miércoles, 18 de noviembre de 2015

Delicias

   Cuando sumergí los pies en el pies, sentí un alivio inmenso, como si me quitaran el peso que llevaba encima y muchos más. Me quité la mochila de la espalda y la dejé a un lado. Después me subí los pantalones hasta las rodillas y sumergí lo que más pude de mis piernas sin mojarme. El agua estaba perfecta, más que tibia pero apropiada para el frío tan horrible que hacía en semejante monte tan remoto, que parecía alejado del mundo pero, de hecho, no podía estar más cerca.

 Cerré los ojos por algunos minutos y, cuando me di cuenta, ya estaban llegando más personas a las termales. Yo era el único “loco” que tenía la ropa puesta: los demás ya venían con trajes de baño y se comportaban como si la saliva no se les estuviera congelando en la boca como a mi. De todas maneras no me moví ni un milímetro. Me quedé justo donde estaba pues no había poder humano que pudiera calmarme tanto como esas aguas que emanaban de la Tierra. No tenía idea de la etiqueta adecuada para ingresar al sitio pero si estaba incumpliendo alguna regla, ya se vería.

-       Que venga alguien y me saque. - pensé desafiante.

Pero no iba a venir nadie pues el sitio era abierto y la gente podía entrar cuando quisiera. De hecho, alrededor de las termales lo que había era monte: tierra y árboles por doquier, con bichos y animales pequeños incluidos. Las ardillas ya habían olido mi pequeño almuerzo y al parecer estaban interesadas pero no demasiado como para acercarse. Moví los dedos cuando vi una, como tratando de atraerla, pero fracasé pues se dio la vuelta y volvió a su árbol.




 La gente que había llegado era toda, al parecer, vecina de la montaña. Alguien me había contado que era una tradición para ellos venir al final de la semana para relajar los músculos después de tanto trabajo. Yo, por mi lado, no había trabajado nada pero sí había caminado como un condenado, comiendo solo una vez al día, en los buenos dos. Solo tenía de compañía un libro que me había leído hace años y mi botella de agua previamente hervida, pues nadie puede confiar en los líquidos  cuando está en un país desconocido.

 Fue cerrando los ojos, una vez más, cuando me di cuenta que era muy temprano todavía y que no tendría sentido alguno comerme mi pobre almuerzo ya, aunque mi estomago exigía comida. Abrí los ojos con una pereza enorme y saqué de la mochila mi billetera. Daba lástima pues no había mucho adentro más que un par de billetes y unas monedas que debían durarme por una semana más. En el hotel había logrado guardar algunas provisiones bien compradas en un supermercado local, para hacerme mis almuerzos (sándwiches más que nada) y así ahorra un poco. Pero siempre pasaba que uno se alejaba un poco de la civilización o caminaba más de la cuenta y el hambre invadía.

 El siguiente rugido de mis entrañas, estuve seguro que fue oído por todos los seres humanos e incluso algunos animales que estaban cerca. Me hice el loco mirando el agua y mis pies a través de ella. La verdad era que no se podía ver mucho por la tierra que había en el agua, pero servía al menos para fingir que no había pasado nada.

 Saqué uno de los pies y empecé a masajearlo. Cuando me ponía a caminar me convertía en un caballo y lo hacía más de la cuenta, sin descansos y hasta destrozar los zapatos que tenía puestos. Para ese viaje había traído solo un par especial para caminar, casi nuevo, y ahora estaban a punto de desintegrarse del mugre y de lo usados. Es cierto que me habían salido baratos pero yo, que caminaba tanto siempre, me sentía ofendido por tener unos zapatos que se habían dado por vencidos mucho antes que yo.

 Tenía algunas ampollas que me hacían ver el infierno al caminar pero nada que el agua caliente no estuviera ayudando a calmar. Me masajee uno de los pies cuidadosamente y fue entonces que vi que la familia que había llegado hacía un rato, estaba preparándose para desayunar al lado del agua. Los niños, un par, estaba dentro y jugaban, pero los adultos y, sobre todo, la abuela, estaban preparados para preparar los alimentos. Tenían una pequeña parrilla eléctrica y pusieron sobre hecha algunos pinchos, aunque desde estaba (y con mi miopía) no pude ver de que eran. Pero no fue necesario. Pasados unos minutos, el olor que invadió el sector me rebeló todo lo que necesitaba saber.

 Seguro había pimentón y pollo, tomate y cebolla en pedazos grandes y champiñones. Al parecer eran las setas que crecían en este mismo bosque, que se usaban mucho en la cocina de la región. Según había escuchado eran carnosos y tenían un sabor casi como el de la carne de vaca. El estomago gruñó de nuevo, como reclamándome por torturarlo, y lo único que pude hacer fue sobármelo para tratar de calmar su rabia.

 Saqué de la mochila mi botella de agua y tomé un poco, pues me sentía deshidratado ya por el calor del agua. Después saqué mi libro, uno gordo de historias de ciencia ficción, y me puse a leer. Era lo mejor para distraer cuerpo y alma hasta que fuese hora de almorzar u hora de salir del lugar. La verdad no tenía muchas ganas de caminar hasta el templo que quedaba cerca y tampoco de volver al pueblo, aunque el mercadillo que había visto pasando la estación del tren parecía ser bastante llamativo.

 Me ahondé en uno de los cuentos. Leí un par de páginas y entonces me di cuenta que no estaba entiendo ni medio palabra de lo que estaba leyendo. No por falta de interés sino porque mi cuerpo había decidido que necesitaba comer y no se le quitaría esa idea de encima hasta que tuviese algo en el estomago. No ayudó en nada cuando la familia que tenía cerca sacó una hornilla eléctrica y puso un wok con aceite a calentar. Pasados unos minutos, durante los cuales traté de leer y de desactivar mi nariz como pudiese, me llegó el olor inconfundible de wontons recién hechos. De nuevo, mi estomago rugió pero no dejé de lado el libro, tratando de usarlo como un escudo contra ese olor tan delicioso.

 La familia hablaba animadamente y los niños seguían jugando. Parecían todos muy contentos, al menos por lo que yo podía oír. Recomenzaba la lectura siempre en la misma palabra, una y otra vez, como si de pronto hubiese perdido la habilidad de leer.  Después de un rato, cambié de cuento por que era obvio que este tenía algo que no me dejaba avanzar. Mentirme a mi mismo era lo único que podía hacer en ese momento.

 Fue entonces que sentí más fuerte el olor y casi estrello la nariz contra el libro para que solo llegara a mi cerebro el olor de libro viejo y no el de una comida deliciosa. Pero el olor seguía siendo más fuerte hasta que escuché algunas palabras que no entendí. Algo confundido, subí la cabeza y miré: era una de las mujeres de la familia que estaba cocinando y me había traído un plato con uno de cada cosa. Sentí que la sangre inundaba mi cara y seguramente parecía más tomate que persona.

 Me disculpé, como pude, y me tapé la cara para que ella se diera cuenta de mi vergüenza. Pero a ella no le importó. Y tampoco a su familia que, desde el otro lado del claro, me invitaba a probar de sus platillos. Yo recibí entonces el plato y sentí unas ganas increíbles de llorar. No lo hice por temor a ofenderlos con mis sentimientos pero tuve que limpiarme los ojos varias veces antes de empezar a comer. Lo hice apenas vi que ellos empezaban.

 Estaba más que delicioso. Se puede decir que la gloria de los dioses estaba en ese pequeño plato de comida, lleno de delicias locales y, más que nada, de un amor y respeto por lo que habían creado. Además, el acto de bondad, le daba un ingrediente extra que era más que perfecto.

 Lo comí todo despacio, aunque mi estomago lo quería todo en el mismo segundo. Disfruté de cada bocado, de cada olor y sabor, de las texturas y de las sutilezas propias de cada delicioso elemento que había en el plato. Cuando ya no hubo nada, una única lágrima logró salir de mi ojo derecho.


 Me limpié y me puse de pie, ignorando que los pies me dolían todavía. Tomé la mochila y los zapatos y caminé hasta la familia para darle el plato y para inclinarme ante ellos, agradecido por su gentileza. Entonces ellos me invitaron a que me quedara, a que me sentara con ellos y compartiera el resto de la mañana. Aunque no entendía nada de lo que decían, supe que había hecho nuevos amigos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario