un beso en la mejilla. Alex se limpió una lágrima y no dijo ni hizo nada.

 Adentro del restaurante se sentaron junto a la ventana y siguieron viendo como la lluvia caía por montones. Se oía el rumor del viento, que parecía querer romper el ruido de volumen tan alto que salía del restaurante. Había bastante gente y había sido una fortuna encontrar una mesa. Ricardo empezó a leerle el menú a Alex pero este en cambio empezó a hablar, mirando la ventana.

 Decía que su madre, desde que era pequeño, le había dicho lo que soñaba para él: una vida típica con una esposa hermosa y devota y un trabajo de “hombre”. Tal cual lo decía. Y desde temprana edad él sabía que había muchas cosas mal con lo que ella decía pero nunca le dijo nada. Al menos no hasta que lo encontró a los quince años besando un chico en frente de la casa y le gritó que era su novio.

 Alex explicó que para entonces ya peleaban todos los días. Su relación nunca había sido buena, en ningún aspecto, y la única manera en que se comunicaban era gritándose y respondiéndose de la peor manera posible. Alex dio algunos ejemplos de los insultos que usaban y Ricardo no pudo evitar sonreír pero dejó de hacerlo pronto pues Alex parecía determinado a seguir hablando.

 Recordó que su padre siempre había sido el segundo al mando de su hogar y cuando murió, pues no cambió mucho. Fue duro perder un padre justo cuando se empieza a ser hombre. Alex supuso que eso no había sido muy bueno para él y que la sola presencia de su madre y hermanos no había sido suficiente. Además, lo admitía, ir a la iglesia todos los domingos de su vida no aminoró la culpa de lo que hacía.

 Le admitió a Ricardo, mirándolo por fin a los ojos, que por mucho tiempo sintió culpa y odio hacia si mismo. Se iba a ir al infierno y algunas veces, a los quince o dieciséis, bebía tanto que ya no le importaba el destino de su alma. Era feliz diciéndole a sus novios y amantes que el infierno los esperaba a todos.

 Justo en el silencio que siguió, llegó la mesera. Ricardo se demoró un poco y pidió lo que pensaba era lo más rico, así como dos jugos de frutas que hacía mucho no probaba. Apenas se fue, Alex siguió hablando, esta vez del punto clave: su matrimonio.

 Ricardo sí sabía esa historia: ellos vivían hacía un par de años en otra ciudad, en otro país lejano y allí se habían conocido. Les parecía gracioso que fuesen del mismo sitio pero se vinieran a conocer tan lejos. Durante ese tiempo la relación fue creciendo. Vivieron juntos y entonces vieron que el siguiente paso natural era casarse y lo hicieron. Ricardo no tenía a quién avisarle pues él nunca había tenido padres, solo amigos a los que llamo y que se entusiasmaron con la noticia. A Alex no le fue igual.

 Fue horrible escucharle repetir lo que le había dicho su propia madre y su hermanos. Ese fue otro día en el que lloró pero pareció recomponerse más rápidamente. Fue él el que decidió que se casaran lo más pronto posible. Alex agregó a su relato que su madre le había confesado, en la rabia del momento, que su embarazo no había sido deseado y que estuvo a punto de abortar pero el padre de Alex la detuvo justo a tiempo. Eso era lo que le carcomía la mente ahora y no lo dejaba en paz.

 Cuando la comida llegó, Alex apenas dejó de mirar por la ventana. Comía lentamente, como si estuviera a punto de morir. Entonces Ricardo se puso a pensar que podría hacer para mejorar esa situación e hizo lo primero que le vino a la mente, sin pensarlo.

 Casi tumbando el vaso de jugo, se inclinó sobre la mesa y le dio un beso a Alex en la boca. No pocas personas se dieron la vuelta para verlos pero eso no importó pues el efecto deseado había sido conseguido: Alex por fin dejó de mirar hacia fuera y miró a los ojos de Ricardo. Se besaron otra vez y se tomaron de la mano por el resto de la comida. Hablaron de otras cosas y, cuando ya se iban a ir, Alex rió  por un chiste tonto que había recordado Ricardo.


 Esa noche Alex lo abrazó con fuera y Ricardo estuvo seguro que Alex había llorado. Pero no dijo nada. Solo abrazó fuerte y besó su cuerpo, para que supiera que estaba allí, siempre.

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